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Dos kilómetros de Egeo: la distancia que nadó Nadym para buscar refugio en Europa

En uno de sus asiduos paseos con bicicleta, Nadym se relaja nadando en el lago de Weissensee. Nadym procede de Latakia, una localidad costera donde su padre le enseñó a nadar. Desde entonces, ha sentido una conexión especial con el agua. | FOTO: María Contreras Coll.

Sofía Català Vidal / María Camila Ardila

Berlín —

Nadym se pasa de mano en mano un peluche de Nemo idéntico al que tenía en su ciudad natal, Latakia, al sur de Siria. Su viaje hacia Alemania, empezó cuando decidió que la guerra de Siria ya no le concernía. Desde un primer momento supo que quería llegar a Alemania y que para ello tendría que ingeniárselas. La vía más segura que encontró para llegar a territorio europeo fueron los 2,1 kilómetros de mar Egeo que separan la provincia turca de Anatolya de la isla griega de Kastellorizo. Los cruzó nadando.

Lo más fácil fue llegar a Mersin, ciudad del sur de Turquía. Nadym explica, hoy como refugiado en Berlín, que lo hizo de forma legal, en avión. Desde allí subió a Estambul, donde residía su primo y centró sus esfuerzos en aprender turco y encontrar un trabajo. Acabó alquilando y vendiendo pisos en una inmobiliaria, aunque en Siria había estudiado ingeniería civil y algunos cursos de arquitectura. “Recibía un salario mensual de 300 dólares, 100 eran para la cama, porque es tan caro que no me llegaba para una habitación, 120 para el transporte y el resto para comer”.

Después de seis meses decidió probar suerte y cruzar a pie la frontera entre Turquía y Grecia a través de la ciudad de Edirne. A escondidas, porque los refugiados no tienen manera de cruzar de manera regular. “Si cruzaba esta frontera solamente tenía que caminar, no tenía que arriesgar mi vida en el mar o pagar miles de euros para alquilar un trozo de bote que estaba hecho máximo para 20 personas y sería usado para 50”. Por si el plan no salía bien y tenía que volver a Estambul, pidió un fin de semana libre en el trabajo. Si lo lograba, llamaría desde Grecia para renunciar.

La policía le impidió el paso en la frontera, así que sus planes tuvieron que esperar. Tras barajar todas las opciones posibles para alcanzar suelo heleno, Nadym llegó a la conclusión de que era más fácil y seguro cruzar a nado. Lo planeó junto a un chico de su misma ciudad que conoció en la frontera entre Grecia y Turquía. Bajarían a Anatolya y nadarían desde la ciudad de Kas (Turquía) a la isla de Kastellorizo: “Cuando estás de pie en la costa es posible ver la isla con tus ojos, ves tu objetivo”, recuerda.

“Compré un flotador, de estos especiales para los niños. Dentro de una bolsa resistente al agua puse todas mis cosas: mi teléfono, una camiseta y unos pantalones”. Nadym enseña una de las bolsas que utilizó, en la que ahora guardan sus papeles de asilo. “Metí la bolsa dentro de otra, lo envolví todo muy bien y lo puse en el flotador, lo até con una cuerda de unos tres metros y me lo ligué al cuerpo”. También llevaba un par de aletas de nadador para llegar más rápido y unas gafas de buceo que ahora cuelgan del cabezal de su cama.

Tras dos horas y media en las que sus cuerpos combatieron las olas, el cansancio y el riesgo a que algo se escapara de sus previsiones, consiguieron su objetivo. “Los tigres lo han logrado”, dijo Nadym a su madre por teléfono tras pisar suelo europeo.

Rumbo a Alemania

Una vez en Kastellorizo, Mónica, una alemana de Hanover residente en la isla conocida por ayudar a los refugiados, les dio ropa, zapatos, comida y les indicó dónde podían dormir por poco dinero. Desde allí, cogieron un ferry a Atenas y, a partir de entonces, fueron de frontera en frontera. Los gobiernos de los países de tránsito no habían cerrado en ese momento sus puertas al paso de demandantes de asilo. De Grecia a Macedonia, de Macedonia a Serbia, de Serbia a Hungría, de Hungría a Austria. Nadym se separó en este punto de su amigo y siguió por su cuenta el trayecto hacia su ciudad en la actualidad: Berlín.

El refugiado formalizó su solicitud de asilo en la capital alemana. Primero, las autoridades le llevaron al campo de refugiados Messe Süd, donde había alrededor de 2.000 personas. La vida allí “es solamente una vida temporal, de hecho se acerca a la cárcel, por supuesto se puede entrar y salir cuando uno quiere, pero no es nada bueno. Allí enfermé, la comida era muy mala. Dormíamos 20 personas en la misma habitación, a veces 15, mínimo 10, pero no teníamos ningún tipo de privacidad”.

Tras tres meses, dejó Messe Süd por otro campo, instalado en un pabellón de baloncesto. Compartía espacio con unas 200 personas, sin paredes entre las camas, con sus pertenencias alrededor. “Se podría decir que pasé un buen rato allí, aunque nunca me quedaba demasiado tiempo”. Aquí hace un pausa, abre los ojos y reconoce que “en algunos puntos fui afortunado”, pero también destaca su perseverancia. “Siempre pienso que cuando quieres conseguir algo lo consigues, depende de tus habilidades, o de tu sonrisa”.

Ese último recurso fue el que utilizó para abandonar los centros del gobierno. “Si os gusta esta cara bonita por favor ayudadme a encontrar una habitación”, dijo para cerrar un vídeo en el que pedía alojamiento, colgado a través de Facebook.

De nuevo, tuvo éxito. Ahora comparte piso con un chico alemán en el conocido como el barrio árabe de Berlín, Sonnen Allee. Por fin, siente que está en el lugar donde quiere estar. “Nos dan 400 euros para alquilar casa y 360 euros para comprar lo que necesitamos, nos dejan descansar, estudiar, ser legales, ¿qué más necesito? Creo que nada, es perfecto”, dice del sistema alemán de asilo.

Los ataques a las políticas de asilo lideradas por Angela Merkel y la recepción de más de un millón de refugiados durante el pasado año en el país germano viven un nuevo episodio de apogeo tras los últimos ataques en el país: dos de ellos fueron cometidos por dos demandantes de asilo y reivindicados por el ISIS. El gobierno ha pedido no asociar estos dos actos con los cientos de miles de refugiados acogidos en el país.

El ingeniero civil ha encontrado en Berlín su lugar. Le encanta el espíritu de la ciudad, las fiestas en la calle, la simpatía de la gente y salir a pasear en bici. Es consciente de que escogió el mejor momento para hacer el viaje, entre septiembre y octubre de 2015, cuando, en sus palabras, “la atmósfera en Europa seguía bien para acoger más refugiados”.

“Los alemanes son personas muy solidarias”, responde sobre por qué cree que Alemania ha acogido a ese número de refugiados. También es consciente de que su historia sería muy diferente si viniera acompañado de una familia con hijos; en cambio, es un joven con formación y ganas de trabajar. Nadym confía en que no se agote su suerte.

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