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“Profe, es que necesitamos hacer dudas”. Lo miro, suspiro, y pienso que sí, que hay mucho trabajo por hacer. Es una de las frases con las que te puedes topar uno de esos días buenos en clase de Secundaria, a las puertas del Bachillerato. Los días malos las lindezas que pueden volar por el aula requieren análisis aparte. Y sí, piensas, si esto lo ha dicho con toda su educación y en un esfuerzo por aparentar ser responsable, cómo no utilizará la lengua con sus compañeros, amigos, familia, para ir a comprar el pan, o solicitar una beca.
Hombre, si se entiende. Hacer o resolver, qué más da. Y qué más da, total solo son palabras con las que representamos nuestra vida, nuestra realidad, nuestro pensamiento y nuestra forma de estar en el mundo. A nuestros jóvenes les cuesta encontrar las palabras, les cuesta rebuscar en su archivo léxico, les cuesta hacer una selección lo más certera posible. Y les cuesta por pereza, pero también por incapacidad y su incapacidad es la de todos, la de una sociedad que se va acomodando en la simplificación, de mensajes, de conceptos.
Muchos de nuestros adolescentes están sentando las bases de su desarrollo vital sobre cuatro palabras, y encima mal utilizadas, una vida formada con cuatro palabras, pensamientos articulados en cuatro palabras. Cuatro palabras tan fáciles de manipular, con las que nunca accederán a la comprensión de un mundo global y complejo, cuatro palabras que les hace vulnerables ante cualquier viento posmoderno de incertidumbre, cuatro palabras que no les permite entenderse a ellos mismos ni al mundo que les rodea, cuatro palabras que no les servirán de remo para dirigir mínimamente su rumbo en el río de la vida, cuya corriente les llevará sin capacidad de respuesta, cuatro palabras que si quieren podrán gritar, pero con las que nunca podrán argumentar.
La pobreza léxica de los jóvenes deriva en una pobreza cognitiva, una paupérrima vida, que contrasta con el aparente caudal de oportunidades de conocimiento que ofrece nuestro siglo tecnológico.
Siglo de luces de neón este veintiuno, que ofrece una realidad virtual sin límites que se desvanece entre tanta brecha con forma de acantilados sin retorno. Mucho se oye de la brecha tecnológica y poco de la brecha expresiva, que si bien siempre ha existido, en los últimos años en las aulas se siente y sufre con creciente preocupación y frustración. Los jóvenes que dominan las competencias comunicativos resultan especialmente brillantes, en todos los ámbitos tanto académicos como vitales, pero son cada vez más quienes se pierden en el uso de su propia lengua y caen en el desánimo generalizado de la incomprensión y apatía que inunda ante las tareas inabarcables. Cómo expresarse adecuadamente, cómo aprender, si no entienden nada de lo que escuchan o leen. Y es ahí donde el problema individual se socializa, sí como la deuda privada, pues igual pero en formato de ignorancia.
Hay enfermedad, hay síntomas, qué hacemos, por dónde empezamos. Señalar con el dedo está feo, pero siempre ha sido un recurso muy socorrido. La culpa es del esquema de la escuela, anquilosada y aburrida en contenidos y forma, que termina más aborregando que despertando ingenios; de los profes, que no sabemos dinamizar las clases y adaptarnos a la nueva realidad de pensamiento, o más bien de no pensamiento. La culpa es de las familias, demasiado ocupados los padres con sobrevivir en un complejo mundo laboral y de relaciones personales de escasa estabilidad emocional. La culpa es de la telebasura, el móvil, la play. Culpables, todos. Y ahora qué hacemos, porque algo hay que hacer.
Hablar de la enfermedad es un buen comienzo para poder curarla. Lo sé, este no es un diario especializado en salud, pero sí de algo muy vivo como es la lengua. Seguiremos el diagnóstico. Ante la duda, si en su círculo encuentran algún caso cercano a lo aquí descrito, no lo duden, un buen libro siempre ayuda a resolver las dudas, vitales y expresivas.
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