Comunidad Valenciana Opinión y blogs

Sobre este blog

Resines y Mujica: menos es más. O eso dicen

0

Se emiten últimamente unos anuncios televisivos en los que ese personaje que ha creado Antonio Resines, un yayo gruñón supuestamente entrañable y rebosante de sensatez, nos demuestra, utilizando diversos ejemplos, que en los productos que consumimos habitualmente hay muchos aditamentos que sobran. El actor lo hace para convencernos de que contratemos los servicios de un determinado operador de telefonía que, según dice, nos vende lo que necesitamos y nada más, «sin tonterías» añadidas. Si a algún visitante ocasional de una galaxia lejana le mostráramos solo ese anuncio para enseñarle en qué consiste la publicidad, se iría de aquí convencido de que esta es una herramienta pedagógica de primer orden. Para ello, naturalmente, habría que esconderle al turista intergaláctico los anuncios que, para vender lo mismo que nos quiere colocar Resines, una puñetera conexión a la red, nos quieren convencer de que si contratamos la suya nos volveremos automáticamente más sabios que el resto de nuestros semejantes o conseguiremos una velocidad de navegación que supera la de la nave galáctica del marciano. A la publicidad le da igual ocho que ochenta, pero está claro que el anuncio de Resines lee mejor que los otros el espíritu de los tiempos que corren: estamos hartos de chorradas innecesarias, salta a la vista.

De ser una imposición odiosa que hace unos años dio lugar a un neologismo acusador —austericidio— la adopción de la austeridad por razones morales está de moda, y como todo lo que está de moda, lo está por alguna razón. Sospechosamente, el estoicismo, la actitud filosófica en la que se enmarca esa sobriedad voluntaria, aparece allí donde no llega nuestro bolsillo. Lo que hace pensar que es más una forma de consuelo que fruto de sólidas convicciones. Porque, además, no cambia nada, solo nos permite transmutar la sensación de carencia e impotencia por una de plenitud y de autocontrol mansamente, de una manera inofensiva. Las ideologías aparentemente transformadoras muy a menudo han derivado en eso: consuelo, desahogo, resignación. Al menos, en la forma en que son difundidas y asimiladas por las masas. Lo subrayaba hace más de medio siglo Umberto Eco en Socialismo y consolación tomando como punto de partida Los misterios de París de Eugène Sue, una obra que le parecía idónea para analizar «cómo se conectan y cómo se influyen mutuamente industria cultural, ideología de consolación y técnica narrativa de la novela de consumo». La de Sue es una obra cumbre de un género, el del folletín, cuya popularidad no solo no ha decrecido desde entonces, sino que se ha extendido a todas las formas posibles de expresión hasta culminar en los diversos tipos de series televisivas, un formato saciante por naturaleza (se acaban solo cuando se vuelven indigeribles) que consigue que nos vayamos a la cama tal como salimos de ella la mañana anterior, pero satisfechos, lúcidos, vengados, preparados para afrontar una nueva jornada sisífica.

Todo indica que Pepe Mujica se ha muerto en el momento oportuno, justo cuando necesitábamos mensajes como los que se han difundido urbi et orbi a raíz de su desaparición. Los medios mayoritarios, muchos líderes políticos y no pocos opinadores se han apuntado gustosos al homenaje a ese hombre sabio, de temperamento tranquilo y, sobre todo, de una austeridad implacable. Un personaje del cual, seguramente sin ser consciente de ello, Resines hace una parodia en sus anuncios. Pero se trata de un homenaje a ese Mujica anciano, no al antiguo dirigente de la guerrilla tupamara, partidario de la lucha armada, «expropiador» de bancos y comercios y secuestrador de sátrapas pistola en mano. Aquellos fueron errores de juventud. Obviando que uno no podría haber existido sin el otro, glorifican al viejo Mujica porque, como decía un columnista en El País «murió con la lección bien aprendida». Y esa lección, según destacaba ese mismo medio citando al antiguo revolucionario, es la de que «cuanto más tenés, menos feliz sos». Hay pocas frases que suenen tan reaccionarias como esta según el contexto. Conozco a una anciana, tan vieja como llegó a ser Mujica, que, privada de casi toda su movilidad, vive recluida en una casa especialmente oscura. Ocupa la única habitación que da a la calle, pero el sol solo entra allí durante unos pocos minutos al día, le calienta un poco el regazo y se va. Esos minutos son para la mujer los más felices de la jornada, y mientras transcurren no parece necesitar nada más. Sería insensato para ella aspirar a otra cosa que no fuera conservar la salud que le queda o, como mucho, que unos amables albañiles le agrandaran un poco la ventana. Me recuerda a veces a los personajes de una película española de la etapa franquista titulada, precisamente, La calle sin sol (Rafael Gil, 1948). Allí, unos parias que habitan en un barrio miserable se apretujan cada día contra la única pared del callejón a la que, durante unos instantes, da el sol. Como vamos viendo a medida que se desarrolla el argumento, entre ellos hay alguno que está dispuesto a matar para poder disfrutar de un poco de lujo, y la película parece que lo justifica, nos lo muestra con el filtro de la conmiseración. Ni siquiera un cineasta de aquellos tiempos tan conformistas fue capaz de encajar ahí una loa a la sobriedad.

Aunque somos un trasunto actual de los obreros, los expresidiarios —Mujica estuvo quince años preso— y las prostitutas de Los Misterios de París o de los desposeídos de La calle sin sol, no nos identificamos con ellos. Estamos convencidos de que esos clichés son fruto de unas condiciones históricas superadas y no nos sirven como explicación de nuestro malestar. Creemos tener demasiado, más de lo que podemos manejar, y sentimos que la abundancia se torna en contra nuestra. Nos ponemos melancólicos, echamos de menos la armonía con el entorno y la capacidad que en algún tiempo se supone que teníamos de dominarlo, y nos dedicamos a cultivar con ánimo expiatorio unos raquíticos huertos urbanos que vienen a ser los rayitos de sol en el callejón oscuro. De ahí, también, que empecemos a encontrar natural vivir en habitáculos de quince metros cuadrados donde no caben las figuras de Lladró que acumuló la abuela ni los libros que te regalaron cuando eras niño. Pero, paradójicamente, tanto eso como todas las prácticas que se enmarcan en la filosofía posconsumista a la que estamos siendo inducidos o directamente empujados —sostenibilidad, reciclaje, consumo responsable, economía circular, economía verde, comercio ético…—, tienden a perpetuar el consumismo. Se trata de consumir mejor para seguir consumiendo lo mismo. O más, al menos por parte de algunos, y quien no pueda seguir el ritmo que se convierta en mercancía y trate de sobrevivir. Es decir, que puede que sí que estemos en pleno posconsumismo, pero no es lo que nos venden. «Cuanto más tenés, menos feliz sos», dijo Mujica, pero él daba o dio a estas palabras, en algún momento de su vida, un sentido explícitamente anticapitalista. Iba contra la acumulación por parte de unos pocos en detrimento del bienestar de la mayoría, y lo que sugería era que había que ajustar eso, ya que no por las armas, mediante la adecuación de nuestras aspiraciones —de la de algunos, mayormente— a los límites que impone la naturaleza de un lado, y la razón y la compasión humanas de otro. Hay una facción de necrólogos que pretenden que entendamos otra cosa.