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¿Un golpe legítimo?

Egipto

Jorge Urdánoz Ganuza

El golpe de estado de Egipto parece haber llevado al límite todas nuestras concepciones sobre la democracia. La tensión proviene del hecho de que chocan frontalmente dos legitimidades, y las dos reclaman para sí el mismo título de “democráticas”. Tomando prestada una distinción de David Brooks, uno de los defensores del golpe, podemos distinguir entre entre los partidarios del “procedimiento” y los de la “sustancia”. Para los primeros lo importante son las formas, esto es, las elecciones. Morsi había sido elegido democráticamente, y por tanto sólo mediante las urnas podía ser destituido. Para los segundos lo importante no es tanto cómo se hacen las cosas, sino qué cosas se hacen. El origen electoral de un gobierno no lo legitima para llevar a cabo cualquier tipo de política, y Morsi habría demostrado con su acción de gobierno que el islamismo, también el moderado, es esencialmente incompatible con los postulados de la democracia.

Por debajo de esta escueta presentación bulle, por supuesto, un debate filosófico endiabladamente complejo. Ambas perspectivas son en lo básico completamente ciertas, y lo son por igual. De hecho, las democracias asentadas combinan los dos aspectos. El sustancial mediante una Constitución que garantiza ciertos derechos que nadie, ni siquiera una mayoría, puede tocar. El procedimental, mediante elecciones periódicas que posibilitan que las diferentes mayorías hagan y deshagan en el gobierno y se turnen el poder. Pero incluso en las democracias más estables ambos planteamientos conocen momentos de fricción. A las chispas que entonces brotan las denominamos “desobediencia civil” u “objeción de conciencia”, las formas habituales en las que se expresa el choque entre lo legítimo y lo mayoritario entre nosotros.

De hecho, ese era hasta el 3 de julio el escenario en Egipto. Los opositores no se habían salido de las formas legítimas de protesta. Alegaban haber conseguido 22 millones de firmas pidiendo la dimisión de Morsi. Habían sacudido otra vez las televisiones del planeta desde la Plaza Tahir. Habían apelado a la conciencia de sus conciudadanos y a la de los extranjeros. Y, desde esa posición de fuerza, lanzaron un ultimátum a Morsi: dimisión.

Pero, una vez que Morsi se niega a dimitir, ¿es legítimo utilizar al ejército para desalojarlo del poder? Los partidarios de la democracia como sustancia responden que sí, porque para ellos Morsi y los islamistas no asumen ni respetan preceptos democráticos básicos – esto es: sustanciales - como la pluralidad, la igualdad entre hombres y mujeres o la libertad religiosa.

Son razones poderosas, por descontado, pero escuchemos a los partidarios del procedimiento: mientras haya elecciones, la violencia es injustificable. En esto recuerdan a Popper, para quien la piedra de toque que venía a diferenciar una democracia de una tiranía era la institución electoral, esto es, la capacidad de cambiar a los gobiernos sin violencia. Sólo si Morsi hubiera acabado con la posibilidad de las urnas – y nada hace pensar que fuera hacerlo, y de hecho nadie le ha acusado de ello – sería legítimo el uso de la violencia. Mientras eso no suceda, la fuerza carece de justificación y toca esperar.

Repito que son extremos de un dilema que no puede resolverse: la democracia requiere tanto sustancia como procedimiento. Pero, enfrentados al abismo de una realidad que necesita imperiosamente un criterio claro para orientar la acción, a mí, como a Popper, el electoral me parece el criterio fundamental. Mientras las urnas no estén en peligro, mientras haya constancia de que a los tres años el pueblo va a ser capaz de hablar, la tentación de la fuerza ha de resistirse.

¿Por qué? Porque todo procedimiento encierra sustancia. El hecho de que existan elecciones implica que hay al menos un derecho que queda en pie: el derecho al sufragio. El derecho a participar en la vida colectiva y a sentirse parte de lo común. Un derecho en el que se sustancia un valor que está en el origen de la ilustración y de la modernidad, y por tanto de la democracia: la autonomía moral en el plano individual, el autogobierno en el plano político.

A esa postura filosófica, arraigada en puros conceptos teóricos, se suman además en el caso egipcio no pocos elementos prácticos que hacían todavía más recomendable esperar. El primero, el ejército, que carece por completo de credenciales democráticas: ha estado en el poder ininterrumpidamente desde los años 50, se dice que controla el 30% de los recursos del país y tiene tras de sí un historial de violaciones de derechos humanos aterrador. El segundo, la fragilidad de la coalición opositora que legitimó el golpe, un batiburrillo que va desde la izquierda progresista hasta un partido de corte salafista que está más a la derecha religiosa que el propio Morsi, y que arroja un combinado imposible. El tercero, que la propia espera producía sus frutos: Morsi se deslegitimaba, la oposición ganaba prestigio.

El golpe y el inevitable recurso a la violencia que lo acompaña cambian el escenario de raíz. El ejército vuelve al poder, la coalición opositora empieza a hacer aguas y los islamistas moderados sienten, con considerable razón, que se han pisoteado sus derechos. Se les ha desapoderado de raíz: ya no pueden confiar ni siquiera en el procedimiento democrático fundamental, el de las urnas… ¿qué garantías pueden tener después de esto con respecto a una nueva convocatoria electoral?

Se ha hablado mucho de la terrible irresponsabilidad de Morsi. Pero a mi juicio la responsabilidad de la oposición es mucho mayor. Al abrazar el golpe han de abrazar también sus consecuencias. Y la primera es evidente: el riesgo de un enfrentamiento civil. Sólo correr el riesgo es una irresponsabilidad mil veces más peligrosa y condenable que cualquiera de las torpezas y tropelías de Morsi, a quien respaldaba un débil e incipiente entramado legal democrático que se tenía que haber protegido por encima de todo.

Hace 10 años, en un país no muy lejano a Egipto, ciertas potencias occidentales sucumbieron también a la tentación de la violencia. En la más optimista de las lecturas de lo que entonces ocurrió, lo que pensaron fue algo como esto: quitamos por la fuerza a un dictador y forzamos manu militari una democracia. Al resultado de esa concepción simplista de las cosas le llamamos hoy el desastre de Irak.

A los tres días del golpe en Egipto, uno de los impulsores de la aventura iraquí, Tony Blair, publicaba en The Guardian una defensa del mismo. “Nuestros intereses nos empujan a involucrarnos”, escribía. Ni siquiera se molestaba en decir, al menos, “nuestros valores”. ¿Hemos aprendido algo desde entonces? Viendo las reacciones que ha suscitado el golpe entre nosotros, yo diría que no demasiado.

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