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El país en el que vivimos

La Macarena

Lucrecia Hevia

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Sacar al general golpista Queipo de Llano de un lugar central y público de la sevillana Basílica de La Macarena es una ofensa y tiene ánimo revanchista. Pero borrar los versos de Miguel Hernández del muro del cementerio de La Almudena en Madrid por lo visto ayuda a la concordia. La familia de Queipo tiene derecho a reivindicar la memoria de su pariente, memoria que por otro lado ha sido debidamente venerada y recordada, con honores y homenajes. Las familias de los represaliados durante 40 años por el franquismo son unos rencorosos por pedir que sus muertos sean enterrados dignamente y que no se aplauda una dictadura. Este es el país en el que vivimos.

Un país en el que el Obispado de Sevilla se pone de perfil en un asunto como el de Queipo, que tiene que ver, y no otra cosa, con los derechos humanos. Una declaración universal, para más señas. Porque estamos hablando de un señor que animó a la violación sistemática de las mujeres por parte de sus tropas, y que arengó a los suyos para “aniquilar” a todo el que tuviese pensamiento diferente como estrategia de guerra. Estamos hablando de un “criminal de guerra”. Pero qué se nos había pasado por la cabeza. En el país en el que vivimos, una parte de la sociedad esperaba honores durante la exhumación de Franco, un dictador (repetimos, dictador), porque, al fin y al cabo fue jefe del Estado durante cuatro décadas.

Al país en el que vivimos no le parece relevante que haya equipos de fútbol con el nombre de un dictador, como el Villafranco FC, a pesar de que el pueblo al que representa haya cambiado de nomenclatura; porque no tiene importancia. Como si en Alemania pusieran un Himmler Fútbol club, por ejemplo, y fuera tan normal. Pero los nazis perdieron. Y en el país en el que vivimos, los golpistas ganaron. E impusieron un tipo de sociedad, de pensamiento, de modelo, con el respaldo de una parte de la Iglesia (suelo mencionar a los que, dentro de la Iglesia católica, expresaron su desacuerdo, que los hubo), que educó a varias generaciones y dejó sin aire y en silencio a muchas otras durante cuatro décadas.

Sin embargo, cuando le doy vueltas y reflexiono sobre el país en el que vivo, me gusta pensar en esa otra cara. Me gusta pensar que estas “anomalías”, por utilizar un término suave, no son generales. Que somos más los que creemos que la línea de los Derechos Humanos es infranqueable; que pensemos lo que pensemos, opinemos lo que opinemos, nos gusta sentarnos y conversar. Me gusta pensar que somos muchos los que “no queremos que se vuelva a repetir” nada igual, como no se cansan de decir los hijos y nietos de aquellos represaliados. Que creemos que nuestra democracia, con todas sus pegas, es lo mejor que tenemos para resolver problemas, desacuerdos, conflictos. Y que ese otro sector del país en el que vivimos acabará por cansarse. Eso me gusta pensar, pero como el país en el que vivimos es el que es, espero no equivocarme.

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