Siempre he sido muy urbanita. Adoro el olor a asfalto por la mañana, que diría un surfero beligerante. Cuando volvía de vacaciones con mis padres, al entrar a Zaragoza, bajaba la ventanilla y escuchaba el tráfico de la ciudad. Eso era música y no lo que salía del Mediterráneo. Puede ser cuestión de gustos o puede que los pueblos no sean un buen lugar para discapacitados. Como la zorra del cuento, que decía que las uvas no estaban maduras cuando en realidad no alcanzaba a morderlas, yo también digo que prefiero la ciudad.
Hace unos meses estuve un fin de semana en Yésero, en la provincia de Huesca. Por la mañana nos revolcamos por la nieve, pasamos la frontera para comer en un restaurante de montaña y a la tarde-noche paseamos por el pueblo. Precioso, encantador... Se respiraba aire puro y se veían las estrellas. Pero mis amigos acabaron baldados de empujar la silla de ruedas. Venga cuestas y cuestas. En algún momento, tuvimos que dar un largo rodeo para no subir escaleras. Las calles, por supuesto, empedradas y ni un solo rebaje en las aceras. Apenas estuve 24 horas. ¿Cómo sería vivir allí? ¿Qué hará un joven retrón o, más probable, un anciano con problemas en las piernas? Me lo puedo imaginar.
Conozco a una retrona que vive en un pueblo cerca de Zaragoza. Para venir a la ciudad, depende de su hija porque no puede coger el regional. Resulta que el servicio Atendo de Renfe funciona de maravilla pero, claro, sólo en las estaciones en la que opera. Y aunque en Zaragoza podría bajar, no hay nadie para ayudarla a subir al inicio del recorrido. Cada día veo cerca de mi casa una fila enorme de gente frente a un autobús. Van a un pueblo a pocos kilómetros de aquí; harán el trayecto varias veces por semana (o tal vez cada día). ¿Está adaptado? Me temo que no.
Un pueblo es un buen lugar para estar tranquilo, pasear, tal vez cazar o pescar… Personalmente, echo en falta cines, tiendas, bullicio, aceras anchas, buenos rebajes, calles asfaltadas y no empedradas, más casas accesibles… También hospitales y ortopedias. Los retrones solemos visitarlas con cierta frecuencia; si vives en una ciudad, no necesitas tirar de ambulancia o familiares que te lleven en coche.
Todos hemos visto cómo en las grandes ciudades el precio de los pisos se disparaba y los jóvenes nos teníamos que ir a las afueras, a pisos de protección oficial en bloques recién construidos. Madrid y Barcelona lo experimentaron hace mucho; en Zaragoza el proceso ha sido relativamente reciente. A la hora de comprarme piso, ni me planteé imitar a muchos de mis amigos y compañeros de trabajo, que necesitan el coche para ir al centro. Si eso sucede en una urbanización, ¿cómo se apañan los que viven en pueblos?
Un estudio realizado por la Red Círculos, que aglutina 21 entidades para discapacitados de Castilla y León y La Rioja, lo deja claro: si eres retrón y vives en el medio rural, te falta acceso a educación, salud, ocio... También el CERMI comparte estas conclusiones.
Para terminar, creo que un sitio pequeño saca lo mejor y lo peor de las personas. En un pueblo hay cercanía, confianza, solidaridad entre vecinos, ese conocerse todos… Pero también falta de anonimato. El diferente no puede ocultarse. A Pablo y a mí nos tienen bastante fichados en Zaragoza; no quiero imaginar lo que sería en un lugar de 15 mil habitantes.
Pienso en Ana María, la chica que entrevisté la pasada semana. Vivía en un pueblo y sus compañeros se burlaban de ella en el instituto. En Zaragoza, tal vez hubiera podido cambiar de centro o buscar amigos de otra zona... Pienso también en La cinta blanca, de Michael Haneke. Para mí, no habla del nazismo sino de la brutalidad a la que podemos llegar las personas en ciertos entornos. En Barcelona, yo soy invisible. En Alcañiz, no. Si caigo bien, perfecto. Si no... mi vida puede ser un infierno. ¿Exagero? No creo. Sólo hay que preguntar a los gays que han nacido o viven en sitios con pocos habitantes. O recordar que existe el tonto del pueblo, pero no el tonto de la ciudad.