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Los mecanismos de mercado erosionan el modelo nórdico de Estado de bienestar
Desde hace ya algún tiempo, el modelo nórdico ha sido objeto de alabanzas y de interesantes controversias. Tanto en ámbitos progresistas (vinculados principalmente a la socialdemocracia) como en los que son favorables a los mercados sin restricciones, se han ensalzado algunos aspectos u otros, razón por la que resulta relevante detenerse a averiguar en qué consiste.
El denominado modelo nórdico abarca a países diferentes que, bien es verdad, están relacionados entre sí. Tienen en común trayectorias históricas (por ejemplo, Noruega ha pertenecido históricamente a Dinamarca, pero también, entre 1814 y 1905, a Suecia; y Finlandia fue también parte de esta última antes de ser anexionada en siglo XIX por el imperio ruso), pero también aspectos institucionales que les han permitido estrechar lazos. En este artículo vamos a centrarnos en Dinamarca, Finlandia, Noruega y Suecia, que son los integrantes habituales de este modelo, pues si bien Islandia forma parte también del Consejo Nórdico, su tamaño (es 16 veces más pequeña que el siguiente país nórdico por población, Noruega) y su trayectoria histórica invitan a introducir matices diferentes en las cuestiones generales de las que nos vamos a ocupar.
Si los países nórdicos destacan por alguna razón es porque tienen fama de haber sido capaces de combinar prosperidad dentro de un sistema equitativo. Están entre las 20 primeras economías del mundo en PIB per cápita (de acuerdo con los datos para 2016 del Banco Mundial) y entre las 11 primeras en igualdad (según el Coeficiente de Desigualdad Humana del último Informe de Desarrollo Humano del PNUD). En el Índice de Compromiso con la Reducción de la Desigualdad de Oxfam de 2017, el que presenta peores resultados, Finlandia, ocupa el sexto puesto. Ningún otro bloque regional presenta ese registro, lo que hace de él un objeto de estudio ciertamente atractivo.
Al tratarse de cuatro países con historias relacionadas pero, en todo caso, diferenciadas, es complicado hablar de ellos como una única realidad, más allá de algunos aspectos comunes que se han extendido entre ellos debido a mecanismos de emulación de políticas y a una larga etapa de cooperación nórdica (la creación del Consejo Nórdico se remonta a 1952). Es en esos aspectos comunes en los que nos vamos a centrar.
Es necesario empezar destacando que en todos los casos se trata de economías capitalistas, con sistemas de mercado y con una larga tradición democrática, en las que el Estado ha intervenido tradicionalmente de forma decidida a través de diferentes formas: tanto en la propiedad (sobre todo en Finlandia y Noruega) como en forma de incentivos o de regulaciones (en los cuatro). Ese Estado ha estado dominado en sus posiciones de gobierno por partidos socialdemócratas con una frecuencia mayor que en el resto de democracias capitalistas. De hecho, en el caso de Suecia, pionero en muchas de las políticas aplicadas por todos ellos, el partido socialdemócrata sumó un número de años de gobierno ininterrumpido que ningún otro partido ha alcanzado en las demás democracias del mundo.
Los sindicatos han desempeñado un papel destacado en la configuración del modelo. Se trata de países en los que desde el Estado se ha incentivado la afiliación sindical de diversas maneras: antes de la Segunda Guerra Mundial, en varios de ellos, los sindicatos eran los únicos que proporcionaban prestaciones por desempleo, por ejemplo. Por este motivo, sus tasas de sindicalización, incluso después de haber descendido de forma continua en las últimas décadas, superan con creces al 50% de sus trabajadores: oscilan entre el 52% de Noruega y el 67% de Islandia (el dato equivalente en España es del 14%, según la misma fuente: la OCDE).
Se trata de economías relativamente pequeñas: la mayor, Suecia, tiene 10 millones de habitantes. El tamaño reducido de sus mercados les ha llevado históricamente a mirar hacia el extranjero, por lo que los cuatro son países comercialmente muy abiertos. Además, sus exportaciones se suelen encontrar entre las más competitivas. Ese sector exportador ha ejercido normalmente de líder salarial, con el objetivo de no perjudicar a la economía. Éste era el resultado de los acuerdos alcanzados en los órganos tripartitos de concertación social, con presencia de Gobierno, sindicatos y empresarios. Así, las negociaciones salariales solían ser altamente centralizadas, lo que era posible gracias a la alta representatividad de sus sindicatos y de sus organizaciones empresariales.
La presión al alza sobre los salarios fue históricamente elevada en cualquier caso, ayudada por la necesidad de mano de obra en países pequeños. Esto constituyó un poderoso incentivo para que las empresas procedieran a una intensa capitalización, es decir, a apostar por los avances tecnológicos y a sustituir trabajo por capital, lo que incidió positivamente en la competitividad empresarial. De hecho, aquellas empresas que no podían permitirse el pago de salarios elevados quedaban abocadas al cierre, en una curiosa manifestación de destrucción creativa.
Compromiso con el pleno empleo
Si estos cierres no se tradujeron en un aumento del desempleo fue por el compromiso gubernamental con el pleno empleo. Para ello, se introdujeron políticas laborales activas, pero además, el sector público adoptó un claro papel de empleador de última instancia. De hecho, este compromiso se alargó, merced a la influencia sindical y de los partidos socialdemócratas en el gobierno, hasta los noventa, es decir, más allá de lo que lo hizo en la mayoría de países europeos, que desde los años setenta dieron prioridad a la reducción de la inflación. En este caso, la única excepción la conforma Dinamarca, que en los años setenta dejó ya elevarse el paro como mecanismo de ajuste tras la llegada al Gobierno de un partido populista contrario a los impuestos elevados.
Además de los aumentos salariales, la influencia de partidos socialdemócratas y de sindicatos (que en muchos casos tenían también vínculos orgánicos con la socialdemocracia) propició la expansión de unos Estados de bienestar que, hasta prácticamente la Segunda Guerra Mundial, habían sido similares a los del resto de Europa. En efecto, pasada la conflagración mundial, la introducción de políticas sociales generosas sirvió, en muchas ocasiones, de compensación por el compromiso sindical con la competitividad económica, pero además servía de nicho de empleo para determinados sectores poblaciones. Así, evitando el desempleo, el Estado de bienestar se encontraba sometido a menor presión desde el lado del gasto, pero también desde el lado de los ingresos, por ver incrementado el número de personas que contribuían efectivamente a sufragarlo.
Estos Estados de bienestar se caracterizan por combinar cierta seguridad básica (mediante prestaciones monetarias universales) con cierta seguridad de ingresos (mediante prestaciones contributivas), dando lugar así a una universalidad en sus prestaciones superior al de otros modelos de bienestar existentes en los países desarrollados. Los otros dos rasgos distintivos del modelo son la existencia de unos servicios públicos de alta calidad junto con unas tasas de reemplazo relativamente altas en el caso de las prestaciones monetarias.
La financiación de este Estado de bienestar ha corrido a cargo de un sistema tributario que se encuentra entre los de mayor recaudación de todo el mundo. De acuerdo con los datos más recientes de la OCDE, en 2016, entre los cinco países con mayor presión fiscal (medida como recaudación impositiva dividida por el PIB), estaban Dinamarca (la número 1 desde hace ya varios años), Finlandia y Suecia, oscilando entre el 44% y el 46% del PIB. Solamente Noruega bajaba, con un 38%, hasta el puesto número 11 de 37 países (con un 33,5%, España ocupaba el puesto 21). En el caso de Finlandia y Suecia estos niveles se dan tras una tendencia descendente desde principios de los noventa.
El último aspecto que comparten los integrantes del modelo y que es necesario destacar es el papel desempeñado por las mujeres. El Estado de bienestar (primero en Suecia y luego en el resto de países nórdicos) fue ampliándose hacia aquellas facetas que favorecían la incorporación laboral de la mujer en un doble sentido: por un lado, mediante la extensión de servicios de cuidados infantil y de personas mayores que permitieran su integración laboral a quienes de forma efectiva se ocupaban de tales cuidados; y por otro, empleando a esas mismas mujeres en la realización por parte del sector público de tales servicios (dando lugar, por otra parte, a una importante segregación horizontal). Asimismo, la generosidad de las prestaciones por maternidad y paternidad así como de otras prestaciones destinadas al cuidado, está entre las más elevadas del mundo, situando al bloque nórdico como el que dedica más recursos públicos a las franjas más jóvenes de la población. Éste, que es una de las principales señas de identidad del modelo nórdico, es el resultado de la alianza entre la socialdemocracia y el movimiento feminista (fortalecido por unas tasas de empleo muy superiores a las de la mayoría de países europeos).
Importantes reformas
Los Estados de bienestar nórdicos han sido objeto de importantes reformas en las últimas décadas, en muchos casos, acuciados por crisis económicas, y en otros, como en el resto de Europa, a medida que la socialdemocracia transformaba su acervo ideológico. Dinamarca fue el primero de ellos, como se ha señalado, en los años setenta, mientras que los otros tres hicieron lo propio tras sus respectivas crisis de finales de los ochenta y principios de los noventa (que fueron de una magnitud sólo equiparable a las de los años treinta). En la actual crisis, todos excepto Finlandia han sido capaces de salir más o menos airosos. Estas reformas han hecho que las tasas de desempleo tanto de Finlandia como de Suecia sean mucho más elevadas que durante la segunda posguerra, aunque Dinamarca y Noruega (esta última con ayuda del petróleo) han podido mantenerse en situación de pleno empleo. De igual modo, la capacidad del Estado para reducir las desigualdades se ha visto erosionada con la introducción de mecanismos de mercado en los Estados de bienestar. No es de extrañar, pues, que Suecia ostente hoy por hoy el récord dentro de la OCDE de país en el que más ha aumentado la desigualdad, quedando en este sentido descolgado de sus pares.
Esto, a la luz de los datos con los que empezamos, puede resultar paradójico y, sin embargo, no lo es. Como señalaba al analizar precisamente estos cambios uno de los mejores conocedores del modelo nórdico, Sven E. O. Hort, esos datos dicen más (de las carencias) del resto de los países que de las virtudes de los países nórdicos.
[Este artículo ha sido publicado en el número 55 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
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