Epidemias de otro tiempo: “Tanto tocaban a muerto que las autoridades trataron de prohibirlo”
Decían unos versos hace cien años: “Desde que el día empieza a alborear / hasta que la sombra del Oriente emana / con insistente y lúgubre doblar, / de un muerto y otro muerto, sin cesar, / dice la mustia voz de una campana (…) Van por las calles fúnebres cortejos / que forman enlutadas multitudes, / y en el confín del pueblo, allá a lo lejos / de una campana los tristones dejos / despiden numerosos ataúdes”. El poema, publicado en la revista 'Vida Manchega', contaba con lirismo lo que ocurría un día tras otro en aquel otoño de 1918.
España, incluidos los territorios que hoy conforman Castilla-La Mancha, se veía azotada por una terrible epidemia. Conocida como “la gripe española”, por un invento de corresponsales foráneos en nuestro país, país neutral en medio de la gran guerra y lugar donde no había censura, esta enfermedad acabó con la vida de millones de personas en todo el mundo.
Se estima que entre 25 y 50 millones desaparecieron por culpa de un mal contagioso que recibió los nombres de Spanish influenze, “enfermedad de moda”, “soldado de Nápoles” o “fiebre de los tres días”. El primer caso parece que se dio en Camp Funston, Kansas, Estados Unidos, el 4 de marzo de 1918. Y con los soldados norteamericanos se extendió por el resto del planeta.
Un fenómeno de contagio generalizado que se dejó notar y mucho en Albacete. Ahora acaba de publicarse un libro que analiza el paso de la epidemia por la provincia manchega. De recientísima aparición, el volumen, editado por el Instituto de Estudios Albacetenses 'Don Juan Manuel', ha sido escrito por el historiador Pedro José Jaén Sánchez y la enfermera María Cortes Lozano Jaén. Sus autores tienen claro el objetivo del trabajo: “Divulgar un hecho conocido que, sin existir en ese tiempo un mundo tan globalizado como el presente, llegó hasta los lugares más insospechados y recónditos del planeta, siendo con diferencia la mayor causa de muerte acaecida hasta el momento”.
Y en verdad, la idea de hacer el libro surgió antes incluso del centenario y antes de la pandemia de COVID-19. Explica Pedro José que una amiga archivera de Chinchilla -otra población albaceteña- le contó algunos aspectos sobre una tartana que se puso en funcionamiento al servicio del médico del pueblo mientras durase la asistencia a los enfermos de gripe española. Y eso debido a los grandes desniveles, que hoy persisten en su trazado urbano, para atender andando a los enfermos de la localidad. “Este dato me resultó curioso y comencé a investigar; así empezó todo”, detalla el historiador.
El libro aborda lo que ocurrió en la ciudad de Albacete, pero también cómo 32 municipios de la provincia se enfrentaron a esta situación anómala. Y no son más pueblos porque no hay más documentos. El autor matiza que “en muchísimos de ellos no existe ninguna documentación al respecto, pues se ha perdido, o se ha destruido, pensando que no era importante, como sucedió con numerosa documentación histórica en la posguerra española, cuando el régimen tuvo necesidad de papel y como no se podía comprar fuera de España, porque no había ni dinero ni comercio, emitió una orden que permitía la conversación de muchos documentos en pasta para fabricación de papel”.
Sea como fuera, los autores han obtenido datos suficientes como para describir las terribles garras de la gripe de 1918. La primera noticia sobre epidemia en España se dio en la prensa nacional, el día 22 de mayo de aquel año. Contaban entonces: “Parece que entre los soldados de Madrid se están dando casos de enfermedad no diagnosticada todavía por los médicos”. Aquella primera ola afectó especialmente a la capital de España. La segunda se extendió por el resto de lugares.
“La gripe se ha desatado”
En junio comenzó a hablarse del asunto en Albacete, una ciudad que contaba con 26.000 habitantes y estaba inmersa en un proceso de crecimiento industrial y urbano. Ya en septiembre, el Boletín Oficial de la Provincia daba cuenta de que “la gripe se ha desatado en varios pueblos”. Y se exigían las primeras medidas como “declaración obligatoria de todos los casos, aislamiento de los enfermos, ventilación de viviendas, blanqueo obligatorio o prohibición de escupir al suelo”.
Por Ciudad Real también se extendió la epidemia. Aunque el foco más grave estuvo en Tomelloso, donde en octubre de 1918 se registraron más de 2.000 enfermos. No se escaparon localidades como Daimiel y en Cuenca, se adoptaron medidas como el cierre de los colegios y el establecimiento de lugares de reconocimiento y desinfección. Toledo tampoco se libró. Incluso en el municipio de Lominchar, apenas quedaba una casa en todo el pueblo sin infectados por la epidemia. Todos estos son algunos de los datos que recogen los autores del libro que parten de lo general para analizar lo concreto. Pedro José Jaén Sánchez afirma que “la epidemia afectó mucho más a unos pueblos que a otros, sin saber la causa. Fueron muy castigados los municipios de Caudete, Ayna, Ontur y la entonces pedanía albacetense de Pozo Cañada”.
Ante aquella situación, se produjo en España una grave crisis de subsistencias que conllevó huelgas y protestas. Aumentaron los precios de los alimentos primordiales y ante la gran demanda, se dio un dramático desabastecimiento de fármacos indispensables como la quinina, benzoato o aspirina.
En medio de aquel cuadro de desgracia algunos se aprovechaban para adulterar la leche o el pan. Y frente aquel panorama de desolación, en Albacete, aún tintineaban las últimas músicas de la Feria. Así lo relataba Francisco del Campo Aguilar, en 'Vida Manchega': “Termina la Feria, galano esparcimiento de la gente del eterno sosiego, ahuyentador inefable de las tristezas de todo el año, la capital recobra el aspecto en que la conocimos: cielo anubarrado, como una losa gris, que, al mirarlo, nos produce un frío estremecimiento de espanto y resignación, presintiendo las horas interminables del crudísimo invierno”.
El invierno que llegó fue el de la muerte gélida. Leemos un breve publicado en ABC: “La Salud en España. Albacete. En los meses de Septiembre y Octubre hubo en la provincia 23.000 invasiones, habiendo ocurrido en dicho tiempo 1.600 defunciones. Aunque tiende la epidemia a decrecer, hay dos focos principales en Villarrobledo y Yeste, con cien defunciones mensuales cada pueblo. En Elche de la Sierra han fallecido cuatro niños de difteria por no haber suero antidiftérico ni poder encontrarlo”.
El cinismo de la realidad siempre ha sido inaguantable con los más desfavorecidos. Por suerte, en momentos como aquellos, también han destacado personas con una mirada de futuro e igualdad. En 1918, el concejal señor Belmonte, médico de profesión y el arquitecto Ramón Casas, diseñador del Hospital de San Julián que se estaba construyendo, alertaron de la epidemia cuando aún era un mal incipiente. Porque pese al progreso en Albacete, muchas zonas todavía eran insalubres y muchas familias aún subsistían en cuevas.
Los 'lazaretos'
Estos profesionales eran de la estirpe de otros que les antecedieron: Eladio León Castro, Elías Navarro o Tomás Valera y Jiménez. Los 'lazaretos' eran médicos únicos y escasos en un siglo XIX dominado por el caciquismo político y la superstición religiosa. Hace un tiempo, Miguel Lucas preparó una exposición con la FAVA, la Federación de Asociaciones de Vecinos, usuarios y Consumidores, sobre las epidemias en Albacete; aparte, en un artículo, contaba: “Ante esas situaciones se solían repetir las mismas intervenciones una vez que corría la noticia de que alguien infectado llegaba en diligencias, tren o había merodeado por lugares infecciosos.
La Junta local de Sanidad dividía la ciudad en distritos con un médico a su cargo, se habilitaban 'lazaretos', se cerraba la ciudad con improvisadas puertas y cercas, se dictaban bandos con normas de comportamiento, se proponían las medicinas a tomar y se prohibía la feria, que se trasladaba a otras fechas de octubre o noviembre a petición de los vecinos“. Por desgracia, esto de las epidemias no es ninguna novedad para la humanidad en el siglo XIX, ni tampoco ahora, entrados ya en el XXI.
La primera epidemia de peste azotó a España entre 1349 y 1350. Algo que se repetiría después en numerosas ocasiones. Entre 1596 y 1602, la peste atlántica se cebó con Almansa. Así lo ha narrado Alfonso Arráez Tolosa en la revista Al-Basit. “En las edades Medieval y Moderna, el comercio de lana facilitaba la expansión de las pulgas infectadas alojadas en su interior”, describe el autor en el texto. Por entonces, ante una situación de enfermedad colectiva, se aislaba a los municipios con los desajustes económicos que la decisión acarreaba. Quizá por eso, las autoridades de Almansa guardaron silencio cuando se conocieron los primeros casos, quien sabe si infectados tras el paso de la comitiva de Felipe III camino de Valencia. Finalmente, el mal contagioso, eufemismo de la peste, se conoció el 9 de junio de 1599 en Chinchilla y saltaron entonces todas las alarmas. Se luchó contra la epidemia y consiguieron doblegarla. Aquel hecho indujo a la construcción de la Ermita de San José, como agradecimiento a la salvación de Almansa.
Cuatro siglos después, en 1918, era muy común hacer procesiones para pedir la ayuda divina ante la epidemia de gripe. Los casos de Zamora o de Ciudad Real fueron muy llamativos, unos actos multitudinarios que paradójicamente hicieron aumentar el número de contagios. Dijo el poeta que “más vale fe defectuosa que científica desazón”. Eterna lucha la de la religión contra la ciencia. Frente al saber demostrado, se imponían “la inoculación ferraniana, las medallas protectoras, los santeros, las comadres saludoras, los rociados con aguas milagrosas, la implantación de manos, las rogativas y los elixires maravillosos”. Para el médico Tomás Valera y Jiménez “la ciencia tampoco se presta al género burlesco”.
“Miedo, muchísimo miedo”
La figura de este médico de pueblo nos ha llegado gracias al trabajo de José Manuel Almendros. Durante la terrible epidemia de cólera de 1885, Tomás trabajaba en su pueblo albaceteño de Villalgordo del Júcar y además de atender a los más necesitados tuvo el compromiso de dejar por escrito tanto su experiencia personal como sus percepciones sobre la enfermedad. Un verdadero avanzado que declaraba: “la higiene, esa gran palanca de la sociedad y de la que en los momentos actuales debemos esperar muy buenas cosas”. Un profesional independiente y muy criticado, que dejó escrito:
“Miedo, muchísimo miedo, pero al mismo tiempo sin ningún género de precauciones. ¿Cómo se explica esto? … Mientras en los pueblos no deje de atenderse con tanta preferencia a la política, a las elecciones de diputados y municipales, a los repartimientos de consumos, nombramientos de guardas, estanqueros, secretarios, a la clausura de casinos y a las prohibiciones de determinados sentidos solo para los contrarios, el cólera y ”las cóleras“ seguirán enseñoreándose y campando por sus respetos”.
En Albacete, durante el siglo XIX, se dieron epidemias a lo largo y ancho de la provincia. Algunos casos han sido estudiados como el cólera en Alpera y Bonete, la gripe de Casas de Ves, en 1900 o la viruela de Carcelén, en 1897. En este último lugar, intervino Eladio León. Así lo transmitía el médico: “Acudí seguidamente y al penetrar en el expresado domicilio y antes de llegar a las habitaciones delante de las cuales hay un patio que da acceso a las mismas, encontré a uno de los hijos mayores de dicho individuo el cual llevaba en su rostro las huellas indelebles de una viruela confluente padecida recientemente. Penetré en ellas, y tendidos en pobres y miserables tarimas de madera, y mal cubiertos por escasas y sucias ropas, encontré a los niños”. Su testimonio, así como el de Elías Navarro, fundador del Colegio de Médicos de Albacete, son documentos históricos de cómo Albacete se enfrentó a algunas de las epidemias que padeció en el pasado. Que no fueron pocas.
Desde 1855, comenzó un proceso de modernización de las estructuras sanitarias de España. El bienio progresista trabajó para acercar la medicina al control del Estado, apartándola del poder de las instituciones eclesiásticas y benéficas. A partir de aquel año, fueron los ayuntamientos los encargados de nombrar médicos-cirujanos para la asistencia sanitaria y la atención de los enfermos de familias pobres. En aquel lejano hito está el germen del sistema que hoy disfrutamos.
Un ataúd único
Pero antes de terminar, regresamos a 1918. Tiempo de desinfectante zotal, de fumigaciones en las estaciones de tren y de repicar continuo de campanas. Tanto tocaban a muerto que las autoridades trataron de prohibirlo. Tiempo de muerte. De situaciones vergonzosas como la llamada “caja de la parroquia” que servía de ataúd único, para uno tras otro, de los finados. O aquello otro que reveló una crónica en un pueblo murciano: “El cadáver de un hombre, envuelto en una sábana, era conducido por un asno”. Esa era la paradoja del instante. Mientras la parca acechaba, la clase científica recibía en Madrid a la eminente Marie Curie y en sus precarios laboratorios, los doctores españoles trataban de encontrar la vacuna contra la gripe.
Ahora que casi rozamos el olvido de la COVID y que ya no queremos recordar el duelo, volvemos, como entonces, al humor. “El valor de morir por miedo a parecer grotesco”. Así se titulaba una disertación sobre la gripe escrita por Antonio G. de Linares en la revista gráfica 'Alrededor del Mundo', en mayo de 1919. El periodista informaba que los sabios recomendaban, para frenar a la misteriosa enfermedad, el uso de la “careta protectora”. Un artilugio formado por varias capas de tarlatana, superpuestas y empapadas de esencias antisépticas, que se aplicaba sobre la boca y la nariz, cubriendo toda la parte baja del rostro. En Londres ya se usaban esas caretas. Y cuenta el autor del artículo: “Los transeúntes contemplaban aquellos extravagantes y reían, porque los hallaban grotescos; reían en tanto que sobre ellos se alzaba, con el aliento y la risa de un contaminado próximo, la guadaña de la muerte. La gripe vuelve … Se yergue ante nosotros el dilema de morir, o de ser un poco ridículos … ¿Quién de ustedes está dispuesto a salir a la calle con una careta que parece un bozal?”.
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