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Diésel: entre todos lo mataron... y él solo se murió

Paneles informativos de la carretera de circunvalación M-30, en Madrid.

Pedro Umbert

Todo comenzó en París, como tantas revoluciones del continente europeo. El Ayuntamiento de la ciudad mencionó la posibilidad de prohibir la circulación de los coches diésel a partir de 2020 y muchos otros consistorios se animaron de golpe a plantearse medidas similares para atajar la contaminación galopante, comenzando por las restricciones ya vigentes por doquier.

Londres, Berlín, Bruselas, Lisboa, Copenhague y Estocolmo han tomado buena nota de la iniciativa parisina, Madrid y Barcelona pueden dar la sorpresa en cualquier momento y, recientemente, Oslo ha impedido circular a los vehículos de gasoil durante unos días para atajar un episodio puntual de alta contaminación.

Cuando las grandes urbes estaban solo comenzando a maquinar estalló el escándalo que ha trastocado definitivamente la situación, el llamado dieselgate, que ha afectado especialmente al Grupo Volkswagen pero presenta ramificaciones en otros fabricantes, algunas desveladas ya y otras en el limbo de la sospecha.

Mucho se podría decir sobre la responsabilidad de parte de esas administraciones públicas que ahora estudian prohibir (o ven con buenos ojos hacerlo) lo que hace unos años favorecían. En la década pasada nos vendieron los motores diésel como una panacea de bajo consumo y emisiones que la mayoría de los gobiernos incentivó con políticas fiscales que abarataban de manera considerable el gasoil.

En su descargo se podría aducir que eran los tiempos en que el paradigma de la lucha ecologista aún no había virado del efecto invernadero hacia el calentamiento global; es decir, se pensaba todavía que la gran amenaza para el planeta lo suponían los gases de efecto invernadero, entre los que se cuenta el dióxido de carbono (CO2), y son los motores de gasolina los que más lo emiten. Un 20% más que los diésel concretamente.

En ese momento se quiso pasar por alto que la contaminación preocupante de verdad proviene del óxido de nitrógeno y de las partículas de hollín, en las que son campeones los propulsores de gasóleo. Estas últimas, además, son responsables indiscutibles de enfermedades respiratorias y de otro tipo; algunas de ellas, las de diámetro más pequeño, pueden llegar directamente a los pulmones.

Pues bien, con los incentivos de toda clase las ventas de vehículos diésel acapararon en 2010 el 71% de las matriculaciones en España, cuando en 2002 apenas llegaban al 32%. Ahora, con las orejas del lobo bien presentes para la mayoría, ese porcentaje se ha rebajado a menos del 57% el año pasado, y más que seguirá haciéndolo.

No solo las ventas se resienten del acoso al diésel, sino que las propias marcas comienzan a arrinconarlo dentro de su catálogo, si bien todavía con la boca pequeña. Honda, por ejemplo, sugiere que en los próximos años trabajará con particular interés en la tecnología híbrida y de pila de combustible (hidrógeno), y algunos medios internacionales apuntan que podría abandonar el motor de gasoil no tardando mucho.

Mazda daba a conocer hace unos días que más de la mitad de sus coches vendidos en 2016 eran de gasolina. Otros fabricantes no alcanzan estas cifras pero coinciden en la tendencia. No deja de resultar significativo que Volkswagen, origen del maremoto, haya anunciado que eliminará pronto los motores de gasóleo más pequeños y menos potentes de su gama. Quien empieza por lo pequeño suele continuar con lo grande: tardará, como todo, pero la muerte del diésel parece definitivamente a la vuelta de la esquina.

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