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Sobre este blog

Exdirectora de Gabinete de Economía y Hacienda de Madrid. Autora del libro sobre confluencias municipalistas “La conquista de las ciudades”. Profesora de Historia. Exdiputada autonómica de Esquerra Unida y miembro de la dirección federal de Izquierda Unida.

“Operació Elefteria”: la aventura de derribar a Franco

La estatua de Franco en València en 1964.

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“He organizado una reunión con los autores materiales de la retirada de la estatua ecuestre del dictador. Será el próximo martes a las 10 de la mañana”. El mensaje era de Antonio Montalbán, fundador de las Comisiones Obreras, dirigente del Partido Comunista del País Valenciano y represaliado político durante el franquismo, valga la redundancia. 

El contenido del mensaje era ambiguo en relación a mi persona. No sabía si se trataba de una invitación o me lo enviaba como mera información. Hacía unos días había contactado con él para pedirle que me pasara el contacto de aquellos que hubieran tenido algo que ver en el derribo de Franco de la plaza del Ayuntamiento de València, el 9 de septiembre de 1983.

En el tono formal del mensaje subyacían los ecos de la clandestinidad. No sabría explicar cómo ni por qué, pero inmediatamente supe que debía respetar la confidencialidad de la cita. Hasta el martes a las 9 de la mañana, ni siquiera conté en mi casa que había quedado. Solo entonces comenté que debía ir a la sede del sindicato, con una breve y eficaz referencia: “He quedado con Antonio en Nápoles y Sicilia”. Mi marido me preguntó para qué y le dije: “Voy a conocer a quienes derribaron la estatua de Franco”. Intenté no mirarle a la cara mientras lo decía porque era incapaz de borrar la sonrisa de mi cara. Esa mañana iba a conocer de primera mano cómo fue aquel acontecimiento de enorme potencial simbólico para la lucha antifranquista valenciana. Mi emoción era imposible de disimular. Y ni falta que hacía. 

En efecto, mi intuición no me había fallado. Cuando llegué al lugar indicado, Antonio Montalbán y su hermano Ventura -otro veterano luchador que sigue en activo en CCOO- me presentaron a dos de los hombres que derribaron al dictador a lomos de un caballo de bronce. Sin embargo, no puedo escribir sus nombres. Porque no los sé. En cuanto me senté a la mesa, me informaron de que llevaban casi 37 años en clandestinidad y que no tenían pensado abandonarla por ahora. Eso sí, contestaron a todas mis preguntas, aunque yo por ahora no pueda publicar todas sus respuestas. 

Una ficción sonora para dar a conocer un día mítico

El interés por la historia del derribo de la estatua de Franco me sobrevino a partir de una llamada telefónica. Gabriel Ochoa me llamó para pedirme el contacto de personas del Partido Comunista que hubieran estado implicadas en el traslado del dictador de hierro de la Plaza del Ayuntamiento al Mercado de Abastos. A Gabi le acababan de conceder una subvención por parte del Institut Valencià de Cultura para hacer un programa de radio o, más bien, lo que ahora se conoce como “podcast” y que está revolucionando el mundo de la comunicación sonora.

El podcast en cuestión se llama Operació Elefteria, nombre oficial que recibió la misión de derribar la escultura ecuestre del dictador. El responsable de que se llamara así fue Ricard Pérez Casado, el segundo alcalde democrático de València tras la muerte de Franco. Es un nombre griego que significa “libertad”. Al parecer, Pérez Casado quiso así rendir un homenaje a la actriz, activista antifascista y primera mujer ministra griega de cultura, Melina Mercouri, que había estado en València en 1982 visitando la Mostra y que ya era todo un icono para el mundo. 

Gabriel Ochoa es un prolífico guionista y director de cine y de teatro que combina su labor con la docencia. En definitiva, es un contador de historias que no teme la experimentación y, tras rodar películas y dirigir sobre las tablas del escenario, se atreve ahora con una ficción sonora a través de la cual quiere trasladarnos hasta 1983. “Me interesa mucho la transición en València. Así que esta era una historia que estaba deseando contar desde hace mucho tiempo.” Para imaginar el ecosistema que envolvía la ciudad en esos años ha estado entrevistando a muchos testigos de la época: “València se democratiza en 1979 de la mano del primer alcalde democrático, Martínez Castellanos. Y este proceso se articula sobre tres ejes: eliminar los símbolos franquistas, recuperar espacios verdes y democratizar los cuerpos de seguridad del Estado. Precisamente fue trabajando sobre este último aspecto, la incorporación de las mujeres a la policía local en 1981, cuando conocí la Operació Elefteria”. 

Este 9 de octubre a las 21:00 horas, podremos escuchar en Àpunt Ràdio la historia de cómo unos pocos militantes de organizaciones antifascistas, el 9 de septiembre de 1983, consiguieron derribar a Franco. Para ello, Gabi Ochoa se ha unido en la dirección a Pau Martínez y ambos, a su vez, se han rodeado de un elenco de 8 actores y actrices para dar voz a casi 40 personajes: Xavi Castillo, Sergio Caballero, Robert Roig, Paola Navalón, Greta Ruiz, Ramón Ródenas, Carles Sanjaime y Cristina Fernández Pintado. Además han contado con voces invitadas como la de la periodista, Jèssica Crespo y la del ex-diputado de Esquerra Unida, Ignacio Blanco. El toque musical lo pondrá Pau Alabajos versionando canciones de Ovidi Montllor. 

Esculturas ecuestres de Franco, lugares de memoria de la dictadura

En 1964 la dictadura inició la celebración de sus primeros veinticinco años de vida habiendo dejado ya tras de sí unas 150.000 víctimas mortales. Lo hacía bajo el insultante lema de “25 Años de paz”. Para ello, entre otras muchas cosas, el régimen planificó la colocación de esculturas ecuestres del Caudillo en Santander y València, además de otros bustos y efigies más modestos en municipios más pequeños. Según el historiador Juan de Andrés, se trata de un intento de normalizar y renovar la legitimidad del régimen ocupando espacios simbólicos en las ciudades. La dictadura inauguraba con ellas sus “especiales lugares de memoria”.

Las estatuas eran réplicas de la que se encontraba situada frente a Nuevos Ministerios en Madrid. El responsable de su diseño y fabricación fue el escultor valenciano José Capuz Mamano. Amigo y protegido del mismísimo Joaquín Sorolla, comenzó a ser tenido en cuenta tras esculpir el monumento al Doctor Moliner (1919) que aún se encuentra situado en el paseo de La Alameda de la ciudad del Túria. Un homenaje a la ciencia y el amor que le abrió las puertas del éxito. 

 En 1933, siendo ya un consagrado miembro de la Real Academia de Bellas Artes es curioso saber que ingresó en la Asociación de Amigos de la Unión Soviética, de la que formaron parte otras personalidades del momento como Federico García Lorca o Jacinto Benavente. Sin embargo, tras la guerra civil se adaptó bien al nuevo contexto de la dictadura. Tanto es así, que pasó de defender las hazañas socialistas del pueblo ruso a aceptar la tarea de inmortalizar al Caudillo en una voluminosa escultura de bronce. Cinco años después de este encargo, le fue concedida la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio. Mérito con el que se sigue condecorando hoy en día a personalidades de la ciencia y la cultura y que, por cierto, ostentó el dictador a título vitalicio.

José Capuz era un especialista en el arte de la imaginería barroca, virtuosismo que heredó de su padre y de su tío. Sin embargo, para este trabajo viajó al Renacimiento y se inspiró en el Gattamelata de Donatello, primera figura ecuestre desde la Antigüedad Clásica que es evocada aquí para homenajear la figura del dictador. Está realizada en bronce a un tamaño algo mayor que el natural y sostiene un bastón de mando en su mano derecha, lado hacia el que mira la efigie de Franco. 

En total, en España hubo hasta nueve monumentos similares. La primera estatua ecuestre se situó delante de la entrada del Instituto Ramiro de Maeztu en Madrid en 1942 y la última en Melilla en la caserna de la Legión en 1978, tres años después de muerto el dictador. Sin embargo, fue València la primera ciudad en derribar la suya, dos décadas después de que fuera literalmente clavada en la que fuera la Plaza del Caudillo -antes Castelar-, después llamada Plaza del País Valencià y rebautizada en la actualidad, como Plaza del Ayuntamiento. 

De la moción al derribo: una hazaña democrática que duró años

“Estaba indignado. Era un insulto y una provocación que la estatua permaneciera allí después de muerto el dictador y tras las primeras elecciones democráticas”. Antonio Montalbán me contaba así como fue uno de los principales instigadores de la moción que pedía acabar con los monumentos de exaltación franquista de la ciudad. “Yo era el responsable de Movimiento Obrero del PCPV y el Secretario General de CCOO del País Valencià, así que era lógico que por ambas vías la gente se dirigiera a mí para pedirme que se acabara con la estatua. Me lo decían personas que habían sido represaliadas y que se sentían ofendidas por la permanencia de ese símbolo en la Plaza.”

Las primeras elecciones municipales en València, tras la muerte de Franco, se produjeron el 3 de abril de 1979 y tan sólo veinticuatro días después se aprobó en el pleno del Ayuntamiento la moción que haría posible el derribo del Gattamelata franquista. Sin embargo, a pesar de lo rápida que fue la toma en consideración de la propuesta aun habrían de pasar cuatro años hasta que se pusiera en práctica definitivamente. 

“Había mucho miedo en el Ayuntamiento. Y no se tardó tanto en derribarla por falta de voluntad, es que hubo al menos dos intentos de retirarla pero fue imposible. Un día incluso me fui a hablar con Pérez Casado sobre el tema porque era yo quien recibía muchas de las presiones de la gente indignada porque no se llevara a cabo el derribo”. Antonio Montalbán evoca así los recuerdos de aquellos tiempos en que la extrema derecha continuaba amenazando cualquier avance democrático de ruptura con la dictadura. 

De hecho, cuenta Juan de Andrés en su investigación sobre monumentos franquistas que, el primer alcalde democrático de València, Fernando Martínez Castellano, “tuvo la deferencia de comentar previamente al teniente general de la Tercera Región Militar, Jaime Milans del Bosch, su intención de retirar los símbolos franquistas. La respuesta del militar fue tajante, amenazando incluso con enviar a una compañía a defender la estatua”. Este fue uno de esos primeros obstáculos que obligaron a aplazar la decisión definitiva. 

Mientras la estatua permanecía hierática e incólume, en su emplazamiento original, los tiempos convulsos de la Transición seguían su curso. Y debido a las vacilaciones del ayuntamiento en cuanto a proceder a su retirada, la escultura ecuestre tuvo ocasión de estar presente con una bandera franquista colocada en el brazo, el 23 de febrero de 1981, cuando Milans del Bosch -el mismo que exigía respeto a la efigie de Franco- sacaba los tanques por València esperando el comienzo de una nueva cruzada que, afortunadamente, nunca llegaría. 

“El burro i l'haca, fora de la plaça!” (“¡El burro y el caballo, fuera de la plaza!”)

Según contaba el periodista Manuel Muñoz en El País, los obstáculos no eran únicamente políticos sino también técnicos. La frase de “atado y bien atado” se podría aplicar perfectamente al modo en que clavaron la estatua al suelo en 1964. En palabras del alcalde Pérez Casado, la obra de derribo era muy costosa debido a que “la escultura y el pedestal sobre el que descansa están profundamente anclados en el suelo mediante unas largas prolongaciones metálicas que, al parecer, llegan hasta más abajo de los antiguos urinarios públicos —hoy cerrados— sobre los que se edificó el monumento”. 

El 9 de septiembre de 1983 los voluntarios dedicados al desmontaje de la estatua ecuestre pudieron confirmar las palabras del alcalde. Franco estaba anclado a la tierra con raíles. Es por ello que, la aventura de derribar al dictador no solamente se prolongó cuatro años desde la aprobación de la moción municipal sino que, el propio día elegido para llevar a cabo las labores de limpieza, su desmonte se demoraría aún 11 horas más de lo previsto inicialmente. 

Comenzó la tarea a las 4:15 de la madrugada y fue finalizada, definitivamente, a las 14:50 horas del día después gracias a voluntarios comunistas, libertarios y, hasta aún hoy, clandestinos. Pedro Zamora, concejal del PCE en el consistorio, era el encargado de coordinar las tareas relacionadas con la “Operació Elefteria” y había reclamado la ayuda de militantes de las organizaciones antifranquistas para llevarlas a cabo.

Porque, a pesar de la nocturnidad y el secretismo con que había sido concebida la misión, los simpatizantes de ultraderecha camparon a sus anchas, durante horas, alrededor de la escultura, ante la pasividad de la Policía Nacional. Algo que preocupaba enormemente a Pérez Casado que vigilaba la acción desde el balcón del Ayuntamiento. Amenazas, piedras, conatos de violencia se sucedieron incesantemente en los alrededores de la plaza. Cuando empezó a clarear el día comenzaron a llegar personas que aplaudían la desaparición del dictador y que coreaban un lema que recupera Gabi Ochoa para su podcast: “El burro i l'haca, fora de la plaça!”

“Tombar al criminal assassí va ser tot un plaer”

Cuando me senté a la mesa con dos de los hombres que consiguieron hacer desaparecer a Franco del paisaje urbano de València, me hicieron prometer que no revelaría absolutamente nada sobre ellos que les pudiera hacer reconocibles. No estoy autorizada ni siquiera a transcribir las iniciales de sus nombres.

 Lo que sí puedo contar es cómo aquel 9 de septiembre de 1983 aparecieron de madrugada en la Plaza del País Valencià para protagonizar uno de los hitos más simbólicos de la transición valenciana. Eran militantes de organizaciones comunistas que acudieron a la llamada colectiva de Pedro Zamora, como si los tiempos no hubieran cambiado, como si la democracia siguiera siendo un sueño por el que luchar cada día. Porque, a pesar de que habían pasado ocho años desde la muerte del dictador, la violencia se percibía en el ambiente, sobre todo aquella noche. La ultraderecha había acudido a defender los restos de un régimen que seguía dando coletazos y demostrando la firmeza de sus ataduras. 

“Los de la colla del port fueron los primeros en llegar. Después fuimos nosotros, unos cinco. Yo iba con una grúa. Éramos todos comunistas y libertarios. Pero durante la madrugada no avanzábamos prácticamente nada. Conforme se hacía de día se iba llenando la plaza de fascistas que nos insultaban y nos tiraban piedras. Al final de la noche nos quedamos sólo dos. Aquello era muy duro.” Me cuenta uno de ellos que, sobre las 8 de la mañana, los policías de la Brigada 26 se marcharon por el cambio de turno. Entonces, la muchedumbre de extrema derecha se vino arriba. Creció la tensión y los dos voluntarios que quedaban se protegieron en el interior del Ayuntamiento donde estuvieron unas horas reunidos con Pedro Zamora y el alcalde. “Necesitamos otra grúa, pasamontañas y monos de trabajo.” Esas fueron sus exigencias para poder continuar el trabajo. 

En cuanto pudieron ocultarse tras la ropa, volvieron a salir a la plaza, acompañados por otros voluntarios del PCE-ml. Al contar con dos grúas, esta vez, sí pudieron zarandear lo suficiente la mole de bronce: “Sujetamos con cabrestante la cabeza y el cuerpo del criminal. El caballo estaba amarrado a la otra grúa. Zarandeamos la estatua con ambas grúas y finalmente se partió por la cintura. Franco quedó ahorcado.” Así finalizaba una hazaña de horas que, según nuestro entrevistado, acabó bien a pesar de haber sido “una auténtica chapuza”. Aún hoy no entiende por qué las radiales nunca funcionaron.

“De la plaza y escoltado por la policía, llevé al criminal hasta el Mercado de Abastos. Habíamos llenado mi camión de arena para que no se deteriorase la escultura. Después, la policía quiso acompañarme a casa pero les pedí que me dejaran en un bar del barrio de Campanar. No iba a permitir que supieran donde vivía.” Así acababa el día el hombre que, materialmente, acababa de derribar a Franco. 

La escultura de Capuz Mamano comenzó su particular viaje. Del Mercado de Abastos fue trasladada a Capitanía General, donde estuvo presidiendo un patio del antiguo convento de Santo Domingo. Hoy sabemos, gracias a una investigación de Valencia Plaza que en 2010, en aplicación de la Ley de memoria histórica, fue trasladada de allí a un arcón de la base militar de Bétera donde permanece actualmente. 

La mañana de mi entrevista acabé paseando con mis dos informantes clandestinos por el centro de València. Quería llevarles al Centre del Carme donde, curiosamente, había una exposición sobre las estatuas ecuestres franquistas: “Fantasma'77. Iconoclàstia espanyola”. Toda una perfecta casualidad. En ella se proyectaba un vídeo del derribo de la estatua y pude disfrutar viendo cómo ambos se reconocían en las imágenes y rememoraban cada momento. Si bien ellos me habían regalado el testimonio de su historia viva, yo tuve el honor de informarles entonces de que València había sido la primera ciudad en acabar con su monumento al dictador. Desconocían el dato. Hasta ese momento no habían sido conscientes de la magnitud de su aventura. 

De la hazaña, no obstante, no solamente les queda su memoria. A ellos dos y a otro compañero les queda además un recuerdo de bronce. Tres pequeños trozos de la estatua descansan soldados a tres pedestales que atestiguan cómo un día de septiembre de 1983 unos cuantos comunistas consiguieron echar de València al dictador. La inscripción es un fragmento de la combativa y emocionante canción de Lluís Llach: “Tomba... tomba... i ens podrem alliberar. L'Estaca”. Me confiesa el más hablador de ellos, tras enseñarme las fotos de su reliquia, que “tombar al criminal assassí va ser tot un plaer”.

Sobre este blog

Exdirectora de Gabinete de Economía y Hacienda de Madrid. Autora del libro sobre confluencias municipalistas “La conquista de las ciudades”. Profesora de Historia. Exdiputada autonómica de Esquerra Unida y miembro de la dirección federal de Izquierda Unida.

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