La justicia medieval inglesa prefería asesinos antes que ladrones de pan

Aunque no hubiera violencia, robar se entendía como una afrenta moral al equilibrio de la comunidad

Héctor Farrés

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En la Inglaterra medieval, los ladrones no solo robaban bienes. Robaban también la confianza de sus vecinos, la armonía del vecindario y el delicado equilibrio de una comunidad que funcionaba gracias al control mutuo. El hurto, más que una infracción, era una grieta moral.

El sistema legal consideraba que, a diferencia de otras conductas violentas, robar requería intención, planificación y, sobre todo, una disposición interior que se alejaba del ideal de convivencia. Por eso, aunque no corría sangre, un robo podía activar más mecanismos punitivos que un homicidio. Y así se llegó a que robar una hogaza de pan tuviera más consecuencias que matar a un hombre.

Los asesinos solían tener más suerte frente a un jurado comprensivo

En muchos juicios por asesinato, el desenlace estaba más cerca de la compasión que de la justicia. Las ejecuciones eran la pena teórica, pero las cifras muestran otra realidad. Según el profesor Manuel Eisner, entre el 90 y el 95 % de los acusados de homicidio terminaban absueltos en los tribunales. A veces, esa absolución llegaba aunque la culpabilidad estuviera asumida, porque el jurado valoraba otros factores, como la reputación del acusado o las circunstancias del crimen.

Entre los motivos más repetidos para justificar una muerte estaban las disputas por lindes, las discusiones en una taberna o los conflictos vecinales. En ese contexto, el asesinato podía percibirse como una consecuencia desafortunada de un enfado pasajero. Eisner explica en el pódcast de HistoryExtra que, para muchos jurados, “el homicidio se veía como algo que resultaba de un conflicto que se intensificaba sin intención previa”.

En cambio, la percepción del robo iba por otro camino. El simple hecho de planearlo implicaba una carga moral que no se perdonaba con facilidad. No se trataba solo del objeto sustraído, sino del acto mismo de engañar y traicionar la convivencia. Eisner apunta que “robar algo se consideraba principalmente un crimen maligno porque requería intención de hacer daño”.

Eso explica por qué los ladrones eran tratados con más dureza que los asesinos. Mientras un homicida podía marcharse del tribunal sin pena alguna, alguien acusado de hurtar grano, ropa o ganado - sobre el papel menos grave que arrebatar una vida - tenía más probabilidades de acabar en la horca. Además, los ladrones solían ser personas con pocos vínculos comunitarios, lo que dejaba a los jurados sin motivos emocionales para protegerlos.

La cárcel podía ser aún más letal que la horca en la Inglaterra medieval

No solo los veredictos reflejaban esa visión. Muchos acusados de asesinato jamás llegaban a ser juzgados porque se daban a la fuga en cuanto eran señalados. Se convertían en forajidos, abandonaban sus tierras y buscaban comenzar de nuevo en otra aldea. Esa vía de escape no estaba tan abierta a quienes robaban, porque su crimen, al ser considerado deliberado, solía perseguirse con más insistencia.

Además del ahorcamiento, había otro destino peligroso: la prisión. No hacía falta una condena formal para que la justicia medieval acabara con una vida. Bastaba con ser acusado y encerrado en una celda. Las condiciones de las cárceles eran tan insalubres y hacinadas que muchos morían antes de ver a un juez. Eisner señala que “cada año morían entre seis y diez presos en las cárceles de Londres”.

El contraste entre el trato al ladrón y al homicida pone de relieve una lógica que hoy resulta extraña: se castigaba más la premeditación que la violencia. Lo que más inquietaba no era que alguien perdiera los nervios en una pelea, sino que alguien cruzara la línea con plena conciencia. En esa época, un impulso podía tener disculpa. Un plan, no.

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