El verano

Empezaba el verano y terminaban los colegios. El calor cubría la ciudad como una maldición. El calor se derramaba en las antenas como una perra enferma (algo así escribí en un poema que publiqué hace tiempo, pero lo traigo aquí de nuevo por economía circular y porque ya veréis luego que pega). Niños y niñas desplegaban su alegría por las calles y a su paso el asfalto ardía.

Dentro del pabellón la vida era soportable. Había aire acondicionado y cerveza fría. Avances indudables del progreso. Como los bocadillos de jamón y los besos, que defendía Félix Romeo y recordaba hace poco Octavio Gómez Milián. Como el Día del Orgullo, ya a las puertas. O como aquel tipo –me contaron– que decía que no viajaba a países en los que no hubiera McDonald’s y habeas corpus.

Uno no sabe ya si sofocan más los cuarenta grados o el eterno retorno de la suciedad política, decepcionante como una cerveza caliente.

Atentos escuchamos nuevos himnos y fue imposible no bailarlos. Porque también el éxtasis y la tristeza pueden ser una forma de resistencia. Porque hay que tener los oídos abiertos a las apuestas peligrosas y ganadoras. Y porque hoy la poesía se esconde en los mechones de una peluca rubia.

Rigoberta Bandini oficiaba el ritual. Suma sacerdotisa de un solsticio que nos acercará a nuestros mediterráneos, a las cunas del placer y la civilización. No hablo de ningún desplazamiento. Hablo solo de mirarse hacia dentro, como un selfie. También esa es una forma de resistencia.

Desde las brasas en las que arde aquello que queremos dejar atrás, desde las auroras en las que amanece un verano, yo escribo estas líneas con ciertas canciones retumbando todavía en mi cerebro. Con cierta voluntad de alegría y decencia.

O es en verano cuando ocurren las cosas o es nunca.