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CRÓNICA

Pedro Sánchez debería haber espiado más a Margarita Robles

Margarita Robles habla con los periodistas tras el pleno del 27 de abril.

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Corría el año 1982 y Juan María Bandrés, diputado de Euskadiko Ezkerra, preguntó en el Congreso al ministro de Interior por el tiroteo en Barcelona en que la policía había matado al miembro de los Grapo Juan Martín Luna. José Barrionuevo defendió la actuación de los agentes de una forma que entusiasmó a los escaños del partido de Manuel Fraga. “Silencio de los socialistas y ovación de Alianza Popular al ministro de Interior”, tituló Bonifacio de la Cuadra en El País.

Quédense con la idea, la de los extraños compañeros de cama, que es una situación que en la actual política de bloques férreos ya raramente o nunca se da en el Congreso.

La sesión de control del miércoles iba a estar monopolizada por la polémica de Pegasus y el espionaje a políticos y activistas independentistas. Lo sabía Pedro Sánchez y su estrategia parecía ser la de los últimos días: intentar enfriar el escándalo un día antes de que se vote la convalidación del decreto de medidas económicas para superar la crisis causada por la invasión de Ucrania. No añadir más leña a un fuego que puede mutilar el resto de la legislatura.

“Máxima transparencia, máxima voluntad de esclarecer”, prometió Sánchez a Gabriel Rufián. Antes había sufrido el típico lapsus que conviene evitar en días como ese. Llamó “señor Abascal” al portavoz de ERC. Al menos, Rufián se lo tomó a broma, pero sobre el espionaje no había margen para la ironía: “El Estado ha espiado, espía y espiará. Lo sé porque me lo han dicho sus cargos de Interior de los últimos cuarenta años en las comisiones de investigación”.

Sánchez superó el escollo sin armar mucho ruido. Lo malo para él es que el plato fuerte venía después con cuatro preguntas dirigidas a la ministra de Defensa, máxima responsable política del CNI. En las tres primeras, Margarita Robles se contuvo. Afirmó que las acusaciones contra los servicios de inteligencia son “manifestaciones sin ningún soporte probatorio”. Por lo demás, la entidad de esas pruebas le dan igual, porque la ley le impone “el deber de secreto”. Propuso que se forme cuanto antes la comisión de secretos oficiales en la que puede comparecer la directora del CNI.

Eso no impresionó demasiado a Aitor Esteban, del PNV, que sabe de qué temas se ha hablado en esa comisión en anteriores legislaturas. “Yo he estado allí. Nunca se ha contado ningún secreto en la comisión”. La derecha está escandalizada, porque el cambio en las mayorías necesarias para elegir a sus miembros hará que los grupos parlamentarios de Esquerra y EH Bildu estén representados en la comisión. Tendrán acceso a los secretos del Estado, dicen en el PP y Vox. La realidad es mucho más prosaica.

Con esas tres intervenciones de Robles, los socialistas podían estar tranquilos. Hasta ahora, todo bien. No perdamos la calma. Sólo falta la pregunta de la diputada de la CUP. Malo será que la cosa se desmande.

Mireia Vehí preguntó si el Gobierno controla de verdad al CNI. Es algo que ya se había oído antes. También recordó que ha habido otros escándalos en los servicios de inteligencia en las últimas décadas.

Ahí fue donde Robles empezó a agitar la caja de cerillas por razones que sólo ella conoce con la intención de justificar la conducta del CNI, que para ella ha sido completamente legal. “¿Qué tiene que hacer un Estado, qué tiene que hacer un Gobierno, cuando alguien vulnera la Constitución, cuando alguien declara la independencia, cuando alguien corta las vías públicas, realiza desórdenes públicos, cuando alguien está teniendo relaciones con dirigentes políticos de un país que está invadiendo Ucrania? Usted de esto no ha dicho nada”.

Parecía que estaba diciendo que si el CNI ha espiado a políticos independentistas es porque estos se lo han buscado. Mientras Robles pronunciaba estas palabras, se extendía el ruido en los escaños del PP y Ciudadanos. No para atacar a la ministra. Se escuchaba a algunos decir: “Claro, claro”. Sonreían como diciendo: eso es lo que pensamos nosotros y nos critican por ello.

Con mayor o menor éxito, Sánchez había intentado sofocar el fuego. Después de Robles, la llamarada creció varios metros.

Como era previsible, la cola de enfurecidos dio la vuelta al Congreso. “Hoy Fernández Díaz ha vuelto al Congreso de los Diputados reencarnado en Margarita Robles”, escribió Jaume Asens, presidente del grupo parlamentario de Unidas Podemos. Fernández Díaz, el ministro de Interior de Rajoy bajo cuyo Ministerio se montó una operación policial ilegal para perseguir a los independentistas y a Podemos. Preguntaron a Pablo Echenique si Robles tenía que dimitir. “Tienen que rodar cabezas”, respondió, porque es “inevitable” que alguien asuma responsabilidades políticas. En Podemos, le tienen muchas ganas a la ministra desde hace tiempo.

Pere Aragonès no tenía que guardar las apariencias. Reclamó directamente la dimisión de Robles. En el Parlament, había explicado la situación en estos términos: “No puede ser que el ministro de Presidencia (Bolaños) hable de restaurar afectos y la ministra de Defensa bombardee cualquier capacidad de entendimiento”. No puede ser en teoría. Con Robles, es perfectamente posible.

Resulta discutible que el PSOE lo tenga fácil para defender al CNI –es lo que suelen hacer los gobiernos– y al mismo tiempo mantener la confianza de sus aliados. Sánchez no puede destituir a Robles, porque a fin de cuentas él dice que el CNI no ha hecho nada ilegal. Este jueves se vota el decreto anticrisis –ese que ha hecho posible por ejemplo un sustancioso descuento al llenar el depósito del coche– y el miércoles el voto de ERC y Bildu estaba aún por decidir. Esperaban con mucha atención qué tenía que decir el Gobierno en la sesión de control y se encontraron con un misil guiado por el láser de Robles que les estalló en toda la cara.

La conclusión después del pleno era que sólo una hipotética abstención del PP salvaría el decreto. Una solución hubiera sido enviar a Robles a negociarlo con el partido de Feijóo. Sería una forma de rentabilizar su repentina fama entre los escaños del otro lado.

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