Extremar el juicio no es de valientes
Una profesora de un instituto de Vinaròs lo expresaba con toda claridad a sus alumnas en una grabación que se hizo pública hace unos días. Tras acusar a los independentistas catalanes de acosar a sus adversarios y protagonizar actos violentos, exclamaba: “¿Y eso a dónde lleva? A una reacción contraria de la leche... Si a estos los dejas..., en el momento en que pillen un arma...”.
En algunos sectores de la opinión pública y de los tribunales existe una especie de nostalgia de violencia en el desafío que el independentismo catalán ha lanzado al Estado, una suerte de incompletud que dificulta jalear un apoyo incodicional a su represión sin paliativos. En una visión maniquea y fanática de los conflictos, no hay nada como carecer de cortapisas para llamar al combate contra terroristas y violentos, suspendiendo cualquier otra consideración. Así fue contra ETA y cierta gente añora poder actuar de igual manera frente al secesionismo catalán. La violencia siempre da cobertura a los extremos.
Pero para eso, en lo que atañe a Catalunya, hay que forzar mucho la realidad y extremar el juicio, también el que se celebrará en el Tribunal Supremo a los dirigentes independentistas. La Fiscalía General insiste en acusarlos de rebelión mientras el PP y Ciudadanos rivalizan en atacar al Gobierno porque la Abogacía del Estado no ve la violencia imprescindible para que pueda considerarse la existencia de ese delito (Una vez más, la derecha no se siente obligada a apoyar al Gobierno en un tema grave como el de la situación en Catalunya aunque los socialistas se alinearan en su momento tras el Gobierno de Mariano Rajoy en apoyo de su más que discutible actuación).
Sin ningún pudor, la derecha esgrime la existencia de un supuesto intento de “golpe de Estado” en Catalunya en los hechos de octubre del año pasado y la Fiscalía General considera un “levantamiento generalizado salpicado de actos de fuerza, agresión y violencia” lo que para la Abogacía fueron “situaciones de tensión, disturbios y enfrentamientos” al tiempo que, en una contradicción en los términos, hace también responsables a los líderes del procés de exponer a los ciudadanos a una “altísima probabilidad” de que se produjeran “explosiones de violencia”.
La rebelión y el golpe de Estado no son cosas menores y en España, desgraciadamente, tenemos memoria de ello. Pide la Fiscalía General para Oriol Junqueras, el líder de Esquerra Republicana de Catalunya, 25 años de prisión, solo cinco por debajo de las condenas a las que sometió el Tribunal Supremo en 1983, al revisar las benévolas penas previas del Consejo Supremo de Justicia Militar, a Alfonso Armada, Jaime Milans del Bosch y Antonio Tejero por la intentona militar del 23 de febrero de 1981.
Es bastante evidente la diferencia entre las dos escenas: el Congreso de los Diputados tomado por guardias civiles y las calles de Valencia ocupadas por los carros blindados del Ejército en febrero de 1981 frente a las instituciones intactas y las calles tranquilas de la jornada de octubre de 2017 siguiente a la declaración unilateral de independencia que nunca debieron proclamar los políticos catalanes.
Convertir la protesta y los altercados durante el registro policial de la Conselleria d'Economia los días 19 y 20 de octubre o los incidentes durante el referèndum del 1 de octubre en una rebelión solo contribuirá a bloquear cualquier intento de diálogo político.
¿Quiere esto decir que los imputados, en prisión preventiva desde hace un año, no deben hacer frente a sus responsabilidades, como pretende el discurso independentista? Desobediencia o malversación, lo quieran o no los políticos nacionalistas, son acusaciones verosímiles y el juicio debería decantarlas.
Mientras tanto, la dinámica maniquea se intensifica para tratar de impedir cualquier salida política al conflicto, cualquier iniciativa constructiva de unos o de otros. Como nos enseña la historia, los valientes no suelen estar entre los que más gritan.