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La sombra del actor: una pesadilla universal

Cartel promocional de "La sombra del actor"

Rubén Lardín

En 1981, cuando todavía le esperaban veinte años de existencia terrenal, Vittorio Gassman iba cerrando su libro de memorias, Un gran futuro a mis espaldas, con la gratitud de que le hubiera sido concedida una buena cantidad de experiencias, tantas como para colmar una vida entera, “si no fuera por la característica mecánica del dispositivo humano, que cuantos más años consume, más querría consumir”.

Al Pacino, que tiene en común con Gassman el haber encarnado a aquel militar ciego y rijoso de Giovanni Arpino que se dejaba guiar por el perfume de mujer, interpreta ahora a Simon Axler, un famoso y veterano actor que bien pasados los sesenta sufre un bloqueo, pierde convicción y facultades, deja de reconocerse en su profesión y depone su talento a la espera de entender si lo que le está ocurriendo es una fase pasajera, una debilidad de tercer acto o una coda impertinente a su extinción. El curso de los acontecimientos quedará suspendido o tal vez tomará carrerilla cuando llame a su puerta la joven Pegeen, a la que Axler vio nacer hija de un matrimonio de viejos amigos, también actores. Pegeen llega con equipaje de lesbiana, el físico ordinario de Greta Gerwig y las intenciones al aire.

La sinopsis puede sonar a más cine rancio o a enésimo canto de cisne. La suspicacia es comprensible en estos tiempos en que, apelando a un espectador que responde muy bien a romances otoñales en El Cairo, comedias dramáticas de conciliación familiar, biopics de molde o cine social con recado palmario, la cartelera ha envejecido mucho sus argumentos. Los jóvenes en general, y salvando la cita con el blockbuster que corresponda, ven cada vez menos cine en salas porque están viendo series en casa, como las viejas, de ahí que en la cartelera abunden productos para un público de edad avanzada y rutinas –ya– inmemoriales. Pero La sombra del actor, sin dejar de ser una película que transcurre en el descuento, alcanza más relevancia que cualquiera de esos títulos coyunturales, de entrada porque en ella concurren algunos viejos de solvencia. El primero Philip Roth, que entrega para la adaptación su novela crepuscular La humillación.

Viniendo de Roth, sobra decir que no falta aquí el lamento del macho resistente a la avería, pero La sombra del actor va más allá para hablar muy seriamente de la desaparición progresiva de un hombre. En ella, los temores recurrentes del actor que olvida sus textos, que no encuentra la salida al escenario, es incapaz de cautivar al público y deja de recibir ofertas estimulantes se formulan como miedos embajadores de la pesadilla de todos: perder el dominio de uno mismo.

¿Qué sucede cuándo pasas los 60 y parece que tu carrera está acabada?

Amparado en su medio siglo de oficio, el director Barry Levinson (Rain Man, Sleepers, La cortina de humo) lanza cabos hacia el ensayo, pequeñas digresiones que funcionan como respiraderos, y aunque no acaba de templar la película como espectáculo consigue hacer de ella una pieza existencialista que supera en reflexión y honestidad a falacias peripuestas como Birdman, con la que a golpe de vista podría emparentarse. El mérito es en gran parte de un guión que firma el mismo Levinson (al menos técnicamente, no así en la práctica por malentendidos con el Gremio de Escritores de América) junto a una pareja atípica: Buck Henry, octogenario detrás de clásicos como El graduado o ¿Qué me pasa, doctor?, y Michal Zebede, veinteañera que aquí estrena crédito. Juntos logran un texto muy audaz en los recursos de adaptación, que suaviza los pasajes sexuales de la novela pero amplifica su discurso en soliloquios de piano mareado y clarinete burlón que cristalizan en tragedia jubilosa, que es lo que son siempre las mejores comedias.

El resto es cosa de mirar a Al Pacino abandonarse a esa gestualidad suya y sabida de estar conteniendo imperios, disfrutar a Greta Gerwig funcionando como mejor funciona, con la cara lavada, y celebrar las intervenciones de Dianne Wiest, Dan Hendaya y en particular Nina Arianda, que pilota un personaje secundario encargado de subir el bizcocho de la película.

En una escena que no existe en la novela, Pacino, quien mañana sábado cumple 75 años y todavía se despeina con aparato y tormenta, insiste en que está determinado a no actuar nunca más y le sugiere a su agente que le consiga una oferta para escribir sus memorias. Por desgracia, nadie parece tener demasiado interés en las memorias de alguien que ha mantenido una carrera firme, honorable y relativa. Con lo bonito que resulta siempre observar a un hombre atrapado en su propia biografía.

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