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Monjas de Belén rezan ante el muro israelí “para derribarlo”

Ana Garralda

Pasan pocos minutos de las cinco y media de la tarde del viernes. Ya ha oscurecido y hace frío en el paso fronterizo llamado “300” en la jerga militar, el acceso más transitado para desplazarse entre Belén y Jerusalén. Ambas ciudades, situadas a menos de 10 kilómetros de distancia la una de la otra, están aisladas entre ellas por el muro de hormigón que Israel empezó a construir a mediados de 2002, en el momento álgido de la Segunda Intifada, tras una oleada de atentados perpetrados por palestinos llegados desde Cisjordania.

Bajo la atenta mirada de soldados israelíes, los vehículos van cruzando uno a uno dejando a su paso el estridente sonido metálico que producen los neumáticos al pasar por encima de las barras de hierro, coronadas por pinchos y adheridas al asfalto de la terminal. Cualquier vehículo que sea considerado “sospechoso” o que suponga una amenaza a ojos de los uniformados, verá reventadas sus ruedas por las puntas metálicas si estas se accionan en sentido contrario al de la circulación.

Pero ya superada esta barrera disonante, justo al otro lado de la terminal y en territorio del distrito de Belén, se puede vislumbrar, al final de uno de los muros que nacen a partir de la puerta de entrada y salida del control fronterizo, una de las estampas más chocantes que cualquiera que atraviese la terminal pueda encontrar.

Se trata de un pequeño grupo formado por religiosas franciscanas de Padua –asociadas al Patriarcado Latino de Jerusalén, máxima autoridad católica en Tierra Santa– que rezan frente a una de las paredes del muro de hormigón elevado ocho metros por encima de ellas. Lo hacen acompañadas de varias mujeres sin hábito y algunas voluntarias internacionales de la organización EAPPI (Programa de Acompañamiento Ecuménico en Palestina e Israel).

Monjas y voluntarias caminan pausadamente mientras rezan el rosario, recorriendo el pequeño tramo de pared gris que va desde el control militar hasta el lugar donde se encuentra, grabado sobre el hormigón, un brillante icono dorado de una virgen. Un tramo de pocos cientos de metros del llamado por los palestinos “muro de la vergüenza”, al ser uno de los grandes símbolos de la ocupación israelí de Cisjordania. 

“Venimos aquí en lugar de ir a la iglesia, porque es este muro el que representa la división de los pueblos”, explica la franciscana Donatella. “Le rezamos a la virgen para que acabe con el conflicto y un día este muro sea derribado”, añade en italiano, su lengua materna. 

La controvertida barrera serpentea a lo largo de 700 kilómetros de longitud por ciudades, aldeas o tierras de cultivo, adoptando la forma de hormigón cuando colinda con áreas metropolitanas –como las ciudades de Belén, Qalquilia o Tulkarem–, o de verja metálica cuando limita con áreas rurales. De hecho, el 85% de su trazado actual penetra más allá de la Línea Verde (demarcación previa a la guerra de los Seis Días en 1967), anexionando de facto el 9% del territorio de Cisjordania, según la ONG Betselem.

Desde hace doce años estas religiosas y varios voluntarios, casi siempre internacionales, acuden al mismo punto, el mismo día, sin que prácticamente lo anuncien en ningún sitio. “Nos han contado que vienen aquí para que caiga esta barrera, como en su día cayó el muro de Berlín”, explica C.V., una de las acompañantes de EAPPI que prefiere mantener su nombre en el anonimato.

Sin embargo, algunas de las monjas se remontan más allá. Afirman rememorar con su acción el pasaje bíblico que narra el milagroso derrumbe de las murallas de Jericó cuando los israelitas, guiados por el hebreo Josué y el sonar de las trompetas de sus sacerdotes, conquistaron la ciudad milenaria en su afán por llegar a la Tierra Prometida. “Podría decirse que es algo parecido, sí, pero más de 3.000 años después y justo al revés”, sonríe la franciscana Donatella. 

En sus catorce años de existencia, el proyecto de EAPPI, auspiciado por el Consejo Mundial de Iglesias (WCC, con sede en Ginebra) –compuesto por setenta congregaciones ecuménicas que representan a más de 500 millones de cristianos de todo el mundo– ha llevado a Cisjordania a unos 1.800 observadores de distintos países.

Su objetivo es observar violaciones de derechos humanos en las áreas bajo ocupación, acompañando a las comunidades locales más vulnerables y recogiendo testimonios para después promover en sus países de origen un cambio en la política exterior que conduzca a la resolución pacífica del conflicto.

Los voluntarios cristianos, también deportados

Tanto las franciscanas como los observadores de EAPPI muestran cierto recelo a la hora de hablar con los medios de comunicación y procuran no mencionar la 'palabra maldita': “ocupación”.

Los acontecimientos del último mes lo explican. A comienzos de diciembre una de las personas más destacados del WCC, la teóloga malauí Isabel Apawo Phiri, fue interrogada y posteriormente deportada a su llegada al aeropuerto israelí de Ben Gurión, bajo la acusación de ser una activista del movimiento propalestino BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones).

Esta iniciativa promueve la imposición de sanciones a todas aquellas empresas privadas e instituciones públicas que tengan filiales en los Territorios Ocupados de Cisjordania y Jerusalén Oriental, al estilo de los castigos internacionales que ayudaron a acabar con el apartheid de Sudáfrica.

Desde la Autoridad de Inmigración y Fronteras israelí, dependiente del Ministerio del Interior, se argumentó que “desde 2002 el Consejo Mundial de Iglesias ha promovido el programa EAPPI, cuyos activistas vienen a Israel para promover actividades antiisraelíes”.

En el caso de Isabel Apawo Phiri fue la primera vez que las instituciones israelíes hicieron efectiva la deportación de un extranjero específicamente por supuestas actividades a favor del boicot BDS, aunque las acusaciones vertidas sobre la teóloga Phiri estuvieran en cuestión. Desde WCC aseguran que “son completamente falsas”.

Un muro que sigue construyéndose

En verano el ejecutivo israelí  anunció intensificar la construcción del muro a raíz de la llamada “Intifada de los Cuchillos”, que desde diciembre de 2015 se ha cobrado la vida de más 230 palestinos y una treintena de israelíes. 

Más de cuarenta kilómetros de muro de hormigón o valla electrónica serán construidos en los próximos doce meses en los aledaños de la ciudad de Hebrón, pero también en Beit Jala, en el distrito de Belén, con una de las tasas de violencia más bajas de Cisjordania.

Allí, en el único pulmón verde de la gobernación, decenas de familias de palestinos cristianos no podrán acceder a sus tierras del Valle de Cremisán, en su propiedad desde hace generaciones.

Con el tiempo, “el muro las fagocitará para anexionarlas al territorio de colonias israelíes ilegales circundantes como Gilo o HarGilo”, explica Xavier Abu Eid, portavoz de la OLP y uno de los afectados por la construcción de la serpiente de hormigón. “Así ha venido ocurriendo en el pasado y lamentablemente todo apunta a que estas tierras ya están perdidas”, señala apesadumbrado. 

De poco han servido las protestas de la Iglesia católica, las misas allí celebradas o la década que religiosos y seculares de la zona han estado litigando en la Corte Suprema israelí, paralizando la  construcción, para que la barrera no diseccionara este valle de terrazas agrícolas, olivos y viñas centenarias.

“La única victoria lograda ante la Corte Suprema es que no separaran el convento salesiano del monasterio (ambos en la valle), que finalmente quedaran en territorio palestino, juntos”, comenta. “Pero todos los terrenos privados de las familias están totalmente desprotegidos por la sentencia judicial y será muy complicado llegar a estas tierras”, añade. 

Un muro que augura un futuro poco esperanzador para el distrito de Belén, desde el que observan cómo, poco a poco, mengua su territorio histórico. “La esperanza es lo único que se pierde”, señala la franciscana Donatella. “No sea usted incrédula, mujer”, apunta otra religiosa. “Dichosos los que no han visto y sin embargo creen”, termina. 

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