La historia comienza con la Era Digital, la transformación tecnológica y la consiguiente crisis de los diarios en papel. Acto seguido, empiezan a cerrar periódicos y, en consecuencia, se van a la calle centenares de periodistas. La historia continúa con la obsolescencia de las infraestructuras, incluida la deuda de unos edificios que ahora sólo parecen acumular chatarra. Así que toca el turno a otros trabajadores de la prensa –desde los talleres hasta el transporte– que hacían posible, en los viejos tiempos, que a primera hora leyéramos en papel nuestro medio favorito.
Con todo eso en caída libre, el desplome de los quioscos sólo fue cuestión de tiempo. Y eso que hay barrios, como el mío, en los que ese quiosco no era sólo un lugar para vender y comprar la prensa. Era el pivote entre vecinos que comentaban la política o las subidas de los precios, las cuitas del gobierno o sus problemas de salud, los fallecidos recientes o el éxito de los hijos en sus estudios.
El quiosco era el meeting point del barrio, un pequeño bazar a escala humana y una red social de la era predigital.
Ayer compré por última vez el diario en el último quiosco que quedaba en pie de mi calle. La consternación del matrimonio que lo regentaba amargó el domingo. Nadie va a comprar o asumir el traspaso. Así que, durante un tiempo, el quiosco cerrado quedará como un tótem plantado en la Avinguda del Jordà; una escultura pública emplazada como evocación de nuestra antigüedad de papel.
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