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Elogio del vacío

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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Hace algunos años, el director de una revista editada en La Rioja convocó a varios de sus colaboradores para anunciarles la publicación de un monográfico destinado a glosar los valores naturales y paisajísticos de dicha Comunidad. Su propuesta era muy sencilla. Cada participante debía seleccionar un paraje que le fuera afín, o con el que se sintiera emocionalmente unido, y utilizar esa excusa para escribir sobre él y cuanto considerara oportuno. Hubo, además, dos condiciones. Los artículos tenían que ser breves y estar redactados en un tono intimista y personal, lo más personal posible. Por suerte o por desgracia, esta especie de guía turístico-sentimental de La Rioja nunca llegó a ver la luz por razones que no vienen a cuento.

Cuando la propuesta llegó a mis oídos, no dudé ni un minuto en sumarme a la iniciativa y aceptar el encargo. Sin embargo, tras comenzar a ordenar mis recuerdos para elaborar una lista de lugares sobresalientes y buscar argumentos que justificaran o aclararan a los lectores el entusiasmo que sentía por alguno de ellos, descubrí que estaba a punto de cometer un gran error y que lo más oportuno o coherente con lo que entonces y ahora pienso era declinar el ofrecimiento. De modo que, llegados a este punto, no queda otro remedio que exponer alguno de los argumentos que me llevaron a romper el compromiso que había adquirido. Allá vamos…

Aunque parezca mal reconocerlo, creo que lo que hace que un lugar sea memorable depende, en buena medida, de su soledad y de su aislamiento. Me explico. Habitualmente consideramos que los espacios en los que la presencia humana es escasa o inexistente son valiosos porque han tenido la suerte de mantenerse al margen de la destrucción o de las transformaciones que hemos provocado a nuestro alrededor y contienen especies y variedades biológicas imposibles de hallar fuera de ellos. No obstante, existe otra razón tanto o más importante que la mencionada.

Los parajes naturales solitarios resultan irresistibles porque facilitan el recogimiento y la introspección, porque son los únicos que ofrecen la oportunidad de sumergirnos en ellos, de confundirnos, abismarnos o disolvernos en su interior sin que nada ni nadie desvíe nuestra atención. Este ejercicio “espiritual” no sólo nos permite dejar de lado por un momento ese ego pegajoso que nunca nos abandona o la doliente condición humana. También contribuye a romper las barreras que habitualmente nos separan y distancian de los demás seres.

Hay ocasiones, pocas, en las que la naturaleza consigue sustraernos de nosotros mismos. Cuando esto sucede, el yo omnipresente y nuestra contumaz personalidad se hacen a un lado o se empequeñecen. En esos raros momentos sentimos y permitimos que los árboles, aguas, nubes, pájaros, montañas, insectos, rocas y tierra nos penetren, se instalen un rato y salgan de nosotros. Esta vivencia inefable y efímera, que algunos no dudan en tachar de mística y que pone en tela de juicio la convicción de que el mundo ha sido creado por y para los hombres, hace que recuperemos la unidad perdida, que el panteísmo cobre sentido y que también lo hagan las palabras pronunciadas por el protagonista de una lejana y olvidada película titulada Dersu Uzala cuando afirmaba que el sol, la luna, los animales, los árboles, el fuego, el agua y el viento eran gente a la que no convenía enfadar.

Esta sintonía o identificación con lo que nos rodea no admite distracciones, exige una atención total y no puede experimentarse en presencia de otros seres humanos. Su proximidad física, sus miradas o los sonidos que emiten son interferencias que deforman y alteran el equilibrio de esos lugares, que rompen su hechizo, imposibilitan la comunión y aniquilan su misterio. Divulgarlos, darlos a conocer a través de execrables folletos ilustrados, suplementos de ocio, revistas especializadas, catálogos de lugares que debemos visitar antes de morir o guías de la naturaleza puede reportar beneficios personales y económicos para los autores de los reportajes o favorecer el desarrollo económico de comarcas carentes de otros recursos, pero también constituye una profanación y una traición, un sacrificio que, en muchas ocasiones, resulta irreparable. La fama o la popularidad les sienta mal porque provocan un incremento automático en el número de visitantes y la devaluación de su significado. Si esto sucede, el lugar propio, la geografía íntima a la que nos apegábamos y que nos emocionaba invitándonos a la contemplación, a la modestia y al olvido del ser, acaba convirtiéndose en una vulgar e indiferenciada atracción turística, domesticada, vulgarizada, degradada y emputecida.

Pues bien, una de las formas más efectivas de evitar todo lo anterior, y la única que se encuentra a mi alcance, pasa por mantener en secreto la existencia de estos parajes alejándolos de la atención y de la voracidad de curiosos, excursionistas ocasionales y domingueros.  

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