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El señorito Moreno Bonilla y el socialismo rociero

El presidente andaluz, Juan Manuel Moreno, celebró el Consejo de Gobierno en el Palacio del Acebrón con motivo del 50 aniversario del Parque Nacional de Doñana, en 2019.

Javier Aroca

16 de abril de 2023 22:49 h

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La ministra Teresa Ribera ha dicho con ocasión del dislate marismeño de Doñana que Juan Manuel Moreno Bonilla actúa desde la arrogancia de un señorito. De Despeñaperros p’arriba son de gatillo fácil. Creo que la ministra tiene otras virtudes, pero no tiene la de poner bien los nombres, cualidad que admiraba Antonio Machado. Moreno Bonilla no es un señorito, otra cosa es que actúe con arrogancia o se mimetice en los pinares, como tampoco Isabel Díaz Ayuso es una señorita.

“El señoritismo es uno de los tópicos más amorosamente cultivados” fuera de Andalucía, palabras de Manuel Chaves Nogales. Pero en la “literatura demagógica sobre el campo andaluz”, Moreno Bonilla no encaja en esa clasificación. Los señoritos hoy, además, están en Madrid o en los Países Bajos. Por debajo de ellos, desde arriba -altura en la que el amo está a caballo-, hasta la gañanía hay toda una categorización de elementos necesarios y, entre ellos, están “los aperadores y manijeros, incondicionales del señorito, buen caballista e impenitente cazador, con sus tres debilidades suntuarias: jacas, galgos y bodega”. Y no, Moreno Bonilla no es un señorito, será otra cosa.

La lógica mediática ha querido que el dislate marismeño coincida con la expresión dolida y lastimera de los devotos, es un decir, de la Reina de las Marismas. Otro elemento importante para comprender lo que nos pasa; aquí entra en juego la emulación, las ganas de parecer y comportarse como un rico, y nada mejor que una cabalgada por Doñana con sirvientes y lacayos.

Desde los primeros ochenta, la popular romería se vio engordada y naturalizada con la afluencia conversa de nuevos rocieros o que querían sin devoción parecer rocieros, bien por el alumbramiento de nuevas clases ociosas -Thorstein Veblen-, o de una nueva clase pudiente, la de los recién acomodados socialistas.

Fue un periodo continuado que perdura y que ha tenido entre otras consecuencias que aquellos socialistas hoy no lo parezcan o hayan dejado de serlo. El caldo era la cultura del pelotazo, enunciada por Carlos Solchaga. El País, prensa amiga, se hacía eco amable  de las “intermitentes y protegidas vacaciones de Alfonso Guerra” por tierras de La Janda; tiempos de enormes pollos tomateros con arroz en Conil de la Frontera, ofertorio de cónclaves socialistas. Se pasaba a Doñana por la barca de Sanlúcar de Barrameda. Tiempos de guerristas y de patillas exuberantes, tiempos de razias de los Guerra y de patrulla de otros reyezuelos.

Los entonces jóvenes socialistas eran despreciados en Madrid, qué se habían creído estos andaluces, pero desde Ayamonte a Algeciras, subiendo hasta Jaén, el triunfo era total. Estaban venidos arriba, empoderados se dice ahora.

Tiempos de exhibición de la abstención en el trabajo como mérito, de emulación pecuniaria y del poder antiguo; después de décadas de envidia y recelos, de emulación adquisitiva, de consumo ostensible, qué mejor que celebrarlo cada año vestido de señorito con “chaquetilla blanca y zahones”, como los de siempre. Fue un nuevo impulso a la fiesta campera, había nacido el socialismo rociero.

Todo era fácil, se ganaba fácil, se gastaba igual y se controlaba poco, no solo se presumía de tener sino que era necesario que te vieran gastando. El poder total no sirvió, sin embargo, para hacer el cambio y la pedagogía sino para todo lo contrario, para mimetizarse, crear clientelas e irresponsabilidad. En el campo, donde antes, con monarquía o república, anidaba el ultraderechismo agrario se llegó a una especie de entendimiento. Pelotazo arriba y a correr, pero era, como es, una bomba de relojería.

Más de tres décadas sin aprovechar para implantar la cultura cívica que defienda que la protección y proyección de un espacio paradisiaco y útil como Doñana tenia que ser compatible con una agricultura de valor que permitiera a los habitantes de las comarcas linderas vivir bien, con dignidad.

Apunta Antonio Morente en estas mismas páginas que todo el lío de Doñana es por un puñado de concejales, 79; porque eso llevará a controlar la Diputación, supongo. Los diputados por Huelva tanto al Congreso como al Parlamento andaluz, o los senadores, no son más significativos ni decisivos, ¿entonces? Será que hay que controlar el cabildo del agua, será que todo es por el poder del agua y el precio de la tierra. Hay literatura al respecto, mucha de ella judicial, y un dicho: el que parte y reparte, se lleva la mejor parte, la grande distribuzione que se dice en los campos de Sicilia.

Poco ha cambiado el panorama desde las crónicas de Chaves Nogales, y eso que en los treinta del siglo pasado aún no había eclosionado el mundo del fruto rojo. El postureo estético que hoy esgrimen las izquierdas no es compatible con las conductas no ejemplares observadas y practicadas en estos tiempos democráticos. 

“Al frente de la comitiva, de las carretas, va un jinete que enarbola una gran bandera roja, amarilla y morada, detrás del simpecado van dos guardias civiles, que con sus tricornios charolados y sus correajes amarillos son el símbolo del orden y de la legalidad republicana”. Marchan “entre la simpatía popular”. Pero algo había debajo de las apariencias: “Cada viva a la Blanca Paloma -le decía a Chaves Nogales con sorda indignación un receloso demócrata- es un disimulado muera a la República”.

En fin, sostenía Chaves Nogales, que todo discurre con normalidad, “entre el puerilismo de unos y otros, de neófitos marxistas y monárquicos” emboscados con sus banderitas disidentes. O eso debería parecer, tras casi un siglo, pero ahora  los socialistas lamentan  que los mueras sean a Pedro Sánchez. Cosas del regadío al tuntún.

Hoy ha sido fácil, ha escrito Manuel Chaves Nogales, para más señas, Andalucía roja y la Blanca Paloma. Lean, los andaluces nos criticamos solos y algunos celebramos incluso las críticas de allende Despeñaperros.

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