Palabras Clave es el espacio de opinión, análisis y reflexión de eldiario.es Castilla-La Mancha, un punto de encuentro y participación colectiva.
Las opiniones vertidas en este espacio son responsabilidad de sus autores.
Anoche cerraba su edición Informe Semanal con el reportaje 'Folk, el nuevo pop'. Un titular tan efectivo como sintomático. Quizá tristemente acertado. Porque si el folk se ha convertido en “el nuevo pop”, entonces probablemente ha pasado a ser únicamente tendencia, estética vintage o ambientación sonora sin conflicto. Una intención bastante alejada del discurso de muchas de las protagonistas del reportaje de ayer. El nuevo folk es también una revuelta simbólica que no puede terminar disfrazada de anuncio de cerveza artesana.
La vergüenza de ser de pueblo, esa herida tantas veces transmitida en silencio durante generaciones, está escrita en la piel de muchas biografías, como confesó Ana Iris Simón en Feria : “Siempre decía que había nacido en Madrid porque me daba vergüenza que en mi DNI pusiera Campo de Criptana”. No podemos permitir que esa vergüenza mutada se disimule ahora bajo un barniz pop, convirtiendo el nuevo folk en una suerte de 'Gitano de temporá', como cantaba Raimundo Amador: una crítica feroz a quienes se disfrazan de lo que antes despreciaban. Poner una jota entre dos sintetizadores no borra el desprecio histórico. Si el folk que vuelve no sirve para sanar y reivindicar, entonces no estamos volviendo a la raíz, sino repitiendo el decorado.
La música tradicional no necesita únicamente sonar más moderna. Necesita sonar más verdadera, más conectada con la realidad contemporánea. No se trata de buscar una inexistente 'esencia pura', sino de conectar con su sentido germinal, con su historia llena de cruces, préstamos y mestizajes. Como explica Jens Balzer en Ética de la apropiación cultural, lo que hace que una apropiación sea legítima no es la fidelidad a un origen imaginario, sino tener conciencia de que toda cultura es mezcla, cruce y movimiento. O, como diría Derrida, es asumir su 'descentramiento': no tener un centro fijo ni un origen único.
La cultura no puede seguir construyéndose desde los centros de poder. El nuevo folk brota desde los márgenes: desde pueblos que han sido históricamente silenciados, desde territorios que solo existían en los mapas para ser olvidados. Descentralizar la cultura no es repartir folletos culturales en los pueblos, es dinamitar el eje Castellana-Diagonal.
El folk no es atrezzo: es el grito de quienes solo salían en la tele para ser imitados o ridiculizados. Si el nuevo folk no se construye desde esa memoria y esa herida, entonces su modernización no es una evolución: es una máscara vacía. Karmento lo dijo sin rodeos: “El folclore es un poco casa”. Y una casa, si se trata como un decorado, deja de proteger. Las artistas del nuevo folk no hacen fusión para agradar, sino también para reparar. “Con el perreo hasta el suelo y con la jota hasta el cielo”, llevan por bandera Delameseta.
No hablamos solo de música, sino de una construcción simbólica que refleja la historia y la identidad de quienes la habitan, como parafrasea Benito Burgos. De ahí que el intento de recentralizarla y convertirla en pop sea un buen síntoma de los peligros que la acechan. No se trata de crear “parques temáticos de la tradición”, sino de reconocer que esas voces ya estaban ahí. “Hemos sentido una crisis de identidad en torno al territorio”, confiesa Bewis de la Rosa. La solución no está en maquillar esa herida, sino en cantarla como derecho.
Si queremos una cultura verdaderamente transformadora, el folk debe sonar desde donde nace: desde lo colectivo, desde la periferia, desde lo real. No pueden convertirse en canciones en una playlist más
El folk es también una forma de ecología cultural. Sus prácticas están tejidas con el entorno, con el calendario agrícola, con los ciclos naturales. Hablar de música tradicional es hablar también de sostenibilidad, de formas de vida no extractivas, de saberes regenerativos. Si lo rural ha sobrevivido, ha sido gracias a ese equilibrio. El folk puede ser una herramienta para repensar el presente: no como una postal bucólica para urbanitas con ansiedad, sino como forma de vida de quienes, como diría el siempre añorado José Luis Cuerda, quieren seguir siendo de barro en un mundo de plástico.
La música tradicional es un libro cantado, un archivo oral inmemorial, un cúmulo de saberes populares. De generación en generación, con el cuerpo, con la voz, con la vida. Es el recuerdo de las mujeres del campo que sostuvieron la cultura popular sin focos ni micrófonos. Sus cantos, sus oficios, sus maneras de cuidar han sido ignoradas por las narrativas oficiales. En sus manos, el folklore no era folclorismo: era, y es, genealogía, resistencia y futuro.
Si queremos una cultura verdaderamente transformadora, el folk debe sonar desde donde nace: desde lo colectivo, desde la periferia, desde lo real. No pueden convertirse en canciones en una playlist más. Inspirados en un verso de El Naán, podríamos decir que estos sonidos son semillas que sueñan con convertirse en encinas y robles que rompan los mares de asfalto.
0