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Sobre este blog

Piedras de papel es un blog en el que un grupo de sociólogos y politólogos tratamos de dar una visión rigurosa sobre las cuestiones de actualidad. Nuestras herramientas son el análisis de datos, los hechos contrastados y los argumentos abiertos a la crítica.

Autores:

Aina Gallego - @ainagallego

Alberto Penadés - @AlbertoPenades

Ferran Martínez i Coma - @fmartinezicoma

Ignacio Jurado - @ignaciojurado

José Fernández-Albertos - @jfalbertos

Leire Salazar - @leire_salazar

Lluís Orriols - @lluisorriols

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Sandra León Alfonso - @sandraleon_

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La crucifixión y la democracia

Alberto Penadés

En unas páginas famosas para los que leen este tipo de asuntos, al final de Esencia y valor de la democracia (1920) Hans Kelsen afirma que el episodio de la consulta de Pilato al pueblo para decidir sobre la suerte de Jesús es un magnífico ejemplo del valor de la democracia, no como productora de verdad sino como un procedimiento “transaccional”. De la versión de San Juan dice nada menos que esto: “El relato sencillo pero lapidario en su ingenuidad pertenece a lo más grandioso que haya producido la literatura universal y, sin intentarlo, simboliza de modo dramático el relativismo y la democracia”.

En los Evangelios sinópticos (Mateo-Marcos-Lucas) cuando Pilato pregunta a Jesús si es el rey de los judíos la respuesta es algo así como “si tú lo dices” y, en general, la actitud de Jesús es callar ante las acusaciones. En la versión de San Juan, que usa Kelsen, la respuesta se completa con un “todo el que siga a la verdad oye mi voz”, lo que permite al político preguntarse en voz alta “¿qué es la verdad?”. En palabras de Kelsen: “Entonces Pilato, aquel hombre de cultura vieja, agotada, y por eso escéptica, vuelve a preguntar: ¿qué es la verdad? Y como no sabe qué es la verdad, y como romano está acostumbrado a pensar democráticamente, se dirige al pueblo y celebra un plebiscito”. Como es sabido, el pueblo decidió la crucifixión de Jesús y el indulto de Barrabás, de quien San Juan dice que era un bandido; otros dicen que era un rebelde sedicioso.

Seguro que sobre esto se ha escrito mucho que yo desconozco. Al menos otro jurista, el italiano Gustavo Zagrebelsky en El ¡crucificadlo! y la democracia (1995) se ocupó con detalle de este episodio, en un libro que no voy a reseñar, aunque recomendaría leer. Ahí se opone su autor tanto a la versión dogmática de la democracia como a la versión escéptica de Pilato y, tratando de obtener un significado procesal del silencio de Jesús, ensaya la defensa de una democracia “crítica” con espacio para la conciliación. A lo que voy hoy no es al valor de estas ideas, sino a revisar una pregunta básica que ronda a estos autores con este ejemplo.

¿Puede la mayoría estar equivocada? ¿Es la decisión mayoritaria una decisión mejor porque es más democrática?

En 1785, en un libro insólito en la historia del análisis formal de la política (Ensayo para la aplicación de la teoría de la probabilidad a las decisiones obtenidas por mayoría de votos), el Marqués de Condorcet demuestra que, si de acertar se trata, la mayoría tiene más probabilidades de dar con la verdad que el individuo, siempre que cada individuo tenga una propensión a escapar del error que sea algo mejor que la equivalente a dejar la decisión al azar de una moneda. Es más, bajo ciertas condiciones, cuanto mayor es el grupo que decide, mayor es la probabilidad de acierto, convergiendo con cierta rapidez al entorno de la probabilidad igual a uno, el acierto seguro.

Hay que decir que la estupidez también se multiplica y, si cada uno es peor que el mero azar, el grupo se aboca al error sin remedio. Esto se conoce como el “teorema de los jurados”, y su aplicación se extiende a todo tipo de decisiones colegiadas ante la incertidumbre (por ejemplo, los equipos médicos en un quirófano).

Pero, como escribe Condorcet, una decisión tiene que ser posible para poder ser justa. Y, a veces, no lo es. Cuando las opciones son tres o más, puede que suceda que un conjunto del grupo decisor prefiera A>B>C, otro subgrupo C>A>B y el resto B>C>A, siendo así que dos segmentos formen mayoría. De manera tal que A es preferido por la mayoría a B, B es preferido por la mayoría a C, C es preferido por la mayoría a A, que es preferido a B, que es preferido a C, que… El concepto “decisión mayoritaria” solo tiene asegurado su significado en un mundo de dos opciones: sí o no. Fuera de ese estrecho espacio, no siempre existe; la mayoría puede no “saber” qué quiere, no porque no lo sepa cada quien, sino porque no hay forma de sumar los deseos. La “paradoja de Condorcet” es demoledora para el cuadro ingenuo de la democracia como “voluntad popular”, es decir, mayoritaria.

El alcance empírico del problema no es tan serio como querrían los más críticos con la visión “populista” del autogobierno, pero es grave. Decisiones siempre se toman, y lo alarmante es que, a veces, dependiendo de quién lleve la batuta, así será la decisión, pues, literalmente, en casos como en el ejemplo anterior, la mayoría dirá que sí a cualquier cosa si se le pregunta de forma adecuada. Sin embargo, a mediados del siglo XX, el economista escocés Duncan Black descubrió que cuando las decisiones se toman en una dimensión (por ejemplo, izquierda o derecha, más o menos gasto, más o menos libertad, etc.) tal manipulación no es posible y, si bien puede haber reglas de votación que oculten la verdadera preferencia mayoritaria, tal preferencia existe, y coincide con la del votante mediano. Siempre.

Como cuestión empírica, la mayoría de las decisiones tienen una dimensión, es decir, estamos de acuerdo al menos en cuál es la vara de medir que aplicamos al caso, aunque tengamos opiniones distintas sobre qué sea lo mejor en esa escala. Como cuestión empírica, entonces, la democracia no es potencialmente caótica, sino aburrida y moderada. Como dicen los politólogos, es centrípeta. Gana la posición tal que la mitad quieren más y la otra mitad menos.

Así, sabemos dos cosas sobre las votaciones. Si se tratara de conocer la verdad de algo, la votación mayoritaria sería un excelente remedio, pero este tipo de contexto es más frecuente en un tribunal o un comité de expertos que en la democracia como tal, que tiene poco de búsqueda de la verdad. Si se trata de sumar intereses, valoraciones, opiniones o lo que sea, la mayoría funciona bien cuando estamos de acuerdo en juzgar cada problema conforme a una dimensión que todos entendemos de forma parecida. La solución democrática es entonces tan sosa como, afortunadamente, moderada. El oficio de los políticos, a menudo, consiste en manejar reglas y agendas para que, bien “simplificando”, bien complicando las cosas, la decisión vaya por los derroteros que prefieren, y eso le pone sal al asunto, pero el centro de gravedad no se mueve.

¿Qué hay del “clamor popular”? Los jerosolimitanos (lo he buscado) allí presentes no votaron la crucifixión de Jesús y el perdón de Barrabás, sino que clamaron por ello. De la formación colectiva de un punto de vista público también sabemos algunas cosas y, sin necesidad de entrar en teorías ni espirales, es fácil entender que mucho depende del silencio de unos cuando otros hablan. El obstinado silencio de Jesús es aquí relevante. La misma multitud que lo aclamó en su entrada a Jerusalén, o que más tarde dio motivos al Sanedrín para creer que no podría prenderlo a la luz del día, pidió su muerte.

En muchos contextos, es decir, en situaciones muy realistas, a los resultados por aclamación les sucede lo contrario que a los resultados por votación: no son centrípetos sino centrífugos, no son predecibles con un fuerte centro gravitatorio, sino relativamente más impredecibles, con dos polos alejados, pero ambos posibles (un cortejo de ramos o de escupitajos en una misma semana, según la literatura evangélica), no son resistentes a la acción del liderazgo sino muy sensibles al mismo.

Sorprende un poco que Kelsen y otros con él hayan visto en el plebiscito de Pilato una manifestación de democracia, cuando lo que hizo Pilato fue remitir una decisión política y judicial a la multitud. El sanedrín supo tener un pie en la calle y otro en las instituciones, y le ganó la baza al romano. Jesús callaba, sus seguidores callaban. Una actitud de mérito para buscar la conciliación, para permitir que otros hablen y dar lugar al diálogo. Pero hay que tener en cuenta que Jesús era hijo de Dios, o esa era su convicción, por lo que aquello que resulta recomendable en su caso no lo es siempre para nosotros. A los mansos se les escucha solo, y con suerte, en las instituciones.

El silencio normalmente se fuerza sobre nosotros. No es inconveniente recordar que Condorcet también guardó silencio ante la barbarie revolucionaria del partido jacobino, primero escondiéndose lo mejor que pudo y, cuando fue apresado, ingiriendo un veneno mortífero para evitar una ejecución pública.

Si la suerte de Jesús se hubiera sometido a votos, posiblemente habría recibido un moderado escarmiento, que es lo que prefería Pilato. Pero casi nadie más, y esa es la dificultad de nuestra intuición de la democracia. Andamos a la busca de “la voz del pueblo” y cosas parecidas con supuesto olor de autogobierno, cuando, y en esto sí tenía razón Kelsen, lo que debemos buscar son apaños transaccionales. Allí donde los veamos es posible que estemos pisando un país libre y seguro.

En la literatura todo puede ser distinto, y no es extraño que sean, sobre todo, personas de talento literario (como este o este) quienes nos ofrecen su convicción de que toda la historia con la que hemos comenzado es un malentendido de traducciones. En realidad, Jesús y Barrabás fueron la misma persona. Barrabás era uno de los sobrenombres de Jesús. El pueblo pidió la liberación de Jesús, es decir, de Barrabás, que Pilato nunca podría haber concedido, estando acusado de sedición, sin arriesgar su propia vida, por lo que se la negó en connivencia con los sumos sacerdotes. La multitud clamaba por el bien, los poderosos hicieron sangre. La historia merecería ser cierta, pero tenemos que cargar con el hecho de que la versión canónica se parece más al mundo.

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