Antonio Martínez, tras medio siglo al frente del Hospital del Juguete: “Antes el regalo de Reyes nos hacía una ilusión tremenda, ahora los niños tienen demasiado”
Una clienta, de unos sesenta años de edad, entra por la puerta y saca un viejo tiovivo de una bolsa de plástico. Se lo regaló su hermana hace más de treinta años y quiere que sus nietos sigan jugando con él. Al otro lado del mostrador, detrás de una mampara de plástico que hace unos meses era inexistente, la recibe Antonio Martínez (Madrid, 1953). En la época del consumismo y del usar y tirar, el timbre de su tienda no ha dejado de sonar. Estos días, algunos nostálgicos, como Isabel, llegan hasta allí para rehabilitar aquella muñeca, cochecito o locomotora antigua que les regalaron un 6 de enero de hace muchos años y que guardan con especial cariño. “Vienen algunos padres con sus hijos porque quieren que utilicen los juguetes a los que ellos jugaban de pequeños”, explica mientras observa detenidamente el tiovivo a través de sus gafas de pasta. “Falla el engranaje de las piezas”, diagnostica.
Antonio lleva cincuenta años dedicándose a reparar juguetes de todo tipo, un oficio que heredó de su padre: “Estos meses, como consecuencia de las muertes que ha traído consigo la pandemia está viniendo mucha gente que ha heredado casas y se encuentra muñecos antiguos que quieren arreglar o vender”. Desde su particular “hospital” en el barrio madrileño de Pacífico, y habiendo superado dos crisis, este artesano ha sido testigo de cómo hemos cambiado con el paso de las generaciones. “Muchas veces digo que cualquier tiempo pasado fue mejor porque las pantallas han provocado que los niños ya no jueguen… Ahora tienen más juguetes, pero no les hacen tanto caso”. El mejor regalo de Reyes que recuerda haber tenido él fue un futbolín electrónico: “Estuve pidiéndoselo a mis padres durante tres años. En aquella época, cualquier cosa nos hacía una ilusión tremenda. Ahora no, los niños tienen cientos de regalos en cualquier momento. Es demasiado”.
En Madrid, y en toda España, no hay muchos talleres ni tiendas como la suya, especializada exclusivamente en el arreglo de juguetes. Eso le hace único. También su amor y devoción por ellos. Sus juguetes favoritos —y también los más complicados de reparar— son los autómatas, como una muñeca de varias caras que descansa sobre su mesa de trabajo y a la que le quedan un par de retoques antes de recibir el alta. Él, sin embargo, ni siquiera se puso de baja cuando fue diagnosticado de un cáncer de colon. Cada tarde, tras las sesiones de quimioterapia en el Gregorio Marañón, y a pesar del cansancio y el malestar que le provocaban, abría su “hospital”, se ponía la bata de “médico” y empezaba a operar. “Ha habido veces que no me he dado cuenta y que me ha llamado mi mujer a las diez de la noche diciéndome que 'si no pienso ir a cenar'. Para mí, los juguetes son como un veneno. Te lían, te lían... y no te das cuenta”, reconoce con una sonrisa.
Ha pasado toda su vida entre soldaditos, caballos de madera, coches de hojalata y Nancys… Desde que era un niño y ya desmontaba los juguetes que le regalaban para descubrir lo que tenían dentro. Cincuenta años después, lo sigue haciendo. Todo para devolverles la vida y evitar que se queden olvidados en el baúl de los recuerdos.
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