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La abanderada Soraya, el burro y el Dos de Mayo

Lluís-Anton Baulenas

Mariano Rajoy acaba de firmar un decreto según el cual nombra a Soraya Sáenz de Santamaría, su vicepresidenta, responsable de la custodia de los símbolos nacionales y de la bandera española. Un acto de gobierno así, en otro momento, creeríamos que es una broma. ¿Se imagina alguien el alboroto que habría habido si se llega a hacer un nombramiento similar en Catalunya? Mejor no pensar en ello. ¿Dónde están los intelectuales (catalanes o no) que tanto critican la exacerbación nacionalista... sólo si es catalana?

Se trata de una muestra más, y van cientos, de nacionalismo banal. El nacionalismo banal es lo que españoles y franceses, por ejemplo, denominan patriotismo. El presidente del gobierno español puede hacer un nombramiento de este tipo, castizo y rancio, y nadie le dirá nada. Incluso le aplaudirán. Si lo hace un catalán, le tildarán de nacionalista furibundo, obsesionado, enfermo y nazi. Recordemos dos casos más. Tomemos el caso del burro catalán. En su momento, este símbolo fue vituperado por muchísima gente, catalanes y no catalanes. ¿Cómo podía un pueblo de verdad elegir un asno como símbolo? Tanto daba que se dijera que del asno nos interesan sus virtudes. Además, comentarios colaterales incidían en que se había “inventado”, es decir, que no tenía raíces, que era puro artificio. Y sobre todo, que se había creado sólo para contraponerlo al toro de Osborne y además, siempre fenicios, estos catalanes, para hacer negocio. Como si el toro de Osborne también se remontara a la sagrada unidad de los Reyes Católicos o no se hubiera hecho negocio con él (precisamente era una imagen de marca).

Curiosamente, sin embargo, cada vez que hay elecciones y las convenciones de los partidos republicano y demócrata se llenan de observadores españoles, todo el mundo encuentra tan divertida la cuestión de las mascotas. Las calles se llenan de globos con elefantitos (republicanos) y, oh, sorpresa, de asnos (demócratas). No encontrarán nunca ni una palabra de desprecio referido a la mascota de los demócratas, la cual, por cierto, se remonta a 1828 y también fue inventada. El presidente Andrew Jackson utilizó el burro como símbolo electoral, para remarcar su capacidad de trabajo y al mismo tiempo, la modestia. Años después, un ilustrador, Thomas Nast, comenzó a usar el burro para las caricaturas de prensa típicas de la época y se hizo tan célebre que este animal se eligió definitivamente como mascota del partido. Criticar el burro catalán pero no el burro demócrata norteamericano es, aparte de un actitud provinciana, un acto más de nacionalismo banal.

Lo mismo ocurre con la celebración del Once de Septiembre. Dejemos tricentenario aparte y fijémonos en que una de las críticas típicas que se hace en este día es qué se puede esperar de un pueblo que celebra una derrota. Tertulianos de poca monta y periodistas de pluma rápida no pueden evitar referirse a ella. Pero como con el burro catalán, criticar la diada del Once de Septiembre por el hecho de celebrar una derrota, ay, nos lleva a descubrir que no somos los únicos que lo hacemos. Y, ay, hay quien lo hace y se encuentra muy cerca de nosotros.

Nos referimos a los famosos sucesos del dos de mayo de 1808, fecha carismática de la historia de España. Encontramos a un pueblo heroico, el madrileño, que es derrotado por un enemigo que no tiene piedad, el ejército francés. Abundan episodios de heroísmo donde la resistencia del pueblo bajo de Madrid se une a las escasas guarniciones españolas de soldados. Y todos juntos escriben una página sin duda gloriosa de la historia de España. Tanto, que incluso se ha elegido como día de la comunidad de Madrid. Las semejanzas con el caso del Once de Septiembre son espectaculares: Barcelona cayó derrotada heroicamente. Y lo que se celebra, como los madrileños con su Dos de Mayo, es la dignidad y la capacidad de respuesta, en inferioridad, ante las fuerzas atacantes. En el Once de Septiembre también hay una interacción clara del elemento popular con la milicia. Dos derrotas, dos lecciones de resistencia.

No queremos comparar los dos hechos históricos, que no tienen nada que ver. Simplemente, constatar que los madrileños también celebran una derrota. Pero no hace falta decirlo, nadie se atreve, ni se ha atrevido, ni osará nunca decir que estén obnubilados. El imaginario patriótico español lo tiene como meta. Y bien que hace. Pero resulta que si otro celebra un hecho similar y le da un valor simbólico similar, es porque padece una tara de origen oscuro que lo convierte en nacionalista rabioso.

De nuevo, el nacionalismo banal disfrazado de patriotismo.

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