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Andalucía desnacionalizada
Aunque las palabras las carga el diablo, peores son los presupuestos. Detrás de Mel Gibson con pinturas de guerra y faldita escocesa, aparece siempre un contable con el lápiz en la oreja y la calculadora en la faltriquera. Empezamos hablando del concepto espiritual de nación y terminamos con el cupo vasconavarro y el porcentaje de inversión per cápita en salud pública que llevan a cabo dichas comunidades con el inestimable auxilio de un trato diferencial a su favor en las cuentas del Estado.
En un desayuno informativo con la agencia Europa Press, Pedro Sánchez, secretario general del PSOE, dio en hablar del Estado plurinacional y adujo que al menos, Cataluña, Galicia y el País Vasco habían manifestado claramente su voluntad de ser naciones. Más que meterse en un jardín, el líder socialista se metió en un campo de minas. Sánchez desnacionalizó en un inesperado olvido a Andalucía. Pero también a Navarra, pongo por caso, o a Canarias, que contó incluso con un activo y temible MPAIAC independentista, en los primeros años de la transición.
Bien está que ese fuera el dibujo de las llamadas nacionalidades históricas que figuran en la Constitución de 1978, porque a Andalucía le costó sangre, sudor y urnas recordar que su primer proyecto de estatuto fue cercenado por la guerra civil, ya que iba a ser presentado al Congreso durante el otoño de 1936. Entre el 4 de diciembre de 1977 y el 28 de febrero de 1980, desarrollamos nuestra propia épica nacionalista, entre huelgas de hambre, muertos a mano armada, complots de partidos y quejíos blanquiverdes.
Es comprensible que si Andalucía exportaba desde hace dos mil años emperadores a Roma y si nuestros ancestros mestizos acuñaron un imperio llamado Al Andalus durante ocho siglos, el concepto nación se nos queda corto, como muy Cánovas y Sagasta, como muy Deusto o Paseo de Gracia, cuando nuestras avenidas desembocaban en La Habana y nuestras leyes estaban escritas en el aire universal de las soleares. Cierto es que, de tanto pensar en las glorias pasadas, nos vimos condenados a la pena de que una opa hostil acabase con nuestra industria textil en el siglo XIX o que Cataluña siga gozando hoy del incierto privilegio de ser la novena provincia andaluza, el símbolo de la emigración multitudinaria que esta tierra vuelve a padecer.
Blas Infante acuñó el término “realidad nacional de Andalucía” que como tal aparece recogido en nuestro actual estatuto autonómico, apoyado incluso por el Partido Popular que, al mismo tiempo, parecía la niña del exorcista cuando los catalanes incorporaron el término nación al preámbulo del suyo, hasta que lo finiquitó el Tribunal Constitucional, dando paso al choque de trenes actualmente programado para octubre.
¿No ha demostrado Andalucía suficientemente su voluntad de nación? Pues habrá que hacerlo. En caso contrario, nos seguiremos viendo saqueados en nuestros presupuestos autonómicos, como ya ocurre ahora, sin atender por igual a los habitantes de nuestra tierra que a los de muchas otras comunidades. Hace bien la Junta en reverdecer el municipalismo autonomista de entonces con el pretendido encuentro en Antequera: el 28-F no hubiera ocurrido sin el decidido apoyo de ayuntamientos y diputaciones, en contra a veces incluso de la cúpula estatal de algunos de los partidos presentes en nuestros lares.
Existe el albur de que Andalucía, cuarenta años atrás, luchó por el café para todos. Eso es incierto: los andaluces lucharon por sí. Lo de España y la Humanidad vino por añadidura y, a la postre, a la hora de conquistar que nuestra autonomía se rigiera por el artículo 151 de la Constitución que también amparaba a Galicia, a Cataluña y a Euskadi, logramos tirar del resto del mapa hasta medio equipararlos en derechos y deberes. España es poliédrica y la convivencia entre los distintos territorios –se les llame como se les llame—parece regida por el cubo de Rubik. Hay que hilar fino para que la bandera común se mantenga intacta. Pero sacar a la comunidad más poblada de este país, de golpe y porrazo, de las aspiraciones nacionalistas, no recuerda precisamente al encaje de bolillos.
Quizá la culpa no la tenga Pedro Sánchez sino los propios andaluces que, desde aquellos tiempos épicos, parece que nos hubiéramos tomado recreo del fervor sureño y nos hubiéramos pasado con armas y bagajes al nihilismo universalista o al Santiago cierra España. ¿Quién pensará en Andalucía si nosotros no lo hacemos? Desde luego, no tiene por qué hacerlo, es secretario general del PSOE por mucho que veranee en nuestras costas. Entre el turismo, el yihadismo y el paro que no cesa, nadie habla de esto en la barra de los bares o en la parada de autobús. Lo de ser nación o dejar de serlo no parece interesarnos en absoluto, quizá porque nadie nos haya explicado suficientemente lo que puede costarnos quedarnos fuera de tan selecto club. Pedid tierra y libertad, dice el himno. Aunque casi nadie se lo sabe.