Hubiera sido muy fácil establecer un estatus especial para Cataluña (Euskadi en parte lo tuvo) durante los años 80 (1). En lugar de esto tuvimos tres décadas de café para todos sin respeto a la especificidad nacionalitaria, la interpretación cicatera y restrictiva de la Constitución y de las competencias autonómicas, el no cumplimiento de los acuerdos de transferencias competenciales, financieras y de inversiones comprometidas, y las constantes amenazas y medidas en contra de la consolidación de la lengua y la cultura propias. En vez de establecer un díalogo bilateral con Cataluña se le impuso un tratamiento discriminatorio y un ninguneo político. Luego se recortó el Proyecto de Estatuto en las Cortes, siguió un Tribunal Constitucional deslegitimado que lo desnaturalizó y tanto los gobiernos socialistas como populares lo aceptaron como bueno.
Hubiera sido fácil reformar el Tribunal Constitucional y desarrollar un marco legislativo que permitiera a Cataluña recuperar lo que una mayoría justa de jueces, tras una interpretación político-ideológica, eliminó o modificó en contra de la voluntad imperante de las instituciones políticas y del voto masivo de la ciudadanía. Nada de ésto se hizo, a pesar de que la reacción contra la sentencia del TC anunciaba lo que vino después: emerge un enorme movimiento popular que expresa su voluntad de modificar sus relaciones con el Estado español. Y, en vez de abrir cauces de diálogo y de hacer ofertas que tengan en cuenta algunos de los temas conflictivos, el Gobierno, los aparatos del Estado y los líderes políticos de los grandes partidos estatales reaccionan con desprecios, amenazas y ninguneos. ¿Aprendices de brujos? ¿Políticos perversos que quieren provocar un conflicto para usar la fuerza bruta? Algo de esto hay. Y también el lamentable perfil de unos dirigentes del Estado incompetentes e ignorantes, débiles y cobardes, personalidades arrogantes y egocéntricas que en nombre de la Historia y de la Ley pretenden imponer su ideología esencialista que justifica su voluntad de mantener un poder que no reconoce la realidad de España, un país plurinacional que hubiera debido establecer un reconocimiento específico a las naciones que lo componen.
Por cierto, la distinción entre nación y nacionalidad solo sirve para crear confusión y para utilizar la nacionalidad como una entidad sin ninguna personalidad política más allá de lo que decida el Estado español.
España no pudo construir su unidad nacional. Nació como una confederación de reinos que a su vez estaban muy descentralizados. Pero la dinastía borbónica pretendió construir un Estado centralista, uniformista, absolutista y burocrático, sin contar con un centro político con fuerza cultural y económica. Se mantuvieron los pueblos preexistentes y para bien o para mal cada uno tuvo un desarrollo propio y la revolución industrial marcó las diferencias. Dos territorios, Euskadi y Cataluña, con una estructura social más compleja y moderna y lejos de un centro inmovilista, se convirtieron en sociedades industriales con base cultural propia y diferenciada: clases medias urbanas, una gran ciudad cada una y una importante clase obrera.
Se acentuaron las diferencias y el Estado de los siglos XIX y XX, en lugar de articular un modelo plurinacional como hicieron otros países -Reino Unido o Suiza, pero no Bélgica y ahora lo está pagando-, reforzó el centralismo y instaló un conflicto larvado y permanente especialmente entre el Estado y Cataluña, con brotes periódicos de conflicto abierto. El Estado de las Autonomías, en vez de resolver el problema, lo ha hecho más complicado, pues ahora una relación especial con Cataluña, simplemente por ser un caso distinto del resto, es visto por la clase política española y por parte de la opinión pública como un privilegio. Para hacerlo todo más difícil los medios españolistas y sectores importantes de la clase política (del PP, UPD y una parte del PSOE) han promovido campañas del peor populismo contra Cataluña y sus aspiraciones de autogobierno.
Nos encontramos en un caso de encuentro siniestro entre el españolismo rancio y el viejo conservadurismo autoritario, y los intereses de la clase política aliada con el capitalismo especulativo postmoderno. La ideología patriotera, la “marca España”, legitima la ocupación del Estado por parte de la clase política centralista. Y el Estado se pone al servicio, con corrupción incluida, de la nueva economía, que no es la del conocimiento y la de la liberación de los individuos como proclaman los pensadores postmodernistas y los teóricos de la comunicación, sino que es la economía que convierte todo en mercancía. El todo vale para hacer que el dinero produzca dinero (lo cual acaba siendo la reducción de la masa salarial). Se multiplican las desigualdades, se generan grandes bolsas de pobreza y se condena a gran parte de las jóvenes generaciones a no tener ni pensar futuro.
Las cúpulas de los partidos gobernantes, PP y PSOE, unos por ser sicarios conscientes del capitalismo especulativo, otros por no saber hacer otra cosa y para mantenerse en la nómina del Estado, necesitaban una ideología para ocupar el poder y han encontrado una solución retrógrada maquillada de modernidad: el anacrónico españolismo combinado con el neoliberalismo individualista. Y para completar la operación se utiliza la reivindicación de autogoboerno de Cataluña como coartada y derivación del malestar de los ciudadanos españoles. Se tacha el movimiento popular catalán de insolidario y anacrónico para vestirse de ropajes generosos y modernos. Como escribieron en otros tiempos Bernal y Sacristán, se trata de una alianza impía (2). En este caso entre el conservadurismo más viejo y reaccionario y la supuesta postmodernidad del todo mercancía.
(1) El presidente Súarez, en plena transición, le propuso a Pujol, presidente de la Generalitat, un concierto similar al vasco pero el líder de CiU no consideró conveniente iniciar la construcción de la autonomía recaudando. Un error, en estos temas como diría Woody Allen “agarra el dinero y corre”.
(2) Alianza impía es el título de un artículo de Manuel Sacristán en la revista del sector intelectual del PSUC “Nous Horitzons” nº 2 1960. En este caso se refiere a la alianza entre la metafísica del catolicismo postconcilio de Trento y el positivismo y relativismo de la burguesía capitalista. La razón de la alianza era el combate contra el marxismo.