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Una Europa descabezada, una Europa desorientada

El presidente de gobierno español, Pedro Sánchez (i), conversa con la canciller alemana, Angela Merkel (c), y el presidente francés, Emmanuel Macron (d), durante una cumbre del Consejo Europeo en Bruselas.

Christian Almazán

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Los problemas que atañen a la Europa contemporánea, plasmados en su vertiente institucional, la Unión Europea, no reposan únicamente en el frente económico, tal y como es lógico razonar inicialmente dado el cariz adoptado por esta en su labor diaria, sino que se extienden hasta las fronteras laborales (debacle de las anteriores vías de control económico: dominación por parte del BCE como muestra de la incapacidad de control del mercado: persistencia del desempleo), y sobre todo, hasta las políticas nacionales (a la [re]aparición de partidos con planteamientos extremistas, xenófobos y euroescépticos, hemos de sumar la plasmación de esta última cuestión en una amenaza que se ha materializado en un efectivo ataque a las bases morales e ideológicas que sustentan el entramado europeo mediante la ¿dramática? salida de uno de sus principales socios).

Todo ello dibuja un horizonte de desintegración europea que amenaza con socavar los pilares fundamentales sobre los que se ha sustentado el proyecto europeo, atacando a su gobernabilidad, así como, y sobre todo, a su legitimidad. Sin embargo, a mi juicio, la cuestión sobre ello no estriba tanto en las causas últimas de esta “crisis europea” (tal y como algunos han acordado calificar), prueba de la futilidad en la que ha devenido el sentir del proyecto europeo, sino en su origen intestino y amargo.

Europa: ¿un proyecto fallido?

Tal es la situación, pues si bien las sociedades, y todavía más las europeas, están acostumbradas a sobrevivir en el eco de una cíclica historia conflictiva y de lucha con la alteridad (representada en cada momento por una nación o un actor concreto), la situación que se nos plantea ahora parte de una base de descomposición interna, en la que los agentes externos (más allá de su inevitable papel de influencia en respuesta al contexto de inter-conexión globalizada) no han jugado el papel determinante que sí han desempeñado las corrientes ciudadanas (y políticas como respuesta institucional de ello), cuya mediatización del descontento como arma de lucha política ha derivado en una situación de corredor sin salida que difícilmente presenta visos de solución a corto plazo.

Las consecuencias de ello convergen en una innegable incapacidad por parte de la UE, en tanto actor de peso político internacional, desestructurando sus procesos decisorios como base de la imposibilidad de coordinar sus políticas nacionales interiores, respuesta necesaria a los procesos que le rodean y moldean constantemente (crisis de asilo, de refugio, corrientes migratorias, [nuevas] amenazas terroristas, viraje del orden y el peso geo-político global hacia el Pacífico...). Este es el principal problema de la Europa de los “28” (por poco tiempo), pues de su raíz parten la totalidad de las cuestiones que alteran y dinamitan su estabilidad, de manera que la desunión, falta de liderazgo y descoordinación política interna han logrado (si es que puede considerarse un logro) descabezar el proyecto europeo, que otrora presentara una sólida estructura de “Can Cervero”[1] equilibrada entre sus Estados-líderes principales (cuyas múltiples cabezas se asemejan a la estructura multi-poder que rige la Unión Europea), y que hoy en día se ha residualizado en una vulgar lucha política fratricida al más puro estilo bíblico (Delvaux, 2016).

Es por ello que la solución europea no pasa por una reconstrucción completa o una desintegración sin mayores intenciones de cooperación ulterior, sino que han de canalizarse por medio de una reconsideración de las vías de comunicación, tratando de buscar puntos comunes que unan la multi-diversidad infructuosa de intereses presente a través del impulso de proyectos que potencien la construcción de nuevos ejes de impulso económico, político, y sobre todo, social (en tanto reflejo básico de la dinámica y pulsión existente en el escenario más elevado en todas las dimensiones: el escenario político).

La débil situación del actual y frágil proyecto europeo viene precedida y condicionada por las sucesivas crisis económicas y políticas que han azotado en pleno rostro a la progresiva e intensiva integración europea, que venía planteándose como vía para alcanzar un nivel de bienestar nacional equiparado entre el conjunto de naciones del viejo continente.

Así pues, el fracaso integrador de las naciones de la periferia europea ha supuesto un duro varapalo para la continuidad del proyecto, que, sumado a la fallida voluntad de converger el sentir de las políticas económicas de las últimas décadas en la aspiración de una figura común como es el euro, ha derivado en una implosión política en cuanto a su efectividad, eficiencia, y sobre todo, legitimidad. Esta debacle económica ha resultado fruto de la necesidad de afrontar una de las más intensas crisis multi-disciplinares de la última centuria en el Occidente que conocemos.

Pero hemos de mirar más allá, hemos de elevar las miras a las cuestiones materiales resultado y consecuencia directa de nuestros errores del pasado, pues si bien difícilmente los proyectos fruto de la imaginación de las generaciones actuales y del futuro más inmediato no pueden construirse en el vacío institucional[2], las propuestas supra-nacionales que deban articularse como respuesta a las crisis que han dejado inmóvil a la prácticamente interfecta Unión Europea deben replantearse el escenario en su conjunto, planteando cuestiones globales que traten de aportar cosmovisiones sobre la dimensión del propio proyecto europeo, alzando la mirada sobre los aspectos más inmediatos que atañen a la convivencia en la sociedad occidental contemporánea (Tsoukalis, 2016).

Si bien la dinámica actual anima a desalentar esta concepción, un tanto personal, pero al mismo tiempo compartida por multitud de autores y sobre todo ciudadanos coetáneos, pues las tensiones políticas y propuestas retro-nacionalistas[3] conducen a un escenario que no refleja perspectivas especialmente positivas para el futuro de la Unión, no solo referidas a su plasmación más evidente en la figura de partidos políticos abiertamente anti-europeístas y xenófobos, sino más bien referido a la falta de voluntad política que se adivina en los discursos y acciones políticas recientes de los principales líderes que debieran, eventualmente, encabezar la maquinaria europea de reconducción del proyecto hacia los cauces que parecen haber sido abandonados.

La crisis griega se apunta como uno de los factores determinantes en dicha implosión, pues hizo patente la posibilidad, cada vez más latente, de que la concepción imperante en Europa desde la época de posguerra de “impertérrito avance unidireccional” en la construcción del magnánimo proyecto común pudiera ser errónea en sus planteamientos. La deconstrucción y desmoronamiento de muchos de los automatismos que habían venido reforzándose desde el inicio de la positivación de los planteamientos europeístas (existentes en la concepción de muchos autores de manera previa a su plasmación institucional) pone en evidencia la verdadera crisis que infecta el organismo vital de la propia Unión y la incapacidad por parte de sus dirigentes de reconducir y sobreponerse a la situación, quizás, no tan casuística como pudiera parecer.

Crisis de liderazgo político

Las viejas guardias de la política europea han claudicado en favor de nuevos perfiles mucho menos carismáticos en un contexto de indefinición y falta de identificación con un proyecto que hace aguas por todas partes y sobre el que pocos líderes políticos europeos confían en recuperar su vigorosidad inicial.

El mandato del luxemburgués Jean Claude Juncker ha acabado cediendo a las críticas que amenazan la cuestión europea desde multitud de flancos, incluso a pesar de representar la faceta más europeísta, optimista y proactiva en relación a la recuperación del proyecto político como base de una integración socio-económica del territorio continental. La necesidad de replantear el liderazgo en la Unión se antoja urgente e imprescindible, pues tal y como apuntan analistas como R. Suanzes, el esquema tradicional de funcionamiento parlamentario en el que los pequeños Estados cedían espacio a los grandes Estados en los asuntos de importancia supra-nacional ha devenido inoperativo (Suanzes, 2016).

Unido a ello, la carencia de coordinación y acuerdo entre los tradicionales socios de la Unión (especialmente y con una relevancia muy superior al resto de conexiones: Francia-Alemania) impide el avance conjunto que estos mismos propiciaban, alternando fases de compromiso laxo con etapas de fuerte inter-relación que ahora parecen haber desaparecido en el abrumador vacío existencial.

De hecho, el caso francés merece una especial mención en este sentido, pues las voces críticas con respecto al proyecto europeo han cristalizado en una fuerza política que amenaza desde hace años la estabilidad, no solo de la República francesa, sino del conjunto de la Unión Europea, pues sus propuestas en relación a este organismo son, cuanto menos, poco halagüeñas. Cierto es que el miedo al “Le Penismo” ha logrado aunar fuerzas entorno a la férrea figura de Emmanuel Macron, quien, en tanto que sustituto de Hollande, pretende recuperar la posición de Francia en el contexto internacional, primando el proyecto europeo y su capacidad de liderazgo político de la mano de la (todavía) Alemania de Merkel. Sin embargo, todavía se perfila un futuro incierto, pues la propuesta europeísta de “En Marche” debe superar multitud de escollos sociales e institucionales que impiden apostar tan firme e indiscutiblemente como se pretende por la cohesión europea.

La pregunta que se nos advierte ante todo ello, y que se plantean autores como Rodríguez o Tsoukalis, es sencilla, directa: ¿Qué va a ser de Europa? Y, como bien apostillaría nuestro ex-presidente, “ello no es una cuestión menor”, pues la posición de Europa, y más en concreto, de la Unión Europea, en el contexto internacional se debate en una pérdida progresiva de influencia que responde especialmente a esta falta de liderazgo político en tanto imposibilidad de articular de manera conjunta estrategias de reposicionamiento en las modernas y cambiantes estructuras del orden geo-político mundial, cuyas notas esenciales pueden expresarse del siguiente modo: fin de la divergencia global.

Inicio de una nueva convergencia: decadencia europea

El panorama, pues, al que se enfrenta la Europa de nuestros días, débil y fragmentada en su faceta interna, coadyuva de manera muy intensa a la crisis que afecta al futuro de la Unión en la multiplicidad de dimensiones que le son propias.

Tanto es así que en unas pocas décadas hemos asistido a una reordenación del peso geo-político mundial en detrimento del papel de la Unión Europea en el ámbito exterior, pues los datos nos aportan argumentos contundentes en favor de esta afirmación, constatando el viraje en el dominio global en favor de las naciones del Pacífico oriental. En concreto, la República Popular de China, el gigante silencioso. La estrategia de los 28 caracteres impulsada por las 2 principales figuras políticas existentes en China desde la época de Mao (Deng Xiaoping y Xi Jingping), cuyas notas características radican en el desarrollo de perfiles bajos, trabajo silencioso y labor constante, ha devenido el proyecto político más importante del S.XXI (e incluso me atrevería a decir finales del S.XX). Sus efectos todavía no son lo visibles que pueden alcanzar a ser, pero algunas de sus “aristas” (pues es un tanto atrevido calificar de aristas los faraónicos proyectos emprendidos por el sector chino) ya se sobreponen al dominio occidental del mercado global, tanto a nivel mercantil como a nivel creativo, innovador (Vidal, 2018).

La UE, actualmente, no se encuentra en condiciones necesarias para poder hacer frente a amenazas tan directas de su poder tradicional, sino que por el contrario muestra carencias cada vez más claras en relación a su incapacidad de articular un verdadero proyecto geo-político exterior claro y contundente, trazando rutas muy dispersas y banales que apenas alcanzan a cumplir su papel exterior en tanto garante de las naciones, hasta el momento, más potentes del panorama mundial. Su pérdida de poder en favor de naciones como la China es patente en el tablero geo-político mundial en casillas como la africana, pues las firmes apuestas de China por el territorio con el mayor potencial actualmente existente[4] son respondidas por los jerarcas de la Unión con quizás temor, posiblemente desconfianza, pero seguro escasez. Las apuestas apuntan bajo. Muy bajo.

Esta crisis internacional exterior (compartida, por otra parte, con los EEUU de América, aunque con un declive, si cabe, todavía superior en la faceta militar y económica), por tanto, supone una evidencia más de la necesaria recomposición que ha de evidenciar la Unión Europea, cuya recuperación pasa, inevitablemente, por un necesario ejercicio de constricción y repensamiento de sus bases, de sus vías de acción, y sobre todo, de sus lazos de inter-relación internos. Este es el único camino que, eventualmente, pudiera salvar a la Unión de su desmoronamiento progresivo, pues las amenazas externas e internas aún admiten una nueva y ulterior amenaza: la fría y distante Rusia.

Rusia: Putin y la recuperación del orgullo

La Europa de Merkel y Sarkozy ha restado como un bonito recuerdo en el imaginario colectivo europeo, pero la realidad ahora es otra. Y es otra muy distinta.

La amenaza rusa es cada vez, de nuevo, más evidente, pues la Rusia atrasada y marginada al este europeo ya es historia, mientras que la recuperación del orgullo patrio y de su potencial militar es una realidad. Una realidad cada vez más problemática, pues la seguridad en las fronteras de la Unión suma a su ya problemática silueta[5] una nueva preocupación sobre la que prestar una especial atención en materia económica, pero sobre todo geo-política. Caminamos, pues, tal y como plantea Rafael Poch, hacia una “Europa de los Balcanes”, en la que la alargada sombra rusa sobrevuela la agenda europea martilleantemente, ahondando cada vez más en su ya profunda herida.

Pero Europa puede sobreponerse. Debe sobreponerse, pues contamos con las herramientas necesarias para ello, tan solo falta recuperar la ilusión por una Europa renovada, no solo en la ciudadanía, sino sobre todo en su clase política, en la jerarquía europea y las generaciones por venir.

Conclusión

El balance, pues, sostiene un diagnóstico de la Europa actual escasamente alentador, pero, tal y como se plantea y ha de lograrse comprender, la situación precisa de altas miras, y estas proyecciones no pueden sino lograrse sobreponiéndose a las cuestiones que advendremos en denominar “técnico-materiales” para poder hacer frente a la verdadera dimensión del problema: falta de cooperación e integración interna con implicaciones en la falta de liderazgo, estaticismo, inmovilismo e indefinición política. Las soluciones existen, ahora es necesario querer y saber aplicarlas.

Europa tiene en sus manos su propio futuro, responsabilidad que por el momento desconoce, lo que eleva el riesgo en la apuesta que supone su propio proyecto integrador. Voluntad política, cooperación y comunicación política efectiva como bases de la recuperación del orgullo europeo, y esencialmente, de la operatividad y futuro del PROYECTO (clave) de la Unión.

Christian Almazán es alumno de 4º curso del grado de Ciencias Políticas y de la Administración Pública de la Universidad de Valencia

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[1] Cuyas múltiples cabezas se asemejan a la estructura multi-poder que rige la Unión Europea

[2] El concepto de “Path Dependency” trata esta cuestión, asegurando la imposibilidad de iniciar políticas públicas y proyectos públicos desde un momento cero inicial, pues todas ellas son presas de su herencia institucional y política más inmediata (es imposible actuar en el vacío, en la vacuidad institucional).

[3] Concepto que aúna la dinámica de retorno al Nacionalismo proteccionista más tradicional junto a la versión más peyorativa de la noción “retro”, tradicional, antigua, arcaica.

[4] No únicamente a nivel territorial y recursivo (Tantalita, Columbita, terreno de pasto, terreno agrícola, madera, petróleo…), sino, y principalmente, a nivel de capital humano.

[5] La cuestión de los Refugiados es, si cabe, el principal problema interno al que se enfrenta Europa en su conjunto, pero cuya solución no podrá articularse sin una estabilidad, cohesión y voluntad política interior inicial, aspecto al que aquí se dedica la atención principal.

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