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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Por una política lampiña

El presidente del Gobierno de Cantabria, Miguel Ángel Revilla. EFE/Pedro Puente Hoyos/Archivo

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El gran problema de la política actual no es la corrupción, no. Tampoco la desafección ciudadana, o la polarización. Es el bigote. El bigote genera profundas distorsiones en el mensaje político que llevan al delirio. Piensen en Maduro hablando con pajaritos, Aznar viendo comunistas hasta entre los boy-scouts, o en Revilla diciendo que las aulas en Cantabria no tienen más de quince criaturas.

Y es que ese es, según nuestro ínclito (que no ubérrimo) presidente, el número máximo de alumnos por clase en Cantabria. Sería bueno saber quién le ha facilitado ese dato, porque es de suponer que la Consejera del ramo, también regionalista, tenga información más realista: como que no van a ser una mera anécdota las clases en las que haya más de 25 alumnos.

Ciertamente, es posible que la audiencia del resto de España salga con la idea de que Cantabria es una arcadia feliz, en la que los niños vienen con un sobao bajo el brazo y una parcelita de 2,25 metros cuadrados en su clase. Pero está claro que acá no va a engañar (porque no hay otra palabra para definir esas palabras: son simple y llanamente una mentira) a nadie: quién más, quién menos tiene hijos, sobrinos, vecinos... en los centros escolares de Cantabria, y sabe cuál es la realidad.

La pregunta, entonces, es el porqué de unas declaraciones que lo único que van a lograr es devaluar la ya pobre imagen que la comunidad educativa tiene de la gestión de la pandemia en lo que respecta a las aulas en Cantabria. Una gestión que hasta ahora se ha caracterizado por pasar la pelota al profesorado (muy especialmente a unos equipos directivos a los que se está cargando de trabajo hasta la extenuación), con un “laissez-faire” que haría sonrojar al mismísimo Adam Smith. Y la respuesta es tan triste como evidente: esa digitalización de la vida que llevaba años agudizándose ha alcanzado con la pandemia cotas máximas: el mundo material ya no importa, sólo la representación que del mismo hacen (hacemos) en las redes sociales y en los media.

En realidad, y salvando las distancias, es la misma estrategia de la ultraderecha o los negacionistas: un desprecio olímpico por los hechos, unos hechos que siempre pueden ahormarse a nuestra visión, a nuestro discurso, a nuestros intereses: la famosa “postverdad” y su realidad alternativa, en la que conviven alegremente los inmigrantes que vienen a robarnos hasta la mascarilla, la conspiración judeopodemita del coronavirus o los niños cántabros que campan a sus anchas por las verdes praderas y amplias aulas catedralicias.

La comunidad educativa se enfrenta a un enorme desafío; no es exagerado decir que el mayor, con mucho, de las últimas décadas. Lo menos que se le puede pedir a nuestros gestores es que muestren un mínimo respeto a las familias y al profesorado, y eso se demuestra, en primer lugar, no faltando a la verdad. La confianza es una cuestión clave en un ámbito tan sensible como la educación, y proclamar falsedades no ayuda, precisamente, a cimentarla. Revilla habrá conseguido con sus declaraciones su enésimo (y efímero) minuto de gloria, pero esa forma de hacer política tiene un corto recorrido. Y es que, cuando despiertas del sueño digital y mediático, la realidad, como el dinosaurio, sigue allí. Como los más de 25 niños por aula. Bueno, si no nos los confinan...

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