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¿Y qué es la feria?

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Rancio

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La Feria es una frontera de vida. Para un sevillano no hay infancia o madurez, y no existe adolescencia, ni tercera edad. La vida de un sevillano solo tiene dos etapas: cuando prefieres ir a la Calle del Infierno, y cuando no hay quien te saque de las casetas.

Pienso firmemente, como hace unas semanas decíamos de la Semana Santa que la feria son momentos diferentes para cada uno, y según lo que te toque, es algo o lo contrario.

La feria es quedar en la portada y no encontrarse, ver cómo las bombillas de la parte de abajo van desapareciendo conforme avanzan los días. La Feria es olvidarse de dónde están las calles año tras año, recuperar con un abrazo la amistad con los camareros de una caseta o decirle al portero que acabas de salir a hablar por teléfono, que cómo no te ha visto.

La Feria es no entender por qué se vende turrón en abril, buscar a alguien que compre vasitos de chufas (que alguien habrá cuando los venden), identificar al tercer día cuál es el regalo estrella de ese año, el chiste de “Vas a mojar el turrón – Vamos al turrón”, o las mujeres de tetas inmensas pintadas sin sentido en las atracciones para niños.

La Feria es una jornada de 25 horas de camareros que no pueden dejar de sonreír, el olor a caballo, el movimiento bajo tus pies del Puente de las Delicias con los caballos pasando cuando llegas o te vas.

La Feria es encontrarte a gente que no ves desde hace tiempo porque esa semana todo el mundo va al mismo sitio, otro cajero que no da dinero. Es agobiarse si eres chico y acabas en la Caseta de los Niños Perdidos, conocer a suegros, y luego a nueras y yernos.

La Feria son los botellones de fuera, los madrileños que la llenan y luego dicen que en Sevilla se está todo el día de fiesta, la leyenda de la gente que pedía créditos o esos grupos incansables rumberizando con arte infinito cualquier canción.

Son mil llamadas por teléfono gritando una dirección con el jaleo, pedir tortilla cuando eres un niño, montaditos cuando adulto, y jamón cuando vas con tus nietos. La Feria es aprender a valorar el fino, pelearte con tu pareja y cruzarte con tu ex, y pensar cómo habría sido todo. Son chinos vendiendo flores, y gitanas, tabaco.

La Feria es la vida que pierdes esperando un taxi a las tantas de la mañana. Es el olor a zotal, un water atascado, compartir parejas para bailar sevillanas, es enterarte de cuál es la caseta que sigue abierta porque “Vaya mierda, este año el ayuntamiento obliga a cerrar antes”. Es una flamenca detrás de una caseta con la falda remangada porque no aguanta la cola del servicio.

La Feria es un amigo que te anima por no haber roto ni un palillo en el puesto de tiro “porque los mojan para que estén más duros y además doblan los cañones”, y otro que te dice que eres un paquete y que él ha partido los tres. Es el autómata del vino dulce, es el caballo de cartón de la foto o colar una pelota de ping pong en una pecera y tener que cargar con un pez que se llama Belmonte o Bombita. Es, también, el miedo de los camareros cuando vuelven con el dinero de la semana recién cobrado a sus casas después de deslomarse.

La Feria es que te salgan las hormonas por las orejas con los primeros tocamientos disfrazados de golpes en La Olla, el mareo tras la Barca Vikinga o la sed tras un pollo asado de oferta. Es no entender las carreras de camellos, el padre de un amigo que invita a todo, la esperanza de que vuelva la Hermandad de la Pata de Pollo, saber que las grúas no aguantan el peso del peluche y seguir echando aunque puedas comprar el puto peluche en un puesto de al lado. Es tomarte un gofre de Belinda y resucitar, decir que ese año se va solo hasta el jueves y acabar viendo los fuegos otra vez.

La feria es estar el día siguiente con agujetas de reírte y que te dé pena quitarte del alma las manchas de albero.

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