Ignorará el algoritmo

Hace tiempo que no escucha esas canciones. Todos han cambiado: él, las letras, la música. Son treinta años. Quemó, de usarlos, esos vinilos y cintas de casete. Pero suele escuchar ahora otras cosas cuando camina con sus auriculares por la calle. Si investigas su Spotify, ignorará el algoritmo que ese artista lo fue todo para él, que sintió emociones que no ha vuelto a encontrar, que si hoy escribe un verso es porque hubo otros versos que le marcaron para siempre. Ignorará el algoritmo las ciudades y los pueblos en los que asistió a esos conciertos, las personas que lo acompañaron. Ignorará el algoritmo quién era él entonces. Cuáles eran sus miedos y sus sueños.

Reconoce hoy, identifica, algunos trucos. Sabe admitir que hubo alguna creación fallida. Pero sigue reconociendo que eso ocurre porque también hay cumbres que nadie escaló como las escaló ese cantante. Nadie supo hacer cima de aquel modo.

Ese cantante se retira de los escenarios. Y él ha vuelto a verlo en un concierto. Y sabe, ahora sí, que ha sido la última vez. Ignorará el algoritmo que ha vuelto a sentir –igual que entonces, pero a la vez de un modo tan distinto– todas aquellas emociones. Ignorará el algoritmo que ha llorado de un modo en el que no se puede llorar cuando se tienen veinte años. Ha vuelto a verlo en un concierto y, aunque reconoce hoy algunos trucos, volvió a la idolatría. A renovar los votos y la fe en una religión que lo fue todo para él. Ignorará el algoritmo que la dignidad de una persona se mide por la lealtad y que la lealtad más difícil es la lealtad a uno mismo. Ignorará el algoritmo que aplaudir en un concierto equivale a no escupir en las fotografías. Ignorará el algoritmo tantas cosas.

Peor, sin duda, para el algoritmo. Peor para el sol.