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El muro de Texas en el Guadalquivir

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Martes, puerta del CEIP San José Obrero, en el barrio de El Cerezo, Sevilla. Madres y padres esperan a sus hijos. Un coche negro se detiene. Tres hombres con chalecos oscuros se acercan a una mujer dentro de otro vehículo. Le piden la documentación y aunque ella intenta explicar agobiada que solo ha venido a por su niño, la sacan del coche a rastras y se la llevan. Su hijo, de siete años, llora solo al otro lado de la verja con la mochila abierta en el suelo.

No, no pasó en Sevilla. Pasó frente al Columbus Elementary School de Chicago (Illinois), cuando agentes del ICE detuvieron a dos madres latinas mientras esperaban a sus hijos.

En los campos de Huelva, las jornaleras corren entre los surcos perseguidas por agentes armados que bajan de furgones policiales.

No ocurrió en Palos, sino en Bakersfield (California), donde agentes del ICE irrumpieron en varias fincas agrícolas y detuvieron a decenas de trabajadores latinos.

En la Parroquia Santa María Madre de Dios, en El Puche (Almería), varias familias con niños son identificadas en la puerta y varios padres son reducidos en el suelo delante de sus niños pequeños y resto de parroquianos.

No ha pasado aquí. Pero sí en Houston (Texas), donde este verano más de 3.000 migrantes fueron detenidos en o cerca de iglesias.

Una paciente convaleciente en el hospital Virgen del Rocío grita pidiendo ayuda cuando tres hombres entran en su habitación para detenerla. La enfermera intenta advertirles que no está estable, pero la apartan de un empujón y se llevan a la paciente detenida ante la mirada perpleja del resto de enfermos y personal sanitario.

No ha pasado aquí. Pero sí ocurrió en el Glendale Memorial Hospital de Los Ángeles, donde una inmigrante fue arrestada en una camilla mientras seguía hospitalizada.

Todas estas escenas son reales. Solo que aún no han ocurrido en Andalucía.

En esta deriva la extrema derecha no avanza sola. Avanza cuando la derecha tradicional la normaliza. Vox no gobierna sin el Partido Popular, y sus ideas políticas antiinmigración (deportaciones masivas, invasión, sustitución de la población, islamofobia) entran en la agenda cuando el PP necesita sus votos o asume su lenguaje

Y lo inquietante es que empiezan igual en todas partes: con discursos que se venden como razonables, con políticos diciendo que “no hay para todos”, que “hay que priorizar a los de aquí”, que “los inmigrantes abusan del sistema” o que “se llevan las ayudas”.

Estas frases dividen el mundo en dos grupos. Los que merecen derechos y los que deben demostrarlo. Ahí es cuando empieza el racismo institucional.

En esta deriva la extrema derecha no avanza sola. Avanza cuando la derecha tradicional la normaliza. Vox no gobierna sin el Partido Popular, y sus ideas políticas antiinmigración (deportaciones masivas, invasión, sustitución de la población, islamofobia) entran en la agenda cuando el PP necesita sus votos o asume su lenguaje. El ejemplo más reciente el mes pasado cuando en Murcia, el Gobierno del PP cierra un centro de menores, tras la presión de Vox, y traslada a los menores no acompañados a un albergue remoto y separado del resto de niños de origen español,  pese a que ningún vecino había presentado queja alguna. En Cataluña, Aliança Catalana ha crecido con una retórica abiertamente islamófoba, señalando a las personas musulmanas como amenaza y pidiendo expulsiones y cierres de mezquitas. Cuando estos discursos suben, no es porque la sociedad se vuelva más racista, sino porque la política empieza a tratar el racismo como una opinión respetable.

Y da igual que todo sea falso, que las personas migrantes no sean una carga, que paguen impuestos, sostengan nuestros campos, limpien nuestros hoteles y cuiden a nuestros mayores. Sin ellas, lo que colapsa no es la identidad, son los cuidados, la economía y nuestra humanidad compartida.

Cuando un Estado aprende a negar derechos a un grupo, pronto encuentra otro. Hoy serán los migrantes, mañana los parados, las mujeres que protestan por sus cribados, los enfermos caros, los disidentes. Porque el racismo es el laboratorio del autoritarismo y no hace falta imaginarlo porque nos pasó recientemente

Afirmar que hay personas que merecen menos derechos por su origen es negarse a la base de los derechos humanos, que todos nacemos iguales en dignidad. Tras dos guerras mundiales, genocidios y dictaduras, Europa asumió el principio esencial de que los derechos humanos son universales, no dependen del lugar donde naciste, de tu apellido o de tu pasaporte.

El discurso racista que utilizan las derechas es abiertamente utilitarista y no pretende proteger a la gente de aquí. Tiene truco. Enfrenta a pobres contra pobres. Y mientras discutimos quién merece una prestación o una cama de hospital, nadie mira hacia arriba: hacia quienes acumulan riqueza, inflan alquileres, especulan con la vivienda y no pagan impuestos en proporción. El racismo es así funcional porque divide a los trabajadores y desvía la mirada de los verdaderos responsables de la desigualdad.

El riesgo posterior es el de que cuando un Estado aprende a negar derechos a un grupo, pronto encuentra otro. Hoy serán los migrantes, mañana los parados, las mujeres que protestan por sus cribados, los enfermos caros, los disidentes. Porque el racismo es el laboratorio del autoritarismo y no hace falta imaginarlo porque nos pasó recientemente. Primero se negó el pan, luego la escuela, luego la nacionalidad… hasta que un día llegaron los trenes, los extranjeros, los pobres, los judíos, los gitanos, los disidentes, nadie estaba a salvo cuando la dignidad se volvió un privilegio.

En Estados Unidos tampoco empezó con agentes entrando en colegios o en hospitales. Empezó con palabras. Con políticos repitiendo que el país está “lleno”, que los inmigrantes nos quitan el trabajo y las ayudas, que vienen a delinquir y hay que proteger lo de los de aquí. Lo que parecía imposible en una democracia consolidada se ha vuelto rutina en pocos años. Niños solos en la puerta de un colegio, familias perseguidas en las iglesias, trabajadores cazados en los campos.

El racismo como sistema no aparece de golpe. Se cuela en las leyes, en los discursos, en las bromas. Se instala despacio, hasta que un día los niños se quedan solos en la puerta del colegio. Todavía no ha pasado aquí. Pero cada vez que guardamos silencio ante un discurso de odio, la frontera del miedo se mueve un centímetro. Si no frenamos esta deriva ahora, algún día, pronto, será demasiado tarde para decir que no lo vimos venir.