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Desdeelsur es un espacio de expresión de opinión sobre y desde Andalucía. Un depósito de ideas para compartir y de reflexiones en las que participar

Eres mía

Una mujer mete una mano en un tarro.
17 de septiembre de 2025 20:51 h

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Tengo dos hijos. Qué bien, la parejita. Eso que nos decían. Tengo una escoliosis de cuarenta grados. Una L4 y una L5 que a veces me comprimen, me gritan al oído para que pare. Y yo, claro, paro.

Tengo una carrera y dos másteres, decenas de cursos: de diseño, de creatividad, de acoso laboral, de contratación, de escritura creativa, de inglés, alemán, francés, de macramé en el colegio de monjas. Un manojo de libros escritos. Algunos de ellos publicados. Tengo dos sí quiero, un no rotundo y cientos de no sé. Los no sé acostumbran a sedimentarse en ese intersticio que hay entre mi L4 y mi L5. Los no sé duelen.

Tengo una lengua libre encadenada a un paladar. Tengo una historia fallida y algunas vidas ganadas. Tengo un hábito y un vicio. O muchos, muchos vicios.

Tengo algunos sesgos y prejuicios. Por ejemplo: creo que quien presume de no apegarse a nada se aferra, en secreto, a esa misma idea de desapego.

Tuve el sueño de ser bailaora. Lo sustituí por el de la escritura. Mis pies siendo mis manos, los palos siendo las palabras, los silencios siendo los silencios. Tengo a menudo el eco de las palabras de Foster Wallace tiempo antes de que se ahorcara en 2008: “La tarea de la buena escritura es la de darle calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados”. Tengo una tarea y una perturbación. Tengo un arte del perder que perfecciono cada día.

Tengo un álbum de fotos repleto de huecos, de fotografías arrancadas, de fotografías desaparecidas, olvidadas. Esos agujeros constituyen un álbum propio que también tengo

Tengo un éxodo de deseos fallidos, de hormigas guerreras que recorren mi cuerpo como en aquella película, La Marabunta, arrasándolo todo.

Tengo un río que, a veces, al cruzarlo a nado, seco. Me dijeron una vez que se debe a que tengo una culpa, dos culpas, una montaña de culpas. Hay días que la escalo y observo todo lo que tengo desde la cumbre, convenciéndome de que soy afortunada: soy tan sumamente afortunada de todo lo que tengo, que.

A veces tengo un hambre voraz, un agujero que me hace llenar un vacío que no hace sino dilatarse con cada bocado. Otras veces tengo desgana. Desgana por la comida, desgana por el aire, desgana por las calles. 

Tengo una cicatriz en el cuello y otra en el pecho. La tercera no se ve, pero créanme, la tengo. Es una de esas cicatrices con rebaba que provoca cierta náusea tocar. Afortunadamente nadie la toca. Afortunadamente yo no la veo. Será porque también tengo los restos de miopía que me regaló la edad.

Tengo un álbum de fotos repleto de huecos, de fotografías arrancadas, de fotografías desaparecidas, olvidadas. Esos agujeros constituyen un álbum propio que también tengo.

Tengo una casa, un trabajo, varios jefes. Un buen puñado de amigos. Veinticuatro horas al día. Tengo un proyecto de vida, un proyecto de muerte.

Tengo un brocal y un pozo. Una declaración de amor nunca dicha. Una cafetera estropeada, desmembrada, que suplica por una reparación cada mañana a las 7 cuando yo le imploro mi dosis diaria. Se debe, en parte, a que tengo una dignidad líquida, una perseverancia que a veces falla como la cafetera, espurreando café, yaciendo en la encimera de la cocina que tengo, sin presión suficiente.

Tengo una vida sencilla y algunos dogmas poco higiénicos. No coger taxis si puedo caminar, aunque la caminata implique muchos kilómetros, es uno de ellos. Un reloj que me cuenta los pasos –los diez mil diarios como mínimo–, las pulsaciones, las extrasístoles, la masa corporal, la calidad del sueño. Tengo un buen puñado de lugares comunes, algunos clichés, un carrete de fotos avergonzantes que sólo le he enseñado a mi marido.

Él ya tenía muchas cosas. Una casa en la playa; un coche brillante; un chalé en el centro; un trabajo excitante; muchos viajes a sus espaldas; una percha impecable, versátil, resistente. Tenía también una tumba en el pecho. Y sus palabras y mi estupor prendieron fuego a una áspera convicción: no, no poseemos aquello que tenemos, sino que en realidad la melancolía de lo que creemos poseer nos construye

Tengo una circunstancia en la que me reflejo como en un espejo de feria y me devuelve la imagen deforme de una niña en el Polígono San Pablo, en el Parque Alcosa, en El Cerro del Águila, en los Pajaritos. No sé en cuál de esos lugares germinó esta furia que tengo, esta rabia impune que únicamente se alivia cuando coacciono a las palabras para que salgan a trompicones. Es entonces cuando la presión arterial se equilibra y el trance desaparece; así que también, también tengo un trance.

¿Qué hacemos, realmente, con todo aquello que tenemos? ¿Qué hacemos con los despojos, con lo que archivamos en cajones recónditos de nuestra casa para que no lo vean las visitas? ¿Con lo que arrojamos a nuestros propios contenedores de reciclaje?

Recuerdo una noche luminosa en la que, siendo aún muy joven, cuando no tenía nada de lo que aquí he escrito, un hombre mayor que yo me dijo: Eres mía. Mía. Yo.

Él ya tenía muchas cosas. Una casa en la playa; un coche brillante; un chalé en el centro; un trabajo excitante; muchos viajes a sus espaldas; una percha impecable, versátil, resistente. Tenía también una tumba en el pecho. Y sus palabras y mi estupor prendieron fuego a una áspera convicción: no, no poseemos aquello que tenemos, sino que en realidad la melancolía de lo que creemos poseer nos construye. Ese lidiar con lo que creemos que poseemos (del latín possĭdēre, que significa ocupar y sentarse sobre lo deseado para establecerse como dueño), ese lidiar con la invasión del espacio oscuro de los objetos que nos hablan, de sentarnos sobre lo que se puede o sobre lo que nos dejan para que no nos deje. Eres mía.

Tengo un tarro donde meto los silencios rotundos y las palabras desquiciadas para que duelan menos, el mismo tarro revoltoso que agito en momentos de desconcierto, justo antes de destaparlo, antes de liberar los sonidos para que asciendan furiosos y desordenados, esparciéndose en un baile colérico. Al fondo de ese mismo tarro, como un tálamo de tierra lodosa, tengo las cenizas de un ser querido.

La posesión es un peligro vivo que nunca basta. Eres mía. Desde aquellas palabras cítricas, en los días más desenfadados hago recuento. Y de pronto caigo en que también tengo una certeza que me mordisquea los dedos gordos de los pies mientras duermo. Sus incisivos son apenas perceptibles por los demás, pero sí: hay una certeza que me taladra la casa, el trabajo, los dos sí quiero, el brocal y el pozo, la cordillera de culpas, las ganas, la cafetera, y que me grita una epifanía desde su ardor más infantil: de todo eso, de todo lo que tengo, lo que me hace soportable es saquear mi propia vida y el convencimiento de que nada de lo enumerado –nada, angustiosamente nada– es mío. Ni yo de nadie. Pero eso nunca se lo dije.

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