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Palabras Clave es el espacio de opinión, análisis y reflexión de eldiario.es Castilla-La Mancha, un punto de encuentro y participación colectiva.

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Antonio Casado, 'PecaDoctor'

El académico toledano Antonio Casado Poyales

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La ciudad de Toledo era la medida de todas las cosas. Una vez, en Bruselas, le vi quitar importancia a la Grande Place en favor de la plaza de Zocodover. Toledo le cabía en la cabeza y le salía por los poros de la piel como un ectoplasma que lo recubría y evitaba que se le escapase una fecha, un nombre o una leyenda. En muchos sentidos era un señor del siglo XIX, con dicción perfecta y una voz dos tonos por encima del volumen normal, que no tardó en tener un fondo de armario lleno de trajes y corbatones, y que desde los dieciocho años soñaba con ser arqueólogo, académico y doctor.

Consiguió las dos últimas cosas y, como era espabilado, cambió la tierra en los calcetines de las excavaciones por el polvo ilustre y el aroma a masa de pan de los libros de biblioteca. De masas también sabía porque sus ancestros se dedicaron a la pastelería y él mismo trabajó con Antonio y Margarita, sus padres, con su hermano Javi y con Mayte, su mujer, en la tienda familiar de la Cuesta del Alcázar. Lo mismo te vendía una espada de samurái con disertación previa de las diferencias entre una katana, un wakizashi y un tanto, que te hablaba de la receta de un cruni, o te envolvía con gracia una bandeja de delicias de mazapán rematada con un ingenioso lacito para que metieras el dedo y lo llevaras por la calle como se ve que hacen los personajes del TBO, Rigoberto Picaporte, don Pío o Pantuflo Zapatilla.

No muchos saben que dibujaba muy bien. Era de los que acostumbraban a enviar postales de sus viajes y tarjetas de Navidad enriquecidas con monigotes en los que se transparentaban años de admiración por Ibáñez, Raf, Escobar, Mingote o Forges. De estos dos últimos sorbió la Historia de la Gente, coleccionada en las separatas de ABC que compraba religiosamente su abuelo, y la Historia de Aquí, que me prestó al poco de conocernos en un aula gélida de techos inalcanzables del palacio de Lorenzana.

El primer día de clase había un torero -nariz afilada, cuerpo magro, gesto adusto, traje de luces- pintado a tiza en la pizarra. El segundo, un romano. El tercero ya había identificado al autor por las manos manchadas de polvo blanco y dio comienzo una amistad a prueba de huracanes que duró hasta la semana pasada. Me descubrió la Fundación de Asimov tomo a tomo, nos regalamos libros por los cumpleaños, engolosinó a mis hijos con los dulces de la tienda, vaciamos algunas despensas y botellas, conocimos a los visigodos de Arisgotas, nos acogimos en los malos tiempos, recorrimos procesiones de Semana Santa, escuchamos a Javier Krahe cantarle al AVE, vimos La leyenda de la ciudad sin nombre, El apartamento y El hombre tranquilo veces y veces; y pasé mucho miedo cada vez que subí a su coche.

Con el tiempo adoptamos el idioma y las maneras de Chiquito de la Calzada, y reemplazamos el habla normal por una sarta de nopuedor, tidacuín y fistros que alcanzó su cénit cuando nos convertimos en pecadoctores de la pradera. Esto es lo que puedo contar de mi amigo Antonio Casado Poyales en poco más de quinientas palabras.

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