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Trump va a por todas y con los suyos detrás

Trump anuncia que deportará hasta tres millones de inmigrantes con antecedentes

Carlos Elordi

El reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel ha provocado desolación en la mayoría de las cancillerías del mundo. No sólo porque ese anuncio puede llevar a Oriente Medio a un nuevo estallido de consecuencias imprevisibles, sino porque la decisión de Donald Trump supone el desprecio absoluto a la diplomacia como vía para la resolución de conflictos. El presidente norteamericano ha hecho oídos sordos a todas las peticiones que había recibido para que no hiciera ese reconocimiento, incluida la del papa Francisco. Porque para él lo único importante es el cumplimiento de su programa y mantener el apoyo de la gente que le ha votado. Y según todos los indicios lo está consiguiendo plenamente.

En menos de un año Trump se ha hecho con las riendas de la situación política norteamericana. Desmintiendo sin paliativos a quienes le pronosticaban que iba a durar muy poco o que un “impeachement” lo sacaría de la Casa Blanca, ha superado sus momentos más difíciles, sus récords históricos de impopularidad y ha conseguido un éxito decisivo: el de atraerse hacia sus posiciones al Partido Republicano, cuyas mayorías en ambas cámaras parlamentarias le apoyan ahora sin mayores dudas.

Ese, y el alejamiento de un proceso por eventuales conexiones con el Kremlin ruso durante su campaña electoral de hace un año, han sido los dos activos que le han permitido lanzarse a cumplir puntualmente con todos los puntos de su programa, que a muchos pareció sólo una fantasía demagógica pero que está convirtiéndose en una realidad que va a cambiar el panorama de las relaciones internacionales. O lo que sería peor, que podría precipitar al mundo a un escenario de inestabilidad y quien sabe si incluso de conflicto abierto.

El reconocimiento de la capitalidad de Jerusalén, que ha indignado hasta a un socio tan fiel de Estados Unidos como Arabia Saudí, es la última de una serie de medidas rupturistas de gran alcance que el gobierno norteamericano ha adoptado en los últimos meses. Primero fue el abandono del acuerdo de libre cambio trans-pacífico que ha colocado a la diplomacia asiática en una situación de absoluta incertidumbre y que puede obligar a China a endurecer su política en todos los frentes internacionales. Luego se bajó del acuerdo de París sobre el clima, dejando la lucha contra el cambio climático prácticamente en el aire.

A eso siguió su alejamiento del pacto sobre el sector nuclear iraní, descolocando a la diplomacia europea y la rusa y añadiendo nuevo fuego a uno de los conflictos más inquietantes del panorama mundial. Y últimamente han llegado dos nuevas iniciativas norteamericanas de gran calado. Una es el alejamiento casi total de la Organización Mundial del Comercio por parte de Washington. La otra es el abandono del pacto mundial sobre la gestión de la migración y de los refugiados firmado en la ONU.

Todas y cada una de esas decisiones figuraban en el programa electoral de Trump y responden a su lema “Norteamérica es lo primero”. No ha engañado a nadie, sólo a los que creían que no se iba a atrever a tanto. Por voluntad del nuevo presidente, Estados Unidos sólo mira por sus propios intereses. Ha dejado de ser un mediador en los conflictos internacionales, una referencia a la hora de hacer frente a los grandes conflictos el mundo. Que los demás se las compongan como quieran y como puedan. Ese panorama es totalmente nuevo, revolucionario en el sentido que Trump da a ese término.

Y quienes le votaron le apoyan sin ambages en todos y cada uno de los puntos de esa política. No ha caído en los sondeos de intención de voto, otra cosa son sus índices de popularidad. Acaba de superar una dura prueba en ese terreno. Su reforma fiscal, que finalmente ha sido aprobada por la mayoría republicana del Senado (en breve lo hará la de la Cámara de Representantes) podía haber generado críticas entre aquellos sectores, no precisamente pequeños, de su electorado que forman parte de la Norteamérica más golpeada por la crisis. Porque está destinada claramente a favorecer a las empresas y a los más ricos.

Pero eso no ha ocurrido. Trump ha dicho a su gente que ese nuevo enriquecimiento de los más pudientes terminará redundando en beneficio de todos, por vía del mayor consumo. Y parece que le han creído. Cuando menos los sondeos no se han resentido. Aunque a ello ha contribuido también, y mucho, un recrudecimiento de las campañas y de las intervenciones personales del presidente vía Twitter -un medio que Trump utiliza cada día sin consultar a la nadie- que abundan en el malestar por la inmigración, por el islamismo, por todo lo extranjero que tan fuertemente sienten sus votantes, a los que se les ha vendido la idea de que Estados Unidos es víctima de toda suerte de males de los que podría librarse si emprendiera una vía autónoma que solo tuviera en cuenta sus intereses en el mundo.

La fórmula de Trump no presenta, por tanto, fisuras y está funcionando. Por ahora. Sólo una reacción exterior podría ponerla en dificultades. Una reacción contra sus mayores empresas que dominan bastantes de los mercados cruciales del mundo. O una reacción contra sus iniciativas políticas en el panorama internacional.

Pero nada de eso se atisba en el horizonte. Porque no está ni se le espera y ni Rusia ni China están por la labor. Moscú incluso no desprecia las oportunidades de entenderse con Washington. Y Pekín se contiene porque sabe que China es el rival número uno de los Estados Unidos y aunque se prepara por si algún día las cosas se ponen feas, hoy por hoy no quiere provocar nada. Lo cierto es que tampoco, y hasta el momento, Trump ha dado pasos que obligarían a reaccionar a sus mayores rivales. Pero no está dicho que eso vaya a ocurrir siempre. ¡Ah! Y todo indica que el presidente se presentará a la reelección en 2020.

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