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Un hombre de altura

El Parlamento lamenta la muerte del diputado de Podemos José Luis Serrano y destaca su "talante"

Miguel Ángel Fernández

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Cuando empecé a tratarlo con más asiduidad, José Luis Serrano tenía miedo a volar. Unos años antes el avión en que viajaba desde Madrid había sufrido un percance al aterrizar en el aeropuerto de Granada. Pese a lo aparatoso del siniestro, no hubo ninguna desgracia pero el entonces joven profesor Serrano desarrolló una fobia hacia cualquier cosa que tuviera que ver con la aviación que condicionaba seriamente sus viajes, ya fueran de trabajo o de vacaciones.

Por esa época, más o menos, sus dos grandes pasiones intelectuales, aparte claro está del derecho, eran la novela negra y la ecología. A ambas había llegado después de una etapa de simpatía con Izquierda Unida, fruto de su preocupación por la defensa de un sistema democrático basado en la legitimidad y la transparencia. Al género negro lo habían acercado Vázquez Montalbán y Concha Caballero, al activismo verde el contacto con las organizaciones ecologistas. A lo uno y lo otro, Serrano le proporcionó una base teórica.

Las conversaciones, interminables, con él y con Andrés Sopeña siempre tropezaban en el mismo punto: Y si un día ganaras el Planeta… ¿cómo conseguirías completar la agotadora gira de promoción sin subirte en un avión? O ¿cómo piensas llegar a una conferencia ecologista en Río o Vietnam? ¿En barco? Ahí, Serrano desplegaba su riquisima capacidad dialéctica para convencernos de que en realidad lo suyo no era una fobia, sino una postura ética en defensa de unos medios de transportes sostenibles. ¿Cuánto consumía un avión? ¿Cuánto contaminaba? ¿Qué intereses se escondían detrás del trafico aéreo?

Viajó mucho en tren y mucho más en coche y el paisaje le condujo, creo yo, a una nueva preocupación, la de buscar una escritura real de lo que había sido Andalucía. O lo que es lo mismo, conocer a fondo el pasado para entender un presente en el que su tierra seguía sufriendo la marginación frente a otros pueblos de España. La lectura de Olagüe, la amistad con José Manuel García Marín y Antonio Enrique, precedió a la llegada de Zawi y al colosal proyecto de contar, desde el rigor intelectual, qué fue y qué es Andalucía.

Cuando su último libro, La Alhambra de Salomón, daba voz al origen del reino nazarí, una muchedumbre tomó las calles. Era por mayo y a Serrano aquella explosión de voces anónimas le sacudió. Ah, si fuéramos más jóvenes a esta hora estaríamos en la Puerta del Sol, le comentó a su amigo Miguel Pascuau. Pero el medio siglo que acababa de cumplir no le pareció una razón suficiente para quedarse en casa. A decir verdad, en los argumentos de aquellos círculos estaba todo su itinerario político, desde los primeros pasos a la izquierda del PSOE, la mirada sostenible y la defensa de un país frente a la sinrazón de otras políticas más poderosas.

Al primer encuentro lo llevó su otro amigo Francis y, como solía pasar en sus clases de derecho, no le resultó difícil entenderse con el auditorio. Tan importante le pareció esta causa que pudo aparcar, siquiera momentáneamente, la literatura y sobre todo la universidad. Para entonces ya había perdido el miedo a volar, una limitación a la que él sabía que podía sobreponerse. No con terapias ni con lecturas. Simplemente con razones. Y si García Márquez llamara y dijera que te espera para cenar esta noche en Mëxico -le decíamos para marear la discusión- ¿qué harías? Lo normal: dejarme de tonterías y buscar el primer avión. A eso nos enseñó el profesor José Luis Serrano Moreno: a diferenciar lo fundamental y lo accesorio.

Miguel Ángel Fernández es periodista

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