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El influjo de Cervantes

José Manuel Rambla

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Si es bien conocido que la realidad supera a la ficción, hoy sabemos también que ésta puede llegar a imponerse incluso sobre las conmemoraciones literarias. Así lo estamos pudiendo constatar estos días en que los 400 años de la muerte de Shakespeare han pillado a los ingleses debatiéndose entre el ser o no ser de Unión Europea, del mismo modo que a los españoles la misma celebración por la muerte del autor del Quijote nos ha sorprendido más cervantinos que nunca.

Cervantinos, más que quijotescos. Porque la riqueza de matices en la obra de Cervantes es mucho más que el tópico reduccionista de ese loco soñador que supuestamente se esconde en el alma de todo español, si es que esa inmaterial esencia de la personalidad existe. Y es que detrás de las aventuras de Alonso Quijano no late el obnubilado afán de luchar contra molinos de viento, sino una compleja reflexión en torno a la realidad y la ficción, la identidad, la creación, la teatralidad, el fingimiento, los deseos, el individuo y la sociedad, en fin, la vida.

Quienes somos y quien escribe nuestro relato sería en cierto modo la clave de este momento cervantino en el que nos encontramos inmersos. Una introspección que venimos afrontando en los últimos años no porque la fantasiosa imaginación de tanto tertuliano haya terminado secándonos el seso, como le ocurrió al hidalgo manchego por culpa de las novelas de caballerías, sino porque la crudeza de la crisis políticas, social y económica que arrastramos desde el 15M, desde el estallido de la burbuja inmobiliaria, desde la precarización de las vidas, acabó poniéndonos ante el espejo y su confusión de reflejos, juego cervantino por excelencia.

Claro que estas incertidumbres no afectan a todos por igual. Se presentan especialmente en la esfera de la política y se ceba con espacial fuerza en aquellos que se interrogan sobre la identidad o aspiran a interpelar a la realidad. Es ahí donde cabe enmarcar, entre otras manifestaciones, el acuerdo entre Izquierda Unida y Podemos, con loco pragmatismo, con serena urgencia. Es, en cualquier caso, un episodio más, porque articular una alternativa posible y creíble socialmente sólo puede tomar cuerpo a partir de la acumulación de experiencias, fracasos y expectativas, de osadías y errores. El bálsamo de Fierabrás que anhelan algunas izquierdas no existe. Como tampoco conviene olvidar que la fiereza en acuchillar cueros de vino es la épica que más tranquilidad despierta entre los gigantes.

También en las ínsulas socialdemócratas la reflexión identitaria se hace ineludible. Acostumbrados a las ilusiones de Barataria, los residentes en estas latitudes deben debatirse entre redefinir su espacio y su sentido o convertirse en el divertimento de unos duques encantados con sus vuelos a lomos de Clavileño. Por desgracia, temerosos de sus aspas, muchos de ellos parecen más cómodos con esas ruedas de molino con las que pretenden hacernos comulgar respaldando acuerdos en Bruselas como TTIP. O como Susana Díaz asumiendo el papel de princesa de Micomicon a que devuelva al Quijote al redil.

Si los dilemas de la identidad parecen encontrar terreno propicio entre las izquierdas, la no menos cervantina confusión de autorías, el problema del narrador responsable de marcar la marcha del relato, parece obsesionar especialmente entre los estamentos más conservadores. El relato, el microrrelato y el metarrelato se imponen aquí sin embargo en sus versiones más burdas, pese a los esfuerzos de los grandes medios por resucitar con una mínima calidad los viejos miedos del franquismo o la Guerra Fría al peligro rojo. Surgen de este modo documentos espectaculares como los “descubiertos” por Eduardo Inda en algún zoco periodístico imaginario. O narraciones meticulosamente ensayadas por el juez Salvador Alba, siguiendo las fabulosas fórmulas de Maese Pedro cuando interrogaba sobre el futuro a su mono adivinador.

Incluso detrás del silencio inmutable de Mariano Rajoy se esconde la misma preocupación por gestionar el relato, aunque en su caso éste sólo sea una insulsa acumulación de lugares comunes. Al fin y al cabo, el ectoplásmico presidente del gobierno en funciones y candidato popular puede relajarse con historias sencillas basadas en menudencias, consciente de que entre bastidores siempre se encontrará algún narrador omnisciente controlando hasta el último detalle, bien se trate de la contabilidad delicada del partido o del próximo e interminable ajuste económico que nos llegará redactado desde Bruselas.

Sí, posiblemente España ha llegado a este cuarto centenario de Cervantes más cervantina que nunca. No sorprende por ello que desde algún despacho de la calle Génova, de cuyo nombre algunos no se querrán acordar, observen las evoluciones de Albert Rivera con la misma perplejidad con que Quijote –y el propio Cervantes– conoció las aventuras del falso Quijote de Avellaneda. Ni extraña que las elecciones, al igual que la novela del caballero de la Triste Figura, se hayan visto abocadas por la fuerza de las circunstancias a la realización de una segunda parte.

Eso sí, a diferencia de la historia nacida de la mente de Cervantes, podemos descartar que el resultado del 26J ponga colofón a las desventuras que sufrimos. Pensar lo contrario sólo puede ser achacable al maléfico influjo de algún encantamiento, porque si una cosa parece cierta es que después de esa jornada nos seguirá quedando mucha incertidumbre por delante. Y no tendremos el consuelo de un Cide Hamete Benengeli que nos ilumine con nuevas informaciones sobre lo que nos depara el relato. En estos tiempos, el sabio musulmán debe haber naufragado en las aguas mediterráneas o encontrase retenido en algún campo de refugiados. Sea como fuere, lo que parece seguro es que a estas alturas de la tragedia no debe estar con ánimos para muchas historias.

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