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La muerte de Ruth Bader Ginsburg y el duelo por lo que para muchos representaba

Ruth Bader Ginsburg

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Fue en febrero de 2016. Yo era titular de la cátedra de derecho constitucional comparado del Instituto Universitario Europeo de Florencia y ella había aceptado la invitación, extendida con dos años de antelación, de venir, no a dar un discurso, pero sí, gustosa, a que yo la entrevistara ante la comunidad universitaria, entrevista que sería grabada y colgada en Youtube. Por aquel entonces, tenía casi 83 años, y yo imaginaba que su salud era frágil, después de haber superado varios cánceres. De ahí mi primera sorpresa cuando a la pregunta de si, aprovechando su estadía de tres días en la ciudad, quería que organizásemos visitas guiadas y privadas a alguna de las joyas artísticas del Renacimiento (pregunta que yo acompañaba de una larga lista de opciones a modo de sugerencia), su respuesta fuera tan clara como contundente: lo quería ver todo. Lógicamente fue imposible cumplir esa desmedida preferencia que acabó por convertirse, sin embargo, en uno de los mejores regalos que me haya dado la vida: tres días con ella, de sol a sol, entre actos académicos, visitas artísticas y cenas con estudiantes y autoridades.

Confieso que lloré como lo hicieron miles de personas con las imágenes de su féretro siendo honrado durante tres días en el Capitolio y en la Corte Suprema. Me costaba imaginar allí el cuerpo esa mujer menuda, de mirada inteligente y ávida de vida, inerte. Imaginar el silenciamiento definitivo de su voz tan tenue como firme. No puedo decir que sintiera la pérdida de una amiga. Resultaría pretencioso. A esos tres días solo le seguirían otros tres, cuatro meses más tarde (cosas del destino) en Barcelona, en un acto organizado esta vez por la Universidad de Nueva York, durante el cual me tomaría ya del brazo para presentarme a sus compañeros de la Corte, los jueces Stevens, ya retirado, y Alito (“¡dejadme que os presente a otra Ruth!”). Tampoco es que me fuera indiferente que la fallecida conociera mi nombre y algo de mi historia, por la que se interesó en ambas ocasiones. Ni que alguno de los comentarios y de las conversaciones de esos dos encuentros, que aquí comparto, retumben aún en mi mente. Pero sobre todo, he tardado algunos días en darme cuenta de que lo que me embriaga de emoción es el adiós de lo que ella simboliza en el contexto del mundo que nos deja. Estoy segura de que muchos de los que la han llorado sienten lo mismo, puesto que es a eso que ella representaba, y no solo a su innegable contribución a la defensa de los derechos de las mujeres, a lo que sin duda se debieron la fama y popularidad que alcanzó en el ocaso de su vida cuando ella se convertiría en la “notorious RBG” y su imagen en un motivo común de “merchandising” en los objetos más variopintos: camisetas, tazas, gorras y ahora, mascarillas.

Contra los estereotipos

Ruth Bader Ginsburg simboliza, antes que nada, la lucha contra los estereotipos, sobre todo los de género. Su gran legado jurídico consiste en haber logrado, primero como abogada litigante ante la Corte Suprema, y luego, como miembro de la misma, que un texto, la Carta de Derechos de la Constitución Americana, una de las más viejas del mundo, que a diferencia de la gran mayoría, no menciona la discriminación por razón de sexo de forma explícita, fuese interpretada de forma que se entendiera que efectivamente el texto la prohíbe y que el núcleo duro de tal prohibición consiste en permitir que cada persona desarrolle sus habilidades y su proyecto de vida libre de esos estereotipos de género que dictan lo que hombres y, sobre todo mujeres, pueden o no pueden hacer con sus vidas, por el mero hecho de serlo.

La propia jueza sería fiel a esta creencia y en la coherencia entre su obra y su vida reside una de las principales virtudes que RBG representa. En efecto, en su vida rompió todo tipo de estereotipos de género. Se casó con un hombre, también jurista, a quien conoció en la universidad, Marti, y que sería su más fiel apoyo profesional, además de ser el cocinero en la familia porque ella nunca supo ni quiso aprender a cocinar (“una de las decisiones profesionales más importantes que hacemos las mujeres es la de la pareja que escogemos”, me diría). Con él tuvo dos hijos y un matrimonio longevo y dichoso demostrando la falsedad de la disyuntiva entre la ambición profesional y el proyecto personal y la existencia de alternativas al modelo tradicional familiar del hombre ganapán.

Estudió derecho en Harvard cuando tan solo otras 9 mujeres entre 500 varones lo hacían. Ejerció derecho como profesora y abogada litigante en un mundo en el que encontró muchas puertas cerradas por ser mujer y en el que era común que los anuncios de empleos en el campo jurídico explicitaran: “solo para hombres”. Ingresó en la carrera judicial y alcanzó el nombramiento de jueza del Tribunal Supremo al que sólo había accedido otra mujer antes que ella. En la solemne corte se permitió tanto adornar las togas negras con cuellos de encaje para darles un toque femenino (retando de forma sutil la idea que descansa detrás del uniformado atuendo: el juez como esencia desencarnada de la imparcial voz de la justicia), como recibir semanalmente a un entrenador personal, figura que ciertamente no asociamos a una mujer octagenaria y menos de su menuda complexión física (“nos entrena a las tres juezas de la corte”- me diría, refiriéndose a sus compañeras Elena Kagan y Sonia Sotomayor- “alguna de ellas hace boxeo”, -creo recordar que me dijo con cierto orgullo colectivo-. “Lo mío son ejercicios, como flexiones”).

Vistió con elegancia y un estilo singular pañuelos para cubrirse el cabello, colas de caballo decoradas, joyas conjuntadas, guantes de encaje (dimos vueltas y vueltas por Florencia, sin éxito, para reemplazar los que perdió el primer día de su visita), trajes de Armani y de bordados coloridos sobre un fondo uniforme, retando a quienes asocian el gusto por la moda a la frivolidad insulsa que con demasiada frecuencia se atribuye a la mujer.

Aceptó con humor y hasta con cierto placer no disimulado, aunque siempre con la discreción que la caracterizaba, convertirse en un icono popular a los ochenta (“solo lo de los tatuajes me parece un poco excesivo” nos diría en la entrevista, refiriéndose a que a algunas fans les hubiera dado por tatuarse su rostro en el cuerpo). “¿Ruth -me insistió en que la tuteara desde el primer momento- crees que alguno de tus compañeros en la Corte están un poco celosos de la fama que has alcanzado en esta etapa de tu vida?” Por respuesta, una mueca de sonrisa, y luego, mientras cerraba la puerta del taxi que debía devolverla a su hotel, con gesto pícaro, mirada penetrante y la voz más tenue de su natural: “tal vez…. un poquito.”

Se me antoja que la difunta jueza representa otras cosas y otros tiempos y que también por eso lloramos con nostalgia su muerte.

Qué duda cabe de que el mundo hace bien honrando la memoria de esta mujer cuyo legado ha permitido a mujeres y a hombres ser mucho más libres que antes, y a las mujeres acercarse cada vez más a la condición de ciudadanas de pleno derecho. Sin embargo, se me antoja que la difunta jueza representa otras cosas y otros tiempos y que también por eso lloramos con nostalgia su muerte. La jueza representa el valor del esfuerzo en un sistema meritocrático y la importancia de la educación para el ascenso social de los más desfavorecidos. Nacida y criada en Brooklyn en una familia de ascendencia judía y condición humilde, huérfana joven, con esfuerzo y tesón fue superando uno a uno los retos y obstáculos que fue encontrando, y ascendiendo, simplemente demostrando que, allí donde fuera, estaba siempre entre las mejores. “Podemos alcanzar todo o casi todo lo que nos propongamos; lo que tal vez no podamos sea alcanzarlo todo a la vez”, nos diría en aquella ocasión. Y queremos creerla aunque nos cueste cada vez más en un mundo en el que por primera vez no parece cierto que con esfuerzo y tesón las nuevas generaciones tengan una vida mejor que la de sus antepasados y en el que sigue siendo cierto que la educación es lo único que facilita el ascenso social, aunque la brecha educativa ligada a la brecha de la desigualdad hagan que ese proceso esté abierto a un número cada vez menor de personas.

RBG era ambiciosa y tenazmente perseverante, pero combinaba su ambición con una amplitud de miras, templanza, moderación y fe en la razón pública. Su sueño era radical: que su hija y nieta encontraran la igualdad de oportunidades que ni su madre ni ella habían encontrado al nacer. Su método era moderado. Creía en ir construyendo de forma progresiva (de hecho hubo etapas en las que el movimiento feminista desconfió de su falta de radicalidad), asegurándose de ofrecer siempre argumentos, sopesando su estrategia y escogiendo sus batallas (“mi suegra me decía que a los hombres a veces era mejor simplemente no hacerles mucho caso” me diría en Florencia …. cuántos ratos perdidos de batalla en mi vida, pensé yo acto seguido).

Para Ginsburg las formas eran innegociables, por muy contundentes que fueran los contenidos, como de hecho lo eran sus votos disidentes. Tratar de avanzar convenciendo con argumentos y arrastrando a los demás, construyendo consenso. También era importante saber distinguir entre un adversario ideológico o intelectual y un enemigo (de hecho, era motivo de fascinación la amistad que le unía a uno de los jueces más conservadores de la Corte, el juez Scalia, con quien, entre otras, compartía pasión por la ópera aunque difirieran en parecer en muchas de las sentencias). La jueza miraba a los ojos y veía a la persona y desde ese reconocimiento de humanidad compartida establecía el diálogo. No usaba a la persona como espejo para verse a sí misma y perderse en soliloquios. Esos modos contrastan de forma hiriente con la polarización creciente en el mundo que habitamos y que se refleja en todas las esferas de poder. Este mundo en el que verdad y opinión se confunden en las burbujas que nos hemos construido y que nos impiden convivir y celebrar el pluralismo desde el reconocimiento de esa humanidad compartida. Este mundo en el que el sectarismo y las luchas identitarias le restan fuerza a la razón pública como mecanismo de progreso colectivo; en el que el adversario se convierte en enemigo que hay que aniquilar en vez de convencer; en el que la buena educación y la elegancia en las formas han sucumbido frente quienes pretenden ridiculizarlas tildándolas de “lo políticamente correcto.”

Vida basada en los valores

Junto a su peculiar estilo de lucha y liderazgo, la jueza representaba sobre todo una vida entregada plenamente y con pasión a la reivindicación de ciertos valores. “No cometáis el error” -les diría a mis estudiantes al concluir la entrevista- “de dedicar vuestra profesión únicamente a aquello que resulte lucrativo”. En otras palabras, es legítimo aspirar a una buena vida (nada indica que la jueza no apreciara las buenas cosas), pero la satisfacción de las necesidades materiales no debe nunca agotar el propósito de la existencia humana. El espíritu se nutre de un significado que se encuentra en una vida que se asocia a los valores que creemos necesarios defender. Para ella, se trataba de la defensa de las mujeres, de los oprimidos en general, de la democracia y también del medio ambiente. Cada uno debía identificar los suyos. En el orden convulso de cosas que ha generado esta globalización guiada por un capitalismo extractivo que hace del consumismo su principal modus vivendi, con amenazas de gran calado como son la sostenibilidad misma del planeta o de las democracias ante la desigualdad creciente, la polarización resultante y la emergencia de nuevas potencias que no ven en los derechos humanos una brújula moral, reivindicar una vida centrada en los valores resulta más radical que nunca. Y en ese sentido, la pérdida de personas como Ruth Bader Ginsburg invita al luto frente a ese modelo de vida, uno centrado en trascender la supervivencia material de la especie que, por otro lado, irónicamente, o tal vez no, se ve más amenazada que nunca. 

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