Aunque en esencia sea un simple fósforo el que prenda, la cascada de políticas neoliberales está detrás de la intensidad y gravedad que alcanzan algunos incendios. Obviamente, tienen muchas causas, derivadas con frecuencia de la ambición de unos pocos y la ignorancia o indiferencia de otros muchos, pero de entre ellas, vamos a hablar de una actividad en concreto que, si bien no es la responsable absoluta de la catástrofe, es en una parte significativa una de las que sin duda la agrava.
Todos hemos oído hablar de las “ovejas o cabras bomberas”. Combatimos la explotación animal a través de la ganadería, pero sabemos que los animales comen, y al comer limpian montes y bosques. Luego cagan, pero su basura no es como la nuestra, la suya lleva premio, es el mejor fertilizante posible, el cual en muchos casos además trae la semilla de lo que comen, y eso hace que, según defecan, reforesten. Pero las ovejas y cabras no son las únicas que aportan este beneficio; de hecho lo hacen en una proporción mínima respecto a los demás animales que por densidad de población habitan las áreas forestales. Socialmente se ha entendido esta secuencia como algo positivo, si bien de otra época, pero en general la opinión más aceptada es que aquello de la ganadería era un ciclo lógico.
Pero hete aquí que “el progreso” ha hecho que la cabaña y la ganadería tradicional hayan dejado paso a macrogranjas, donde primero envenenan a los animales y luego a nosotros, cuando comemos la carroña en que convierten a aquellos. Así desaparece la ganadería de siempre y (según el discurso especista) no queda nadie para proteger el monte, lo cual es falso, mientras el incompetente de turno con responsabilidad administrativa prefiere gastar en extinción mucho más de lo que invierte en prevención.
Sin embargo, y a falta de ovejas bomberas, cabras y vacas cuyas cagarrutas y deposiciones reestructuren el suelo, tenemos corzos, venados, ciervos, zorros, perdices, jabalíes, conejos, ardillas, topos, erizos... Es fácil comprender que estos seguirían manteniendo el espacio natural en óptimas condiciones, sólo con su existencia, equilibrando el medio: comiendo, limpiando, cagando, abonando, sembrando.
Entonces ya estaría solucionada la ausencia de rebaños ¿Cuál es el problema? Que no les dejan existir. Los matan. Les disparan. Los revientan sólo por diversión. A cientos, a miles, entre dos fuegos (un cálculo serio, si fuese posible obtener un porcentaje fiable de las muertes a manos de cazadores y furtivos, arrojaría la cifra de cientos de miles, pues habría que sumar a los que intentan salvar su vida huyendo, otros miles como invertebrados, pequeños roedores o pollos en nidos, que por sus condiciones no pueden escapar...
En la media veda, en la veda abierta, masacre tras matanza se encadenan los holocaustos vulnerando las normas que ellos mismos se dan. Porque es rotundamente falso que los cazadores sean necesarios para mantener la biodiversidad. Tenemos sobradas evidencias de que la mano del hombre ha contribuido sobre todo a alterar esa biodiversidad, aunque el hombre se crea dueño de las llaves del campo. La naturaleza con sus propios ciclos pone en evidencia que la única especie de la que podría prescindir es la humana. Todo lo desequilibrado es consecuencia de las actividades del ser humano, sea la contaminación de los ríos, la sobreexplotación de los bosques, la extinción de las especies o el respeto en la convivencia con los demás.
Son toneladas de matorral y de pasto lo que los ungulados comen, y toneladas de sus excrementos las que abonan los montes. Por consiguiente, cada animal abatido es una criatura que deja de trabajar para el desarrollo del entorno en el que él también tiene derecho a vivir, y que además pretendemos explorar como “paisaje”. No se puede soplar y sorber a la vez.
Cada ser vivo masacrado (pieza, para los escopeteros, arqueros, lanceros, tramperos, etc.) es un individuo que deja de cumplir su función conservacionista y regenerativa en diferentes aspectos, y eso, sumado a la privatización de la gestión de prevención y extinción de incendios que acarrea desprofesionalización y mercantilización de un servicio esencial, y a la merma de “recursos humanos” especializados que apaguen los incendios en invierno, nos perjudica a todos.
No vamos a entrar en el hecho probado de que hay cazadores que queman el coto ajeno para beneficio del propio, -acabamos de verlo en Extremadura-. La verdad es que los cazadores ocasionan el 4,7% de los siniestros originados por incendiarios (según datos del Ministerio de Agricultura) lo que en cifras reales serían unos 2.600 incendios al año. Tampoco vamos a profundizar en las toneladas de plomo de sus cartuchos contaminando subsuelo y los acuíferos, ni del análisis psicológico de un colectivo que se excita haciendo sufrir a otros. Otro día será.
Estamos hablando de que la actividad cinegética influye directamente en el mal estado de los montes, resta vida y limita a la naturaleza en general. Por eso queda demostrado, más allá de la opinión, que el estandarte sobre los beneficios de su “actividad” es cuando menos propaganda.
Sí que es verdad que la caza crea beneficios económicos. Pero, ¿para quién? El número de licencias de caza no llega al 2% de la población.
Cuando no quede un solo árbol verde, ni un muflón al que disparar... ¿Quién será la siguiente “pieza”?
El cazador promedio es alguien en quien paradójicamente coinciden su primer impulso con su última respuesta: la violencia a través de la fuerza de su arma. Una prueba de esto son las amenazas reiteradas de todo tipo que sufren quienes cuestionan su actividad con lógica y datos.
La caza nos mata a todos.
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