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The Guardian en español

OPINIÓN

El Gobierno de EEUU sigue sin proteger a los ciudadanos negros un siglo después

Un manifestante es arrestado este 31 de mayo en una protesta en Los Ángeles por el asesinato de George Floyd

Carol Anderson / Carol Anderson

Profesora de estudios afroamericanos en la Universidad Emory —

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En 1919, cuando los soldados regresaron de la Primera Guerra Mundial, muchos estadounidenses blancos vieron por primera vez a afroamericanos en uniforme militar. El desafío al orden político, social y económico que representaba esa imagen fue percibido por muchos como una amenaza. Por todo el país salieron grupos de blancos armados para perseguir y masacrar a cientos de personas negras. Se conoce como el Verano Rojo, por la ola de linchamientos y disturbios raciales que hubo.

La comunidad negra hizo todo cuanto pudo por defenderse sin protección estatal. En algunos casos, la policía participó activamente en los linchamientos. Fue en esa época cuando el fiscal general de EEUU, A. Mitchell Palmer, dijo que había radicales de izquierda detrás de los levantamientos, una acusación falsa que hizo peligrar aún más las vidas de los afroamericanos.

Palmer trabajaba para el presidente Woodrow Wilson, un ferviente segregacionista que proyectó en la Casa Blanca la película de 1915 Birth of a Nation [en la que los afroamericanos son representados como personas poco inteligentes y sexualmente agresivas] y que elogió al Ku Klux Klan en una época en que usaba el terrorismo para que los negros no votaran.

Wilson no dijo ni hizo nada cuando los blancos masacraron a los afroamericanos en el este de San Luis (Illinois) en 1917. Tampoco en 1919, cuando volvieron a matar a los negros, esta vez a una escala más horrorosa y espeluznante. Ahora bien, cuando los afroamericanos se defendieron y protestaron, cuando dejaron claro que no aceptarían ser destruidos sumisamente, Palmer movilizó el poder del gobierno federal para calificar a los disturbios provocados por negros como obra del enemigo del Estado, los comunistas.

En su versión de paz sin justicia, Palmer ignoró el destructivo y violento supremacismo blanco que el presidente había ayudado a desatar, permaneció inalterable ante la descarada y evidente matanza contra los afroamericanos, y no mostró ningún reparo por un sistema de justicia penal donde ser negro implicaba una presunción de culpabilidad.

Más de 100 años después, el actual fiscal general, Bill Barr, tampoco parece ver la injusticia tras los brutales y despiadados asesinatos de George Floyd, Ahmaud Arbery y Breonna Taylor; por no hablar del incidente en el que una mujer blanca intentó poner en el punto de mira de la policía de Nueva York a un aficionado negro a la ornitología.

El comportamiento de Barr resulta muy parecido al de Palmer. Igual que su predecesor, el actual fiscal general ha pasado por alto en gran medida el asesinato ininterrumpido de personas negras a manos de agentes de policía y de vigilantes. También ha olvidado las causas fundamentales de los actuales levantamientos: el rechazo absoluto por parte de las instituciones estadounidenses a abordar la violencia y el resto de condicionamientos que arrinconan a los afroamericanos a una vida en la que no se puede respirar.

En vez de eso, Barr ha optado por centrarse en lo que él llama disturbios y “terrorismo doméstico”. Imitando a Donald Trump, y sin una sola prueba, ha responsabilizado del estallido social a “radicales de extrema izquierda, que utilizan tácticas similares a las de Antifa [el movimiento antifascista estadounidense], muchos de los cuales viajan desde fuera del estado para promover la violencia” y ha dicho que perseguirá a estos antifascistas (en su mayoría, inexistentes). En diciembre, Barr había llegado a decir que las comunidades que se atrevieran a protestar contra la brutalidad policial podían “encontrarse sin la protección policial que necesitan”.

Trump, por su parte, ha llamado “matones” a los manifestantes y ha amenazado con la posibilidad de que los ciudadanos estadounidenses reciban disparos y sean atacados por “perros rabiosos”. El domingo publicó en Twitter que el movimiento Antifa sería catalogado como una “organización terrorista”.

Extrañamente, Barr y Trump no fueron igual de amenazantes cuando un grupo de hombres blancos armados asaltó el Capitolio de Michigan desafiando a las fuerzas del orden y provocando el cierre de la sesión legislativa. Para Trump, estos hombres blancos armados eran “muy buenas personas”.

A pesar de las amenazas y fanfarronadas, del humo y del juego de espejos, es evidente todo lo que el Departamento de Justicia de Trump ha hecho –o todo lo que no ha hecho– para traernos hasta este momento terrible. Ha dejado de aprovechar los arreglos legales entre el Departamento y los gobiernos locales como una herramienta para reformar las fuerzas policiales con historiales demostrados de brutalidad y discriminación. Se negó a recolectar y controlar los datos que le permitirían identificar patrones de mala actuación policial y zonas problemáticas para instalar mecanismos de protección.

Y, no menos importante, no ha hecho nada por fortalecer el derecho al voto de los ciudadanos para que puedan elegir a representantes cuyas políticas protejan sus vidas. En lugar de ello, el Departamento de Justicia de Trump ha prestado su apoyo a las fuerzas conservadoras de Alabama decididas a mantener a los afroamericanos lejos de las urnas durante la pandemia.

Igual que en 1919, estamos en unos EEUU donde los negros y toda la gente de piel oscura tiene que salir a la calle para exigir sus derechos porque las instituciones democráticas no los están protegiendo. Estamos en 2020 y grandes franjas del poder ejecutivo, legislativo y judicial, tanto a nivel federal como estatal, han abandonado a millones de ciudadanos estadounidenses.

¿Cómo es posible, si no, que dos fiscales de distrito de Georgia vieran el vídeo del linchamiento de Ahmaud Arbery y decidieran que no había delito, aunque la propia grabación contradijera y socavara las declaraciones de los asesinos confesos? ¿O por qué ha hecho falta la grotesca grabación de la muerte de George Floyd para preguntarse si un agente sobre el que ya pesaban 18 quejas podía seguir siendo policía para hincar su rodilla durante más de ocho minutos sobre el cuello de un hombre en el suelo?

¿O cómo se explica si no que Christian Cooper fuera perfectamente consciente de que era su vida lo que estaba en juego si no grababa a la mujer que lo acusaba injustamente en una actuación para el 911 (teléfono de emergencias en EEUU) digna de Broadway? ¿Por qué hicieron falta protestas, movilizaciones, y la atención de los medios para abrir investigaciones de los asesinatos de Kathryn Johnston, en Atlanta; Aiyana Stanley-Jones, en Detroit; y Breonna Taylor, en Louisville, después de que la policía irrumpiera en sus casas con órdenes judiciales que les permitían entrar sin llamar?

Hay algo roto en la sociedad y las instituciones estadounidenses, tan roto que la decencia mínima y unos requerimientos básicos de justicia no forman parte del código de funcionamiento. La justicia debería ponerse en marcha sin necesidad de la atención de los medios. La justicia no debería requerir un levantamiento.

Por supuesto, la reacción normal cuando se arma un revuelo porque la policía mata a afroamericanos es hablar sobre cómo los negros se matan entre sí. esa respuesta preenvasada no tiene en cuenta que más del 80% de los blancos también son asesinados por otros blancos, el mismo porcentaje que entre los negros. Eso sí, nadie se preocupa ni busca una patología detrás de los crímenes de blancos contra blancos porque el debate de los afroamericanos matándose unos a otros no nace de la preocupación por los negros sino que es un truco de prestidigitación para desviar la mirada y dejar de ver la violencia que ha caído sobre los negros, institucionalizada y respaldada por el Estado.

Igual que Palmer y Wilson en su época, eso es lo que Barr y Trump están intentando ahora cuando hablan de instigadores Antifa y de extremistas de izquierda: distraernos de una violencia respaldada, o perdonada, por el Estado.

Lo que los negros hicieron en 1919 para lidiar con una estructura política absolutamente hostil a su mera existencia es exactamente lo que debemos y vamos a hacer ahora. “Tramar, planificar, diseñar estrategias, organizar y movilizar”, como dijo el rapero Killer Mike.

Y también vamos a votar. Así es como conseguiremos el nombramiento de un fiscal general al que le horrorice la profanación de los derechos básicos de ciudadanos estadounidenses, un fiscal general capaz de poner fin a esa violencia de un solo lado. Así es como tendremos políticos, jueces, senadores, fiscales de distrito, consejos escolares, representantes del congreso y del estado, alcaldes, concejales, gobernadores, y sí, también un presidente, que sí lo sepan: #BlackLivesMatter

Carol Anderson es profesora de estudios afroamericanos de Carles Howard Candler en la Universidad Emory (Atlanta) y autora de White Rage: The Unspoken Truth of Our Racial Divide

Traducido por Francisco de Zárate

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