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Retirarse desde la urbe hacia los campos produce halago, sobre todo al principio de adoptar el repetido hábito. El paisaje, entonces, nos abre sus brazos, que son amplios abrazos que ensanchan la ilusión. En el atardecer, ese individuo encandilado, que ha trocado, bajo sus pies, adoquines y asfalto por un tosco sablón con gravilla, deja atrás una verja y empieza a deambular cuando el sol se dispone a introducirse, como una res, en el vallar del horizonte. Así la tarde queda conformada con una sumisión que intenta rociarse de serenos aromas y prueba a reforzarse en pedestres sustentos filosóficos.
A veces coge el coche, y por el espejo retrovisor ve que blandamente reculan los cárdenos perfiles de los montes cercanos, las viejas alquerías en ruinas que reúnen tanta piedad en el poniente. No aflige, sin embargo, esta melancolía cubierta del verde de las viñas pletóricas, o esas matas de los sembrados repletas de pimientos lustrosos, satinados. O esas otras de flores amarillas, frutos túmidos. Todo eso recula en el pequeño marco panorámico del espejo retrovisor, eso más el caz seco, el caz seco del río Guadiana.
Los poetas se deleitan asistiendo a trabajos agrícolas, holgándose en la visión de los surcos rectilíneos. No ignoran que verso significaba en latín surco, línea que ahora el tractor traza, precisando a su término un giro para volver a delinear otra, exactamente como ocurre en el poema. Prácticamente todos los poetas aman los huertos y las extensas plantaciones, esas vides prometedoras que concluirán en el amado vino.
Por el contrario, como escribe Luis Landero en su libro ‘El balcón en invierno’, “los campesinos, como también les ocurre a los niños, no saben lo que es la belleza campestre. Donde otros ven un paisaje, ellos solo ven un sembrado, una dehesa, un erial bueno para cabras, un cerro o un barbecho. No se han parado a contemplar la naturaleza, sino que viven revueltos, confundidos con ella”.
Virgilio no era agricultor, pero hizo, con sus ‘Geórgicas’, que en el ánimo de la grandiosa Roma, la augústea Roma a la que el poeta sirvió, se atribuyese un carácter espiritual a las labores agrícolas. Nuestro poeta, que no es tampoco campesino, quiere escribir una ‘new georgic’, encarnándose en su admirado Virgilio, como anhela el soneto: “Ahora yo sea Virgilio reencarnado / bajo luz vespertina mas no urdiendo / epopeya ninguna sino viendo / con gusto mi jardín fertilizado. // A este Virgilio, grave y mesurado, / sus parcas herramientas disponiendo, / le sobra ser poeta, percibiendo / dulcísimos balidos del ganado. // Trabajando en cuclillas, le complace / su vecindad con unos eslovenos / que, por desdeño del oriundo altivo, // han tomado en arriendo unos terrenos / donde el rebaño sabiamente pace/ y a la tierra produce un incentivo”.
Hay excepciones. El sólido y prolífico poeta de Alcázar de San Juan (residente en Madrid) Santiago Ramos, no sé si desdeña estos escenarios naturales, pero no sé de literato más urbano. Por encima de todo el progreso, su nostálgico emblema es el tren, siendo Santiago fidelísimo usuario de deslizarse por el raíl. Sin embargo, su fetiche es un hijo vegetal, constituyéndose en amada acacia que ve desde la ventana de su estudio; árbol que, enhiesto, deja transcurrir su existencia dentro de asfáltico patio de colegio regentado por frailes trinitarios. Esta acacia ha inspirado a Ramos numerosos poemas y hasta libros, surgiendo de su estro bellos himnos sublimando su amor: “Doña Acacia, esa mujer / que todos dicen que es árbol / porque no ven más que un tronco / con ramas, hojas y pájaros…”.
Hay poetas que aman los apretados bosques. Pero hay otros que prefieren al árbol solitario, quizá porque sospechan que, contrariando el dicho, el mismo bosque impide ver los árboles. Entre los que se cuenta el poeta manchego Ángel Crespo. En su texto biográfico ‘Mis caminos convergentes’, el escritor confiesa que “algo que todavía me atrae tanto como me inquieta, es la llamada de los árboles, sobre todo la de los árboles de las lindes y los claros del bosque, y también la de los aislados en medio de los campos de labor”.
Y de esos árboles solitarios, el que tiene mayor prestigio es la encina. La encina estaba consagrada a Júpiter, quien llevaba una corona con sus hojas, distintivo notorio, más honroso que la posterior la corona de laurel que lucen tantos héroes, atletas, vates. El rumor de las hojas es profético, comunicándose así el padre de los dioses con los sacerdotes. Cabe el templo de Júpiter situado en el Capitolio romano había una encina al pie de la cual los romanos dejaban sus mejores ofrendas.
En las ‘Metamorfosis’ ovidianas, el poeta transcribe la leyenda de Filemón y Baucis, una parejita de ancianos que acogió con la máxima hospitalidad a Júpiter y su hijo Mercurio, quienes acudieron a la comarca y solicitaron alojamiento pero fueron dados de lado. El matrimonio les dio de comer y con agua caliente lavó los pies polvorientos a los divinos caminantes. Se percataron de los egregios visitantes al ver que la jarra de vino siempre estaba llena pese a las constantes libaciones. Antes del castigo divino, un diluvio, los dioses prometieron a los viejitos consumar su deseo, y ellos sólo querían fallecer juntos a la misma hora. Los dioses cumplieron lo prometido, y así, “brillando en el diluvio / gozaron de la vista / de Dios y devinieron / ella tilo, él encina”.
Nuestro poeta se detiene frente a los árboles y canta: “En el bosque los árboles están, / aunque silencio imponga la ladera, / platicando con aire charlatán, / sordos a mi ansiedad dicharachera. // Sin embargo, en el centro de un calvero / y erguida en incontables mediodías, / una encina a mi afán dicharachero / asiente y me revela profecías”.
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