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Si pudiéramos abandonar la fe en el crecimiento económico

Economistas Sin Fronteras

Amparo Merino —

Si pudiéramos abandonar la fe en el crecimiento económico, la búsqueda del bienestar sería una tarea menos fatigosa. Porque no estaría medido por el crecimiento del PIB, ese deseado fin que incluye todo lo que puede ser comprado y vendido en el mercado. Que homogeneiza lo heterogéneo en virtud de la asignación de un precio monetario a todo tipo de bienes y servicios. Y así, tan conveniente para alimentar la cifra del PIB de un país es que crezcan las ventas de paquetes de cigarrillos como las de libros de poesía. Todo suma para el mandato colectivo del crecimiento económico.

Una obligación en la que venimos creyendo casi ciegamente desde que en los siglos XVIII y XIX se fuera configurando la actual ciencia económica. Una ciencia social con pretensiones de ciencia exacta que, como bien nos recuerda José Manuel Naredo en su indispensable clásico La economía en evolución, se construyó marcada por los progresivos recortes en su campo de  estudio: desde sus orígenes fisiocráticos, en los que la economía buscaba incrementar las riquezas generadas por la madre Tierra (“sin menoscabo de los bienes fondo”, que diría François Quesnay pensando en la fertilidad de los suelos y minas), hasta acabar interesándose tan sólo por aquellos objetos que podían ser objeto de apropiación, tener valor de cambio y ser susceptibles de incorporación a las actividades fabriles.

Como resultado de tales recortes, el razonamiento que se acabó aplicando al proceso económico fue esencialmente monetario. Así, a la vez que se resaltaba la capacidad de este proceso para crear valor económico, se ocultaban los deterioros ecológicos y sociales que llevaba asociados. El deseo de hacer crecer ilimitadamente tal valor monetario fue la consecuencia lógica de esta nueva realidad “científicamente” construida.

Si pudiéramos abandonar la fe en el crecimiento económico, nos liberaríamos de ese deber absoluto. Y, aliviados por haber soltado tan pesado lastre, nuestra mente colectiva (y nuestras políticas públicas) podría abrirse para tomar como guía una idea del bienestar medido prioritariamente por las enseñanzas de las ciencias de la Tierra, que nos indican dónde están los límites físicos a nuestras actividades. Y también por las enseñanzas de la psicología sobre la motivación humana, como nos explica la Teoría de la autodeterminación, que muestra cómo nuestro bienestar se relaciona con la satisfacción de tres necesidades psicológicas básicas: autonomía (se satisface cuando consideramos que nuestro comportamiento es expresión de nosotros mismos, de nuestros valores, de nuestro ser), competencia (cuando nos sentimos eficaces en nuestra interacción con el entorno y experimentamos que hay oportunidades en él para ejercitar y expresar nuestras capacidades), y conexión (cuando cuidamos y nos cuidan, cuando nos sentimos parte de otros y de la comunidad).

Cuando el contexto social, nos dice la teoría, es tal que obstaculiza o no apoya a alguna de estas tres necesidades psicológicas, impacta muy negativamente sobre el bienestar y la felicidad de esa sociedad.

Si pudiéramos abandonar la fe en el crecimiento económico, en fin, viajaríamos más ligeros de equipaje. Podríamos organizar nuestras vidas no para tener el coche, el móvil, el ordenador o la lavadora de última generación; para redecorar más a menudo nuestra casa, nuestra ropa o nuestro cuerpo; para viajar al destino más exótico; o para pagar “la mejor” educación. Podríamos organizarnos para simplificar esa cadena interminable de medios y, así, dedicar muchas más energías a comprender fines. Por ejemplo, comprender qué espacios, qué condiciones y qué instrumentos nos permiten cultivar nuestra identidad y nuestra libertad, sentirnos en comunidad, entender críticamente, cuidarnos, nutrirnos, crear, holgar, contemplar… Y ampliar esas comprensiones individuales educándonos en la deliberación y toma de decisiones colectivas; con la argumentación, la empatía y el diálogo constructivo como herramientas básicas.

Un diálogo que se centra en las ideas, en vez de hacerlo en las personas que las emiten, habitualmente desde el enfrentamiento, el autoritarismo y la crítica destructiva. De esto bien saben los habitantes de hemiciclos, patronatos y consejos de administración.

Si pudiéramos abandonar esta fe oscura, tantos nuevos sueños podrían ser soñados...

Este artículo refleja la opinión y es responsabilidad de su autora. Economistas sin Fronteras no necesariamente coincide con su contenido.

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