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Según el barómetro de noviembre del CIS, un 78,6 % de las personas encuestadas considera la situación política de nuestro país mala o muy mala, y para el 24%, los/as políticos/as, los partidos y la política son el principal problema de España, a gran distancia de la independencia de Cataluña, que recibe un 6,5%. No es de extrañar después de la poca capacidad para el acuerdo que han demostrado los partidos políticos, que nos ha llevado a la repetición de elecciones y a ocho meses de gobierno en funciones.
Lo malo es que el desapego hacia la acción política por parte de la gente no es nuevo, se viene detectando desde hace tiempo, sin que esta situación, que día a día va debilitando la democracia, haya hecho reaccionar a las estructuras de dirección de los partidos. Y el clima de crispación visto en la sesión de investidura no permite vislumbrar un escenario más proclive a la reflexión y la autocrítica.
Los partidos políticos han dejado de ser instrumentos de organización y representación de determinados sectores sociales. Han perdido la vida orgánica, no hay debates internos en los que participe la afiliación, no se potencia la formación integral de cuadros y se llega a puestos de dirección con escaso bagaje político, aunque con las suficientes habilidades para sobrevivir en las batallas partidistas. Cuando están en la oposición todo se supedita a ganar las elecciones, así que no hay tiempo para la reflexión y el análisis, y cuando se gobierna, las personas mejor preparadas, al menos en teoría, se dedican a la labor institucional, descapitalizando y debilitando las estructuras del partido, ya débiles de por sí. Los partidos se han ido convirtiendo en maquinarias electorales cuyo contacto con la ciudadanía es esporádico y a través de intermediarios fundamentalmente.
Conscientes del descrédito social, la mayoría de partidos han introducido algunos cambios en su funcionamiento, pero son más formales que de fondo. La contribución de los dos principales, las primarias y las consultas a la afiliación, a incrementar la participación y mejorar la democracia es más que dudosa, quizás porque el problema es más de voluntad democrática que de cambios organizativos.
La democracia precisa de la participación, pero de una participación informada, huyendo del maniqueísmo y simplismo, teniendo en cuenta las diferentes posibilidades y las ventajas e inconvenientes de cada una de ellas; reflexionada y debatida, contraponiendo las diferentes propuestas. La inmediatez con que se someten a consulta las decisiones de la dirección y la falta de debates organizados -las redes son importantes pero no lo solucionan todo- impide que se den las condiciones para una participación plena. Las consultas se convierten con frecuencia en plebiscitos sobre las direcciones de los partidos.
En el caso de las primarias creo que se ha copiado, de manera acrítica, una forma de participación de un sistema electoral, el estadounidense, distinto al nuestro, con elecciones mayoritarias y en el que los partidos tienen unas funciones totalmente distintas. Con el sistema tradicional, las direcciones de los partidos, y el secretario o secretaria general, se elegían por un grupo reducido de personas seleccionadas mediante procesos en los que la afiliación iba delegando su voto, la elección era producto de pactos que conllevaban cierto reparto del poder y contrapesos entre diferentes estructuras. Con las primarias la participación de la afiliación es directa, pero se debilitan los contrapesos, el partido se hace más presidencialista. Un ejemplo claro es el caso del PSOE, los órganos de dirección, Ejecutiva y Comité Federal, han perdido capacidad de dirección pero, ¿quién le va a discutir a Pedro Sánchez su autoridad para tomar decisiones si ha sido elegido por los afiliados? Las primarias también tienen sus efectos secundarios no deseables.
Cuando una organización o una persona cambia de opinión puede ser por oportunismo, porque estaba equivocada o por que la situación ha cambiado, pero si no hay autocrítica o explicación del cambio lo que queda es el oportunismo. ¿Por qué no se explican los motivos de los cambios de objetivos o estrategias? ¿Por qué no se reconocen los errores? ¿Consideran a la ciudadanía tan infantil como para ocultarnos la verdad? La autocrítica no debilita a quien la hace, al contrario, fortalece a quien es capaz de reconocer sus equivocaciones y pone los medios para rectificar.
Este desapego hacia la política no es exclusivo de España, la crisis de los partidos tradicionales -o, al menos, su forma de hacer política- es un hecho irrefutable en Europa: han surgido opciones ultranacionalistas, de extrema derecha, nuevas formaciones de izquierda, algunas como el movimiento 5 Estrellas que me resulta difícil clasificar; los partidos democratacristianos, socialistas y comunistas han desaparecido o devenido irrelevantes en varios países. Las grandes familias ideológicas que fueron referentes en los años 50 han envejecido mal, pero tampoco las alternativas que han surgido han sido capaces de corregir antiguos errores. Necesitamos organizaciones políticas renovadas, más democráticas, más vinculadas a la sociedad, capaces de reconocer sus limitaciones y de enfrentarse a la complejidad de los problemas… El futuro de las sociedades democráticas depende de ello.
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