Desdeelsur es un espacio de expresión de opinión sobre y desde Andalucía. Un depósito de ideas para compartir y de reflexiones en las que participar
El tiempo sin tiempo
Andaba por aquellos meses escribiendo una novela, sujetando firme los días y tratando de darlos de sí cuanto podía para revisar emails, responderlos, hacer la compra, ir a la oficina, cumplir con los viajes, someterme a las revisiones médicas, ejercitar aquellas partes del cuerpo que dolían, alcanzar los indicadores autoimpuestos, escribir esta columna. Fue en diciembre, hace ahora un año. Andaba por aquellos meses exprimiendo los días y mis plantas – y por supuesto no solo ellas– se resintieron y algunas enfermaron.
El email que recibí entonces decía: Ha sido seleccionada para formar parte del programa de residencia internacional de Can Serrat el próximo otoño. Can Serrat es una antigua masía catalana en la falda de la montaña de Montserrat comprada en 1989 por once artistas noruegos que brindan tiempo y espacio a artistas de todo el mundo para explorar el proceso de creación, la investigación, el diálogo, la pregunta y sus dudas, la indagación propia y ajena.
Así que sin darle muchas vueltas al asunto y ante la estupefacción de algunos compañeros y algún que otro jefe, solicité un permiso en mi empresa; así que me lo dieron, a pesar de las miradas llenas de preguntas (¿dejar todo un mes de trabajar?, ¿parar?); así que dije que sí; así que llegó el próximo otoño y el próximo otoño fue el pasado mes de noviembre.
Me subí a un tren con una maleta cargada de libros, de temor y de ropa para el frío cuando en Sevilla todavía acampábamos en el entretiempo. Así atravesé España. Lo hice con ese resquemor que nos produce abandonar nuestros días agriamente planificados; lo hice embadurnada de la incertidumbre y el vértigo, claro; ese tener por delante todo un mes para escribir y el espanto de no ser capaz de arar una sola palabra en mi libreta virgen, habituada a hacerlo entre el estrés de completar una tarea y otra y la siguiente.
En el camino a mi propia Ítaca y durante los dos primeros días devoré “Comerás flores”, la ópera prima de Lucía Solla, una historia ¿de amor? que adelgazó mi piel unos cuantos milímetros y “Mil cosas” de Juan Tallón, novela que narra las últimas jornadas de una pareja, Anne y Travis, antes de comenzar a disfrutar las vacaciones de verano, un paraíso cada vez más lejano que convierte sus vidas en una carrera contrarreloj por las mil cosas por hacer, donde lo importante no es el tiempo que tenemos sino el que nos falta para concluir las tareas pendientes. Y, por supuesto, el tiempo que perdemos en ellas.
Comencé a vislumbrar un tiempo que consiste en olvidarse del tiempo, en dejarse hacer, en estar presentes, en dar las gracias. Somos lo que hacemos con nuestro tiempo o, mejor, lo que el tiempo hace de nosotros
Recordé que hacía décadas que no emprendía un viaje simplemente para estar. No para hacer mil cosas como Travis y Anne en su existencia hiperactiva. Durante un mes, mi tiempo ha estado marcado por pequeños gestos que se hicieron grandes al subirme a hombros de gigantes anónimos. En Can Serrat los días se miden de forma diferente: el tiempo en que Yuchen toca el piano en el living de abajo. El tiempo en que frente al fuego Luna me pregunta: ¿Qué es perderse? ¿Y cómo saber que una está perdida? Yo, tratando de escribir. El tiempo en que Aye me busca para hablarme de los fantasmas de Leila Guerriero mientras paseamos; El tiempo en que Lou se me acerca, me olisquea y se tumba a mis pies. El tiempo en que Ula, mientras bailamos al ritmo de la música de Grace y Gordon, me cuenta que las lágrimas de los bebés se deslizan a una velocidad más lenta, regidas por otro tiempo que el de los adultos, porque lo importante es que las veamos y nos enternezcan. El tiempo en que Fran me lee un poema y luego otro y otro, porque no hay tiempo aquí. Hablábamos del Elogio de la Lentitud sin saber que ya estaba escrito. Yo compartía mi desasosiego cuando sentía que no estaba haciendo, solo siendo. El tiempo de lecturas levantando la vista para encontrarme con la montaña de Montserrat. El tiempo de compartir la sala de escritores con Vero y Caro. De mi primer mate en una pradera con ellas. De mis primeros caracoles a la brasa. De mis primeras cartas recibidas en años. De las conversaciones con Alejandra, Maceo, Rafa, Ely, Shin. El tiempo del ronroneo del gato Salvador y del sabor de la tarta de rosas de Vlada y de la fortaleza de la mesa de piedra buscando el sol junto a Gizam y del perro cabeceando en el sofá junto a la chimenea.
Los primeros días me despertaba a las seis de la mañana. Quizás fuera por el silencio ahí afuera. Y también por el ruido interior de las mil cosas que antes hacía. Al poco (dos, tres días quizás), comencé a vislumbrar un tiempo que consiste en olvidarse del tiempo, en dejarse hacer, en estar presentes, en dar las gracias. Somos lo que hacemos con nuestro tiempo o, mejor, lo que el tiempo hace de nosotros. Por la noche, ateridos de frío, nos arrebujábamos en torno al fuego y lo sentíamos venir de puntillas por el pasillo en sombras, subir las escaleras, asomarse a las habitaciones compartidas abriendo alguna que otra puerta entornada. Hasta que el tiempo se convertía en uno solo, sentándose en aquella sala donde estábamos todos juntos, donde charlábamos sin reloj ni cobertura ni redes sociales por las noches, o donde bailábamos sin sentir la carga de los cuerpos aplastados por las mil cosas por hacer, ese tiempo que también danzaba con nosotros porque no había nada más bello que urdir. Se nos subía el tiempo a la cabeza y a veces nos dábamos cuenta de que era preciso olvidarlo para disfrutarlo. Huir del culto a la velocidad hizo crecer el tiempo mientras jugábamos con él.
Un camino al infierno empedrado por las miles de tareas pendientes. Un camino al infierno que no es más que desperdiciar el poco tiempo que nos es dado. Las escuché. Y ya de vuelta a las mil cosas por hacer, en puertas de un nuevo año, solo siento agradecimiento por todas aquellas personas que me mostraron el tiempo sin tiempo, ese vivir siendo
Yo he visto ese tiempo, el tiempo que viene de adentro, y ahora no puedo –no quiero– olvidarlo. Echo de menos a personas con las he compartido escasamente un mes de mi vida. Venían de distintos lugares del mundo y podría decirse que apenas teníamos en común nada más que nuestro mes de noviembre en una masía, nuestro amor por el arte y la perplejidad ante el disfrute de un tiempo sin tiempo que mitigó mi estrés, insomnio y agotamiento, síntomas de esa “enfermedad del tiempo” que acuñó Dossey en 1982 –un estadounidense del que no había oído hablar antes, probablemente por falta de tiempo– para nombrar la neura de los que hemos sido alguna vez yonquis de la adrenalina y sentimos la certeza de que nunca hay tiempo suficiente porque se desvanece y de que tenemos que correr cada vez a mayor velocidad para no perderlo.
Tengo una planta carnosa en la ventana del baño que según los manuales echa una flor blanca de hasta veinticinco centímetros de diámetro y que vive una sola noche. La tengo desde el confinamiento y hace poco estuvo muy enferma. Jamás había florecido y eligió mi estancia en Can Serrat para hacerlo.
Me pareció que la montaña, al igual que la carnosa que florecía en mi casa, me hablaban, me decían: Estás enferma, tienes la enfermedad del tiempo. Un camino al infierno empedrado por las miles de tareas pendientes. Un camino al infierno que no es más que desperdiciar el poco tiempo que nos es dado. Las escuché. Y ya de vuelta a las mil cosas por hacer, en puertas de un nuevo año, solo siento agradecimiento por todas aquellas personas que me mostraron el tiempo sin tiempo, ese vivir siendo.
Esta mañana, camino de la oficina, todos los semáforos se me ponían en ámbar y recordé las palabras leídas en la novela de Juan Tallón: “el semáforo amarillo es la metáfora de nuestras vidas” y comencé mi pacto contra el olvido invocando los instantes vividos, tempestuosos, a destiempo, intemporales, como un contratiempo atemperado, porque nunca sabemos si nos conviene acelerar a lo loco o detenernos en seco. Yo, por si acaso, cruzaré en ámbar al ritmo de mi propia plegaria salpimentada: que noviembre no termine jamás de pasar.
0