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Por qué no somos seres racionales (o sí lo somos)

Aristóteles y la irracionalidad

Darío Pescador

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En la novela Dune (y en su más reciente adaptación al cine) hay un momento en el que el protagonista Paul Atreides debe pasar una prueba: poner su mano en una caja que le induce un dolor insoportable, sabiendo que si la retira morirá instantáneamente. La prueba “solo mata animales”, pero no humanos, prosigue la historia, porque los humanos son capaces de controlar sus emociones y pensar en el bien mayor. 

La idea de que los seres humanos somos racionales y tomamos decisiones lógicas es tan antigua como discutida. Para Aristóteles, la cualidad que distinguía a los seres humanos de los animales y las plantas era el principio racional: la capacidad de modificar su comportamiento para conseguir un fin concreto, o en otras palabras, liberarse del instinto que domina a los animales. Aristóteles no quería decir que los humanos siempre actúen lógicamente, sino que tienen esa posibilidad.

Hay un problema con esa teoría: en la práctica, los humanos somos fundamentalmente irracionales. Si fuéramos racionales, los pensionistas no votarían a partidos que recortan las pensiones y la sanidad, entre otras cosas. 

Predeciblemente irracionales

El psicólogo Dan Ariely, en su libro “Predeciblemente irracionales” nos da muchos más ejemplos sacados de sus experimentos. Por ejemplo, la gente está dispuesta a ir a una tienda a kilómetros de distancia para comprar algo en oferta, sin darse cuenta de que gastan mucho más en el desplazamiento. O de esperar horas para conseguir algo gratis, cuando serían capaces de esperar mucho menos por algo que tuvieran que pagar. 

Otros tipos de comportamiento irracional nos son muy familiares. La parálisis a la hora de tomar una decisión, que acaba perjudicándonos, la procrastinación, en la que sabemos que tenemos que hacer algo que nos beneficia, pero lo postergamos, o mucho peor, las personas que mantienen relaciones tóxicas o abusivas.

El premio Nobel de psicología Daniel Kaneman y su colega Amos Nathan Tversky describieron en los años 70 los sesgos cognitivos y la heurística, los atajos mentales que tomamos sin darnos cuenta, y cómo afectaban a nuestra toma de decisiones. Por ejemplo, el heurístico de disponibilidad determina que basamos nuestra decisión en los datos que tenemos delante, no en la totalidad. Así, el día del sorteo de Navidad, cuando en televisión solo aparecen los ganadores (y no los millones de perdedores), eso nos hace pensar que tenemos muchas posibilidades de ganar, aunque en realidad es solo una entre 100.000.

Otro ejemplo de heurística son los estereotipos, como el de que las mujeres conducen peor, los inmigrantes viven de las subvenciones, o los alemanes son más cuadriculados. Nuestro cerebro toma a veces estos atajos para evitar pensar, aunque sean falsos.

Pero ¿por qué falla nuestra lógica y actuamos irracionalmente? ¿Por qué no somos todos como el doctor Spock en Star Trek, y tomamos decisiones basadas puramente en la lógica y la estadística, las probabilidades de obtener el resultado deseado? ¿No tendría más sentido para la supervivencia de nuestra especie? Paradójicamente, la irracionalidad parece ser una adaptación evolutiva que nos permitió sobrevivir. 

Cuándo pensar irracionalmente

La realidad externa es una inmensa fuente de información. Necesitamos sistemas que guíen nuestros procesos cognitivos, que nos digan a qué prestar atención para tener más probabilidades de sobrevivir. Estos mecanismos de filtro evolucionaron en un tiempo en el que el entorno natural era muy incierto. 

Si nuestros ancestros veían moverse un arbusto, no tenía sentido evaluar las posibilidades de que fuera un tigre o una ardilla, y la decisión que daba más probabilidades de sobrevivir era salir corriendo. Nuestros cerebros evolucionaron para tomar decisiones heurísticas basadas en pocos datos y atajos mentales.

Pero la heurística no es solo para ganar tiempo, sino que a veces nos proporciona la mejor decisión posible. En un mundo en el que todo se puede cuantificar y predecir, tiene sentido usar la lógica. Pero en momentos de incertidumbre, el instinto suele ganar. 

Un ejemplo clásico es el descuento hiperbólico. Un amigo nos ofrece elegir entre recibir 50 euros ahora o 100 euros dentro de un año. La mayoría de la gente elige la primera opción, y esto es debido a la incertidumbre. Al fin y al cabo, el amigo podría olvidarse, o romper su promesa, o dejar de ser un amigo. Las muchas variables del mundo real hacen que tenga sentido aferrarse a cualquier recompensa que podamos conseguir rápidamente.  

Las investigaciones han comprobado que necesitamos las emociones para poder tomar decisiones. Aunque llamar a alguien impulsivo o excesivamente emocional suele ser una crítica a la capacidad de pensar, lo cierto es que quienes sufren daños cerebrales en la parte del cerebro que rige las emociones suelen tener dificultades para tomar decisiones. Sopesan incansablemente los pros y los contras, pero no se deciden.

¿Por qué entonces la gente vota en contra de sus propios intereses? Aquí entra otro factor: no tomamos las decisiones en solitario, sino dentro de un grupo humano. Si una decisión nos trae beneficios, pero hace que nos juzguen o rechacen personas cercanas (familiares, amigos, vecinos) es mucho más probable que sigamos lo que hace el grupo, y después intentemos justificar una decisión que nos perjudica. Esto explica por qué tantas personas votaron a Trump o por el Brexit a pesar de que sus vidas iban a empeorar.

En realidad necesitamos tanto el instinto como la lógica, y la razón es una herramienta mucho más poderosa en la humanidad de lo que parece. Según los investigadores Mercier y Sperber, la capacidad de razonar evolucionó como parte del lenguaje para tomar decisiones grupales. La teoría argumentativa predice que, al evaluar argumentos en una discusión, especialmente con alguien con puntos de vista opuestos, en lugar de ser parciales y perezosas, las personas son exigentes y objetivas. Exigentes porque no quieren dejarse influir por ningún argumento en contra, pero objetivas porque siguen queriendo convencerse con argumentos sólidos y veraces, que es para lo que sirve argumentar en primer lugar. 

Por eso se ha podido comprobar que cuando las personas razonan en solitario, razonan mal. Sin embargo, cuando las personas razonan en un contexto de diálogo en un grupo en los que se producen y evalúan argumentos, razonan muy bien como grupo y alcanzan mejores soluciones. 

Esto funciona, claro está en grupos en los que hay confianza, incluso aunque haya discrepancia. No tiene efecto en las redes sociales, donde la información que reciben las personas está seleccionada por algoritmos para confirmar lo que ya creen, y no tienen que exponerse a argumentos opuestos. El hecho de que se trate de una interacción virtual y anónima empeora la cuestión. Aquí la irracionalidad puede sacar lo peor de cada ser humano.

¿Somos entonces racionales o irracionales? Aunque la irracionalidad se ha despreciado durante siglos como un proceso cognitivo defectuoso, los expertos parecen coincidir en que necesitamos ser tanto racionales como irracionales para sobrevivir. 

* Darío Pescador es editor y director de la revista Quo y autor del libro Tu mejor yo publicado por Oberon.

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