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Si pregunto por un restaurante accesible, no es que quiera comer a buen precio

La accesibilidad es más que un logo

Antonio Hermoso

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La vida es una permanente gymkana si tienes una discapacidad y has de moverte en silla de ruedas, como me ocurre a mí. Propongo un ejercicio de empatía hacia todas aquellas personas con alguna discapacidad que, por cierto, somos muchas, 700.000 sólo en Andalucía. Imagina qué puede sentir alguien que intenta entrar en un restaurante junto a sus acompañantes que no tienen problemas de movilidad y, oh sorpresa, no puede hacerlo porque tiene un escalón inútil en la puerta pero que es absolutamente infranqueable para su silla de ruedas. Pensemos que no exista ese escalón y que una vez dentro del restaurante necesites ir al baño pero, ups, no haya al menos un servicio adaptado. O que vayas al cine porque dicen que la sala es accesible y, efectivamente, tiene rampas de acceso, aunque una vez que entras en ella te das cuenta de que el espacio reservado para personas con discapacidad física está en la primera fila, es decir, donde habitualmente no quiere ubicarse nadie salvo que se quiera padecer un glorioso dolor de cuello. Situaciones como estas se dan cada día. Así que si te pregunto si un restaurante o una sala de cine es accesible,  no es que quiera disfrutar de mi tiempo de ocio a buen precio, sino que quiero saber si puedo entrar, moverme con autonomía y pasar una velada agradable. Como cualquiera.

Hubo un tiempo en el que se pretendía simplemente que las personas con discapacidad no fuésemos un problema para el resto de la sociedad. Por eso nuestros derechos se contemplaban desde un punto de vista médico-funcional dirigido a evitar sobre todo que fuéramos un estorbo para los demás. Por suerte, la percepción social y política sobre el colectivo fue evolucionando. Esa evolución llevó a Naciones Unidas a aprobar en 2006 la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, un instrumento de protección de los derechos y la dignidad de esta parte de la población que España ratificó un año más tarde. Desde la entrada en vigor de la Convención se pasó de ese modelo médico-funcional a otro basado en la accesibilidad universal, el principio según el cual tenemos derecho al acceso desde la propia especificidad de las personas con discapacidad como condición previa a la plena participación social. Por tanto, ya no son las personas con alguna discapacidad las que tienen que amoldarse a la sociedad tal cual es, sino que es la sociedad la que debe adaptarse a ellas creando las condiciones de acceso universal al entorno físico, a la información, a la comunicación, a los transportes y a los servicios para el público en general.

En España, las normas estatales, autonómicas y locales incorporan ya, como obliga la Convención, el principio de accesibilidad universal. Eso supone la obligación de eliminar las barreras urbanísticas o arquitectónicas mediante rampas, que es lo más evidente. Pero no solo eso: también implica la introducción de elementos que faciliten el acceso y la participación de las personas con discapacidades que no tienen reducida su movilidad, como es el caso de las personas con discapacidad visual, intelectual o auditiva.

Un cambio lento

Hay que reconocer que paulatinamente nuestras instituciones, pueblos y ciudades van cambiando, se van haciendo cada vez más accesibles para todos y todas. Negarlo sería faltar a la verdad. Pero también es justo afirmar que ese cambio es lento. A día de hoy, el acceso a su escaño de un diputado o diputada en silla de ruedas en el Congreso es aún imposible (que se lo digan si no a Pablo Echenique), a expensas de las obras para instalar una plataforma elevadora que al parecer se van a realizar en un futuro más o menos próximo. También es cierto que el diseño urbanístico es desigual en este sentido, que en muchos casos depende de la voluntad individual concreta de un alcalde o alcaldesa y que las políticas de austeridad han supuesto un freno a esa debida adaptación. Ahora bien, en ocasiones, la falta de accesibilidad no tiene nada que ver con lo económico, sino con el absurdo. No es extraño encontrar, por ejemplo, un contenedor de basura accesible situado junto a un escalón de la acera. ¡Al lado de un escalón! Pues sí, ocurre.

En otros casos, sin embargo, los problemas de accesibilidad se deben más bien a una cierta falta de conciencia ciudadana que contribuye a aumentar la dificultad de esa gymkana que es la vida para las personas con discapacidad. Otro ejemplo: es muy habitual ver patinetes eléctricos aparcados de cualquier manera en las aceras: un incordio para todo el mundo y un verdadero peligro para las personas ciegas o para quienes se mueven en silla de ruedas. Por cierto, ¿han pensado alguna vez dónde pueden acabar los excrementos de las mascotas abandonados en la calle o los chicles arrojados sin más en la vía pública? Sí, en las manos de quien usa una silla de ruedas manual o en el bastón de una persona ciega.

Las ciudades y pueblos accesibles para todos y todas son lugares más justos, más habitables. Más hermosos. Sigamos trabajando desde el respeto y la empatía para crear una sociedad más inclusiva. Porque aún hoy las páginas webs de muchas instituciones públicas siguen siendo inaccesibles para las personas con discapacidad visual. Porque solo el 5% de los contenidos de la Televisión Digital Terrestre (TDT) se ofrecen con interpretación en lengua de signos y únicamente el 7% tiene audiodescripción. Porque, aunque hay leyes que lo prohíben, se siguen abriendo tiendas con su correspondiente licencia municipal que tienen escalones pero no rampas en la puerta, o cines sin bucle magnético, un sistema que permite oír mejor a personas con audífonos o implantes cocleares.

Es una cuestión de justicia, de garantizar la participación social de todos y todas. Las empresas dedicadas al comercio, al ocio, al turismo y a la hostelería deberían ser conscientes también de que las personas con discapacidad constituimos la minoría más numerosa del mundo: somos cuatro millones en España, 700.000, como decía, en Andalucía. Representamos, por tanto, una oportunidad de negocio. Hace tres años, el Observatorio de Accesibilidad Universal del Turismo en España publicó un estudio que revelaba que el 40% de los hoteles del país no tenía habitaciones adaptadas y que el 80% carecía de recepciones accesibles. Otro dato significativo: el 60% de las oficinas de información turística españolas no cumplían las condiciones de accesibilidad. Pues bien, se dejan de ingresar anualmente en la Unión Europea, según una investigación de la universidad británica de Surrey, 140.000 millones de euros por falta de adaptación en los transportes, en las infraestructuras turísticas y en los alojamientos a las necesidades especiales de los viajeros con discapacidad.

No se trata solamente de poner rampas, ya lo decía al principio, sino de incluir elementos que faciliten el acceso y el movimiento de personas con diferentes tipos de discapacidad: información en braille para las personas ciegas o en lectura fácil para las personas con discapacidad intelectual, más pictogramas o señalizaciones gráficas para personas sordas y con autismo… No son elementos tan costosos, pero posibilitan la autonomía de mucha gente. Todos y todas tenemos derecho a movernos con libertad y sin riesgo, a acceder a los servicios públicos, a disfrutar del ocio en condiciones de igualdad. Es una cuestión de justicia. Y hasta de oportunidad de negocio, por cierto, para quienes se decanten por el dinero como motor que mueve el mundo.     

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