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Septiembre

FOTO : Europa Press

Miguel Ángel Curiel

Lo que te atropella es el tiempo. Tú, ciudadano que has querido permanecer ausente de ello buscando una puerta de luz por la que pasar de una ciudad a otra, de un lugar quemado a otro verde al instante, y el instante son las Horcas Caudinas de los samnitas. Bajo aquellas lanzas pasaban doblegándose los soldados romanos derrotados en una batalla librada el año 321 a. C., en un estrecho paso de los montes Apeninos muy cerca de la ciudad de Caudio.

De la misma manera has pasado ahora por el detector de metales en un aeropuerto perdido al final del mundo, doblegándote al destino por unas tramas de aluminio y cables que detectan los ángeles en tu alma camino de T. Quedarse en septiembre para siempre, ese era tu deseo. No querías pasar de un día a otro doblegado bajo un arco de luz, de una noche a otra atravesando el Poenimus Mons de ti mismo hacia una meseta de ciudades de cristal.

Habías escrito a finales de agosto bajo la higuera una carta a un organismo mundial, a la atención de un gran hombre que allí trabajaba por el bien de la humanidad. En ella le hablabas de la necesidad de detener el tiempo en septiembre, de parar el mundo aunque sólo fuera por unos días, los que van desde San Emiliano a San Miguel. Habías escrito esa carta con las mejores intenciones, y más que por la pulsión de escribir, que no es otra que la de respirar y vivir, pero siempre un poco por encima de uno mismo, sólo por ayudarte a ti mismo a tener una grado mayor de conciencia.

En la carta le decías que septiembre era el mejor mes para ello; siempre en esas fechas, el mundo por unos días parece aligerarse de peso e ir más despacio. Así pensabas que las catástrofes pasadas al entrar de nuevo en el tiempo por nuestros ojos, como una memoria lúcida, se convertían en ceniza y escoria luminosa como perseidas negras allí arriba. La luz de estos días del final del verano se podría embotellar para ser bebida después, en una fiesta con viejos amigos a la orilla del Alberche. Podría girar de esa manera la tierra más despacio, quedar quieta en el eje de las higueras, apartando de nosotros, o desviando hacia lugares más altos y oscuros las catástrofes, tanto las ideológicas como las naturales.

El verano había castigado duramente al país con su holocausto solar. Los lugares hacia donde se va el río buscando la boca azul del mar habían ardido por entero. Desde el aire la línea negra del río cruzaba una tierra negra quemada. T. estaba recalentada como un recuerdo que nunca nos deja, pero igual que en otras ciudades con río, propensos a crecidas e inundaciones, como Heidelberg, Ulm, La Seo de Urgell, Oporto, o París, que siempre tenían a bien poner una marca, que registrara en un muro el nivel de las crecidas históricas de sus cauces, en T. no existió nunca un registro de inundaciones, un lugar donde señalar el nivel que alcanzaron un día las aguas del río, o un árbol donde hendir una línea a modo de señal del agua, como si la historia del río y de su vida fueran negadas.

Unas cifras con las que recordar y esperar. Cuando se inscribe una cifra, una marca, una señal adonde la vida ha llegado, hay que esperar de manera mesiánica a que esa marca o señal un día sea superada. Lo que veía el articulista en el río, esos días a principio de septiembre, era el revés y justo al revés, marcas por abajo, señales negras bajo el lodo azul como cuando se seca la vida, y esta permite ver el lecho de la sequía, y todo aparece de nuevo incrustado, hendido y mal oliente, columnas de mosquitos sosteniendo el sol negro en el agua.

Incluso un río cuando muere, corre por debajo de nuestros pies llevándose la miseria de nuestro tiempo. Su arqueología es fluvial, y debe ser a través de las sucesivas capas de nuestros recuerdos como lleguemos al lugar en el tiempo que buscábamos. ¿Pero qué recuerdos? Se preguntaba esta vez el articulista. El recuerdo de lo muerto no se recuerda, se vive siempre.

Y sin embargo al pasar doblegándose bajo el largo brazo de una higuera buscando la mesa en el jardín, antes de ser absorbido por el presente, que es el destino de lo que se fue, habría apostado a un número bajo toda la luz del invierno a que este sería un año muy lluvioso, y ya que el mundo en verdad nunca se detiene, seguiría su curso y llovería como nunca lo hizo. Le vinieron de pronto unos versos de Vladimir Holan que lo auguraban, el poema “Sin cesar”: “Año fatal… ha llovido tanto que parecía que no volvería a llover más, y después llegó un calor tan asfixiante que se hubiera dicho que no volvería a llover más”.

Holan, que en su casa de la isla de Kampa, en la ciudad vieja de Praga soportó las crecidas del Moldava dejando que el agua atravesara sus ojos como un puente humano. Allí, muy cerca de su casa hay un muro donde han quedado registrados los niveles de las crecidas, un poema de líneas y fechas, de años lluviosos, y justo al lado del muro el viejo tocón de un tejo con sus anillas, el dendron del tiempo de los dioses.

Tendría que llover entonces mucho, no habría dejado de llover durante meses. De nuevo y gracias a la fuerza del agua seríamos arrastrados hacia la memoria pasando por el futuro, llevados por la crecida más allá del aquí al mismo lugar del hoy, pasando de nuevo por debajo de las Horcas Caudinas a la manera en la que W. Benjamín lo relató magistralmente en su Einbahnstrasse, en ese pequeño y brillante capítulo titulado Madame Ariane, segundo patio a la izquierda, pero esta vez más como ojo de puente, ante el que no te doblegas sino que te alzas para ser libre.

Sin embargo el articulista de nuevo estaba atado a los días. T. olía a melocotón y a higo pisado y la luz de las mañanas era melosa y suave. Pensó que si el mundo se detenía ahora, desaparecería la apoplejía y que todas las tragedias por venir quedarían por un momento desbaratadas en el limbo de la barbarie. Nada acontecería desde el más allá de sí mismo, y sólo como espectáculo inocuo, o un ensayo fuera del tiempo, donde se conjugaban por un lado la belleza de las explosiones de colores extraños con la atrocidad de los sentimientos.

Muy cercano esto, a lo que sería una de las obras efímeras de Cai Guo Quiang, un apocalipsis efímero para inaugurar el mundo a la vez que lo finiquitaban las fuerzas de la naturaleza. Septiembre se quedaba para siempre con nosotros. Sin embargo la carta del articulista pasaba por alto otros asuntos de estado, al no considerarlos finalmente de suma importancia, a no ser que esas otras cuestiones de gran relevancia para el país y la humanidad ya se estuvieran gestando cada vez que cualquier gángster ideológico o el truhán religioso al atravesar las Horcas Caudinas para ir a beber agua de la fuente, quedará doblegado ante el destino que traía el milagro.

Esta vez gracias a la combustión de su maldad, y cada noche de septiembre se podría oír su desintegración igual que moscas y violeros azules al explotar cada vez que chocan con las resistencias eléctricas de la trampa, atraídos por el calor y la luz de las resistencias. Así se imaginó esta vez el articulista cómo estalla la cabeza llena de maldad de cada fascista ideológico o religioso, allí en lo celeste.

Desmigajado sólo sabríamos de su polvo puesto en órbita como escoria de perseidas muy cerca de los otros astros, mientras aquí, preservado ya el canto de los grillos, uno se echaría sobre una tumbona a mirar las últimas noches estrelladas del verano con un libro de Wislawa Szymborska en la mano. Podríamos entonces recoger las uvas sin temor y los higos sin avaricia, y cualquier otra cosecha amorosa del verano, mientras el río espera las lluvias y las borrascas cargadas que traen los ábregos, y estos al chocar con las montañas descargar toda su abundancia.

El río abriría por fin todo su cauce seco preparándose para la crecida por venir. Esta vez sí tendríamos toda la fuerza moral y la determinación de inscribir, de señalar el punto máximo del nivel alcanzado por las aguas en un muro. Al menos el articulista sintió bajo sus pies un ligero movimiento que venía de las entrañas de la tierra, sin que se abriera apenas en dos el mundo, como una granada reventada a los pies del granado.

Sólo un fruto que cae al suelo y revienta. Era al fin septiembre, no se detuvo el tiempo. Los colegiales yendo hacia el colegio de dos en dos corriendo para llegar antes que el tiempo. Pero de nuevo, y por no olvidar lo que de profético tiene siempre toda la escritura de Benjamín, alguno de nosotros habría vuelto a pasar bajo las Horcas Caudinas, y al tropezar con una piedra, no se le ocurrió un modo de romper el destino funesto en pedazos, un gesto, un simple gesto y unas palabras de admonición, como sí hizo una vez Escipión al pisar el suelo de Cartago, y al dar un traspiés dijo “Teneo te Terra Africana”; de camino hacia ese país, no muy lejos de T. el articulista se detuvo templario en una catedral.

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