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Historia y realidad en una isla bilingüe

Un grupo de niños se sientane en la terraza de una casa dañada por el terremoto de 2010, frente al campamento de Jean Marie Vincent donde todavía residen, en Puerto Príncipe, Haití./ Fotografía: Nalio Chery (AP)

Aníbal de Castro

Embajador de la República Dominicana —

Veleidades de la historia, la isla donde se produjeron los primeros asentamientos españoles en el Nuevo Mundo es hoy la única en albergar dos Estados independientes, con pronunciadas diferencias culturales y niveles de desarrollo. Uno es el país más pobre del continente americano; el otro, la mayor economía del Caribe y Centroamérica y puntero en crecimiento económico promedio en toda América Latina en los últimos treinta años. No hay otros dos países unidos por la geografía con tal disparidad en el ingreso per cápita: cada dominicano recibe al año ocho veces lo que su vecino haitiano.

No nos apartan la raza ni pretensión alguna de superioridad, sino los índices de desarrollo relativo que están ahí, prueba cierta de que los dominicanos hacemos la tarea y trabajamos con ahínco para alcanzar lo mucho o poco que con orgullo colocamos en el renglón de logros.

Sin frontera efectiva, la población más pobre ha fluido descontrolada al espacio más próspero. Cifras definitivas sobre cuántos vecinos indocumentados se han afincado en la República Dominicana no las hay, mas una encuesta del año 2012 arrojó un estimado de 430.000 extranjeros sin estatus migratorio, fundamentalmente haitianos. En términos proporcionales, esos guarismos equivaldrían en España a 2.3 millones sin papeles, o a casi 400.000 en Cataluña. Con pleno apego a nuestras leyes, compatibles con la normativa internacional y los derechos humanos, hemos decidido regular la migración. Sin aspavientos nacionalistas, sino compelidos por la urgencia común a todo Estado de controlar su territorio y extender el cobijo de la ley a todos los residentes.

Hemos ido más lejos que la mayoría de los países industrializados, y acordado facilidades y ventajas para que los extranjeros en situación migratoria irregular adquieran gratuitamente un estatus legal. Creemos firmemente que cada persona bajo nuestra jurisdicción puede tener  acceso a una mejor protección de sus derechos si posee un estatus legal y la documentación correspondiente.

Se aprobó por tanto una ley especial de naturalización para corregir la situación de los inscritos irregularmente como dominicanos en el registro civil. Simultáneamente, se puso en marcha el Plan Nacional de Regularización de Extranjeros (PNRE) que concluyó en junio luego de año y medio de vigencia y que habilita a más de 200.000 extranjeros para alcanzar algún tipo de estatus migratorio.  Ambas medidas, pues, han dado como resultado que casi 300.000 personas, antes en situación de vulnerabilidad,  puedan disfrutar en lo adelante de los derechos que acuerda una sociedad plural y democrática.

La algarabía mediática internacional luego de concluido el PNRE parte de premisas falsas y margina los hechos. La apatridia potencial quedó eliminada con la ley especial de naturalización;  como consecuencia de las reformas migratorias a nadie se le han violentado sus derechos. Mucho menos rigen razones racistas en un país en el que el mestizaje ha parido una cultura vibrante, a tono con el trópico caribeño. La confusión, intencional o no, se incuba en el falso criterio de que todo aquel nacido en el territorio nacional es automáticamente dominicano. Predominante en los Estados Unidos, Canadá y buena parte de Iberoamérica, el ius soli no aplica en unos 145 países.  Nuestra regla, más liberal que la haitiana y la de tres cuartas partes de todos los estados, concede la nacionalidad a todo aquel nacido de padres extranjeros con residencia legal en la República Dominicana. Se ha querido convertir un problema migratorio en un caso de derechos humanos y así condenar a la República Dominicana en el tribunal de la opinión pública mundial con imputaciones torpes y distorsiones de la historia.

Desde el inicio del PNRE hasta su conclusión efectiva, el Gobierno dominicano observó escrupulosamente la moratoria de las repatriaciones de indocumentados, decretada  con las reformas. El retorno a la aplicación normal de nuestras leyes migratorias se ha llevado a cabo en el más estricto apego a los estándares internacionales y protocolos vigentes, algo que han constatado observadores internacionales.

El gobierno dominicano implementó medidas puntuales para apoyar a aquellos que decidieron regresar motu propio a su país, y tener así la oportunidad de solicitar posteriormente el ingreso regular a la República Dominicana. Varias decenas de miles de personas, en su mayoría haitianos,  optaron por el regreso voluntario, en pleno uso de sus derechos de libertad de movimiento. La crisis humanitaria en Haití es ancestral y haitiana, no siembra dominicana. Como cualquier otro país soberano, empero, la República Dominicana está en el derecho de aplicar sus leyes migratorias y repatriar a quienes la violen. E, igualmente, decidir el régimen de la nacionalidad, como acuerda el artículo 1 de la Convención de La Haya de 1930.

Haitianos y dominicanos han convivido por años sin las tensiones propias de países devenidos paradójicamente antípodas por trillos diferentes de desarrollo y la historia aneja. La solidaridad dominicana con Haití ha sido una constante. Quienes con sus denuncias irresponsables atizan la discordia aparcan hechos ciertos que, con templanza y perspicacia, el destituido embajador haitiano en Santo Domingo, Daniel Supplice, se ha encargado de recordar en una carta antológica a su presidente, Michel Martelly:

“Miles de nuestros hermanos y hermanas siguen cruzando la frontera 'anba fil' en busca de una vida mejor. Decenas de mujeres y adolescentes de nacionalidad haitiana, todos los días, paren niños en los centros hospitalarios dominicanos. Cuarenta y tres mil trescientos tres jóvenes asisten a las universidades estatales y centros universitarios privados sin olvidar aquellos que, viviendo en la frontera, van a las escuelas primarias y secundarias en territorio dominicano por la mañana y regresan en la noche a Haití”.

Testimonio lúcido, tan veraz como las críticas a su gobierno que le costaron el cargo,  sobre un estado de cosas que revela la naturaleza generosa y hospitalaria del dominicano, pero que al mismo tiempo coloca en la inopia argumentativa a quienes no reparan en que la indocumentación de los haitianos es responsabilidad de su gobierno,  que la imposibilidad confrontada por muchos para acogerse al PRNE se debió a la indiferencia de Haití, el Estado en cuya administración prohija con políticas erradas y contubernio con élites vampiros la mayor violación de los derechos de los haitianos.

Haití ha tenido la oportunidad de dignificar a sus repatriados con una acogida humanitaria, solidaria y ejemplar. Por el contrario, los ha apiñado en campamentos desprovistos de condiciones adecuadas: un desmentido brutal de la pretendida preocupación oficial por los derechos humanos de ciudadanos haitianos.

Lo dijo el embajador Supplice: “En 200 años no hemos tenido éxito en la reducción de las brechas socioeconómicas o en mitigar la espinosa cuestión de color. Tampoco en dar a nuestros ciudadanos un acta de nacimiento demostrando que existen, y en crear internamente una situación que impida que millones de haitianos y haitianas salgan del país a todo coste y,  a veces, en cualquier condición. Si no aceptamos el hecho de que hay un problema, no habrá solución”.

Ni el problema ni la solución están en la República Dominicana.

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