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Profesor de ESO y padre de una víctima de 'bullying': “Muchas familias con hijos acosadores no lo asumen”

Jaume Borràs, profesor de instituto recién jubilado y padre de un joven trans que sufrió acoso de sus compañeros en su etapa escolar

Pau Rodríguez

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Una de las dificultades añadidas para combatir el acoso escolar es la cantidad de personas que se ven involucradas en él. Está la víctima, el agresor, los que apoyan a este último o callan, el profesor, los responsables del centro, los especialistas, las familias de una y otra parte… Jaume Borràs lo ha vivido –o sufrido– desde dos de estas aristas: como docente en su instituto de Cambrils, en Tarragona, y como padre de un niño que fue objeto de bullying hasta el punto que tuvieron que trasladarle de colegio. 

Han pasado quince años del calvario familiar que padeció Borràs, pero casos como el del suicidio en Sallent le remueven la memoria. A su hijo, hoy un joven trans que ha encontrado “su camino” después de llevar a cabo un proceso de cambio de género, le hicieron la vida imposible en quinto de Primaria. Entonces, cuando se identificaba todavía como una niña, le llamaban sistemáticamente “puta, guarra y lesbiana”. Sucedió también en un pueblo pequeño, en la provincia de Tarragona, donde las quejas de este padre chocaron con el desprecio e incluso el rechazo de algunas conocidas familias de la localidad.

“Muchos padres y madres con hijos agresores no lo asumen o tienden a pensar que no son capaces de hacer bullying”, lamenta Borràs. Profesor de ESO jubilado desde el pasado mes de enero, en su instituto público de la localidad de Cambrils también ha tenido que lidiar con casos de acoso. “Son situaciones que hay que cortar en seguida”, señala. Pero denuncia no pocos escollos para hacerlo: la falta de profesionales especializados –en comparación con la abundancia de protocolos– y de apoyo por parte de la Administración, pero también el poco compromiso de algunos docentes y el miedo a confrontar a las familias.

En la última década, las Administraciones autonómicas en toda España han aprobado protocolos de prevención y gestión del acoso entre iguales, y se ha formado a decenas de miles de profesores con cursos de unas pocas horas. Pero Borràs se queja de que sin la contratación de profesionales especializados, como psicólogos u orientadores, los docentes no pueden lidiar con abusos que a veces son de extrema gravedad. “No somos médicos ni psiquiatras, y a menudo los especialistas de verdad están saturados”, apunta.

Según datos de las Fundación ANAR, la percepción del alumnado sobre el acoso se venía reduciendo en la última década. Si en 2016 el 50% aseguraba que en su aula había dinámicas de bullying, en 2020 era el 15%, pero ahora ha repuntado al 24,4%. En Catalunya, en el primer año de funcionamiento de las Unidades de Apoyo al Alumnado en Situación de Violencia (USAV), el Departamento de Educación de la Generalitat registró 305 denuncias de acoso. “Todos estamos mucho más sensibilizados, pero es indudable que todavía lo siguen sufriendo muchos niños y adolescentes”, sostiene Diana Díaz, directora de las Líneas de Ayuda de ANAR. 

La “indefensión” ante la Administración

Al hijo de Jaume Borràs le costó contar en casa las burlas y mofas que sufría a diario en clase. De media, las víctimas tardan más de un año en explicarlo, lo que hace que a menudo se actúe cuando la situación ya está enquistada. “Ciertamente, cuesta detectarlo”, afirma Borràs, desde las facetas de padre y de profesor. “Mi hijo inicialmente no me lo dijo, pero dejó de comer, se comportaba mal con su hermana, perdió rendimiento académico, tenía dolores de barriga…”, enumera. Todos ellos son signos de alarma a los que hay que prestar atención. 

Lo que le pasaba es que un grupo de sus compañeros de clase le insultaban y le hacían el vacío. “Le llamaban puta, guarra y lesbiana. Estas tres palabras las tengo grabadas para siempre”, dice Borràs. Ya desde entonces, el acoso estaba marcado por un componente de LGTBfobia. Años después, su hijo pasó por una turbulenta adolescencia, que requirió durante años tratamiento psiquiátrico. Un viacrucis que terminó cuando completó el cambio de género, a partir de la mayoría de edad. 

Echando la vista atrás, lo que más le dolió a Borràs fue la “indefensión” que sintieron ante el centro, el Departamento de Educación y dentro de un pequeño pueblo del que tuvieron que marcharse para proteger al menor. “Durante las vacaciones, antes de empezar Sexto, nos pidió llorando que lo cambiáramos de escuela, pero le dijimos que no, que la dirección nos había dicho que estarían encima de ello”, recuerda. Hoy se arrepiente. “El bienestar emocional de un crío depende de ello, es algo urgente”, reflexiona este padre, aunque a veces se vea esta salida como un fracaso del sistema. 

Frente a las repetidas situaciones de bullying, una de ellas a la salida del colegio, Borràs llegó a reñir en una ocasión a una de las que lideraban el acoso. Esa noche el padre de la niña se personó en su casa. “Vino a amenazarme, diciéndome que había insultado a su hija. Tendría que haber puesto una denuncia en los Mossos d’Esquadra”, relata. Según su visión de aquello, el “ambiente caciquil” de la localidad y el hecho de que muchos de los compañeros de clase de su hijo fuesen de familias influyentes derivó en la inacción del centro y en su marcha del pueblo. 

Con el tiempo, el Síndic de Greuges –el Defensor del Pueblo catalán–, avaló el acoso escolar y la falta de reacción real de la escuela. Y le dio también la razón a Borràs en que tenían derecho a ser indemnizados. “En una visita con la responsable de los Servicios Territoriales de Tarragona [dependiente de Educación], me dijo que le sabía muy mal, pero que a ella le habían hecho bullying y le había servido para hacerse más fuerte. Tuve que morderme la lengua porque yo en aquel momento era profesor”, comenta. 

La dura experiencia de su hijo, sin embargo, le hizo estar más alerta a situaciones de abusos en su clase. Más adelante, en otro instituto, invitaron a una charla a la escritora Lolita Bosch, conocida por haber padecido acoso escolar en su infancia, y recibieron una formación por parte de Educación. 

“Una vez una madre me avisó de que acosaban a su hija y yo no había notado nada porque era de baja intensidad: entre clase y clase, en el patio”, explica. Aquel día, Borràs reaccionó rápido, con una bronca a los acosadores y la amenaza de llamar a sus padres si se repetía. “Y funcionó”, dice hoy, convencido de que una actuación rápida y contundente como esta debe ser posible para proteger a la víctima. 

Cómo cortarlo y asegurar el distanciamiento

Borràs se muestra crítico con cómo en algunos casos, como el de su hijo, se hacen aproximaciones con mediaciones o charlas entre iguales que no son recomendables en situaciones de malos tratos graves. Sobre todo, además, si estas deben acometerlas los profesores. “La respuesta en casos de agresión física o verbal no puede ser la mediación, porque estamos poniendo a las dos partes al mismo nivel”, reflexiona. 

A día de hoy, en realidad protocolos como el de la Generalitat, de 120 páginas, contemplan por ejemplo la expulsión como medida para cortar de forma urgente con una situación de acoso. “Hay que asegurar el distanciamiento del alumnado implicado en la situación de acoso y ciberacoso”, apuntan. Y plantean acto seguido como opciones el traslado del agresor a otro grupo-clase o su expulsión provisional. 

“Hay situaciones en las que la mediación tiene mucho sentido, cuando por ejemplo ha habido insultos y roles de poder durante un corto período de tiempo y se puede arreglar de esta forma. A la vez, responsabiliza a los afectados. Pero existen casos en los que el daño dura años, es intenso, y necesita atención psicológica o psiquiátrica”, sostiene Jordi Bernabéu. Este psicólogo que trabaja con adolescentes reconoce que ante la problemática se detectan diferentes puntos de vista por parte del profesorado. Y éstos no siempre coinciden.

En cuanto a la expulsión, Bernabéu coincide en que es una medida a contemplar para atajar inicialmente el problema. Pero advierte: “Más allá de cualquier respuesta de carácter punitivo, debe haber también una mirada hacia esa persona. Porque si se la expulsa pero no se aborda el porqué de esta conducta, es posible que acabe por reproducirse en otro sitio”.

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