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La Europa de la incertidumbre

Una manifestación en Londres por la campaña "People's Vote" en favor de la celebración de un segundo referéndum del brexit

Iván Cebrián

Valencia —

Las respuestas desde la política del rechazo

El cineasta británico Ken Loach, en su obra “El espíritu del ‘45”, muestra cómo el Partido Laborista, pese a tener en frente el relato conservador triunfalista de la Administración para guerra creada por Winston Churchill, logró que las clases trabajadoras identificaran al laborismo como la formación política capaz de dar respuesta ante una situación de incertidumbre tras el periodo de entreguerras, superando así, el relato triunfalista tory, mediante la garantía de compensación en forma de políticas sociales para una sociedad que había sufrido la factura bélica. Se generó una división en la estratificación social británica que pudo ser canalizada por el Partido Laborista, defensor de los postulados socialdemócratas y de los intereses por articular un modelo occidental que desalentara cualquier intento de emulación del modelo socialista soviético, lo que más tarde se traduciría en el embrión de un Estado de Bienestar, que definiría en parte a la Europa de décadas posteriores (teniendo en cuenta que existieron modelos de bienestar diferenciados a lo largo y ancho de Europa, vinculados a la trayectoria institucional y cultural del propio país). Es precisamente esta idea en torno a la que gira el contexto actual de Europa, es decir, a la capacidad de dar respuesta ante la incertidumbre que se cierne sobre ella, tal como han intentado a lo largo de la historia los teóricos del contrato social desde diferentes perspectivas.

Cuando volvemos al presente, lejos del entusiasmo de la reconstrucción del mundo social que podía respirarse durante el progreso del Estado de Bienestar británico, nos hallamos ante un adiós anunciado. Desde el referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la UE, nos encontramos ante la voluntad política de ruptura comunitaria sobre la mesa. Nos situamos en un escenario, donde la UE, más de medio siglo después, ha variado de forma negativa su capacidad de respuesta a la incertidumbre. Respuesta para la cual, los emergentes (y viejos) relatos populistas, nacionalistas, xenófobos y de extrema derecha, sí tienen preparada una argumentación inequívoca a la caza de chivos expiatorios identificables en la inmigración extracomunitaria, “en busca de captar un sentimiento identitario y excluyente”.

En el contexto actual, podría deducirse que estamos experimentado cierto grado de amnesia en la memoria colectiva, así como miopía política, ya que se recuperan argumentaciones que recuerdan al periodo de entreguerras y la estadística electoral nos invita a pensar que no son relatos que quedan en anécdota, sino un fenómeno perceptible en diferentes puntos de la geografía europea, ya que, como se puede observar en los relatos defendidos por el partido polaco Ley y Justicia (el cual ha consolidado una mayoría absoluta), han sido construidos en torno a una argumentación basada en “la revancha de una Polonia arruinada”. En la misma línea, si miramos el caso de Hungría observamos que mediante la política del rechazo y el relato antirrefugiados mantenido con los mandatos de Orban, todavía hoy se sigue generando odio y rédito electoral que lo sustenta. Cortados por un patrón semejante, la Liga Norte se consolida con el gobierno de Salvini en Italia y con políticas de rechazo masivo de inmigrantes, por no hablar de los partidos de extrema derecha ya asentados en asambleas legislativas como interlocutores habituales, véase en este sentido a Amanecer Dorado que cuenta con quince representantes en el Consejo de los Helenos, o Frente Nacional de Marine Le Pen (en la actualidad denominado Agrupación Nacional en coalición con otros partidos ultraconservadores), considerada por algunas perspectivas como la nueva oleada de derecha “bonapartista” que en las últimas elecciones presidenciales de 2017 logró un 33,9% de los votos. También es un síntoma de confirmación, que se reproduzcan brotes en el mismo centro de operaciones de la UE, cuando Alternativa por Alemania con un discurso islamófobo consiguió el 12,4% de los votos en las elecciones de 2017 y un 10,2% en las elecciones estatales de Baviera en 2018.

Este efecto, como ya apuntaba José Ignacio Torreblanca en 2011, como si se tratara de la evolutiva de “un cáncer, los xenófobos han ido capturando el discurso y la agenda política en todos los Estados”, se dibuja así, un “nuevo mapa de alianzas” donde el discurso neoconservador gira en torno a la opción del repliegue al Estado-nación. Porque el problema de fondo, es que la agenda política está siendo acaparada por los postulados populistas que apelan a la parte emocional de una ciudadanía europea sin identidad consolidada, que ve sometida su soberanía popular a unos actores que no puede señalar con claridad y no encuentran ningún tipo de defensa o protección en su Estado, por lo que, los ingredientes para el ascenso del populismo de extrema derecha, están servidos en bandeja y listos para recordar un escenario de tensión política con paralelismos respecto a los años 30.

La identidad. Del idealismo fundacional a los grandes retos geopolíticos

Las explicaciones del fracaso son muchas, pero a la vez ninguna respuesta es unívoca, ni abarca la complejidad que requiere el hecho de hilvanar las interrelaciones que construyen los factores que han llevado a la ciudadanía europea a una situación de anomia. Pese a ello, sí podemos identificar lo que el proyecto europeo ha propuesto y lo que ha conseguido. Partiendo de este punto y remontándonos de forma breve, a la motivación inicial de las Comunidades Europeas, encontramos una lógica de control mutuo debido a la característica predilección al belicismo, pero sobretodo, un vínculo de relaciones económicas como planteamiento inicial del Plan Schuman, que se plasmaron con la creación fundamental de los tres pilares esenciales europeos a mediados del siglo XX: la CECA, EURATOM y la CEE. Era una estrategia que giraba en torno a los Estados de Francia y Alemania, que en pocas décadas proyectó la construcción de una estructura institucional y unas bases normativas que dibujaban la esencia del proyecto europeo, consolidado en el ámbito económico, pero que fracasó en muchos aspectos del ámbito político. Este proyecto no dejó de sumar durante medio siglo, planteándose como un agradable entorno económico, así como un enclave cultural cosmopolita y como un espacio cooperativo con gran atractivo para las economías emergentes y los aspirantes a consolidar políticas de bienestar. Además, fue capaz de mantener su agenda en una realidad geopolítica bipolar que acabó colapsando y reposicionándose en una nueva realidad unipolar, donde la Unión Europea era un actor decisivo y sugerente de cara a la galería, ya que daba respuestas a fórmulas políticas y económicas que terminaron en fracaso, de forma que amplió sus fronteras a la vez que articulaba nuevos tratados de funcionamiento, hasta el punto de que a finales del siglo XX y principios del XXI estaba sobre la mesa la cuestión de establecer un ambicioso proyecto constitucional que jamás conseguiría su consecución, y frenaría paulatinamente la proyección de la UE hasta el Tratado de Lisboa. En este sentido, si hacemos balance, tenemos un proyecto de integración con un fundamento económico cooperativo y el diseño de un entramado institucional funcional pese a sus peculiaridades respecto a la interacción que se sucede entre poder ejecutivo y legislativo en los diferentes órganos comunitarios.

Pero también, es un proyecto que, tras veinte años desde la caída del Telón de Acero, ha sido incapaz de conformarse como actor global consolidado, y ha pasado un margen de tiempo considerado para que la UE tuviera una identidad propia. Esto implica una incapacidad que es perfectamente transmitida con la frase pronunciada por el exministro de asuntos exteriores polaco, Radosław Sikorski, en la que afirmaba que “tenemos una Europa, ahora nos faltan los europeos”. Teniendo en cuenta estas palabras, algo perceptible a simple vista tras las notas generales expuestas, es que se trata de un proyecto de integración sin hilo conductor cultural, es decir, no existe una identidad común como podría establecerse mediante el uso de un idioma generalizado a lo largo y ancho de los Estados miembros que permita la interacción fluida entre la ciudadanía comunitaria. Además, las tradiciones varían notoriamente en cada Estado, hay diferencias de credo dentro del cristianismo con enorme diversidad, y existe un choque frontal con el islam, para el cual no se pudo establecer puentes de integración sólidos entre el mundo musulmán y el cristiano. Ejemplo de ello, es la sucesión de iniciativas unilaterales por parte de los Estados miembros en el conflicto del Líbano, y sobretodo, tras la gestión de la problemática en Siria donde la UE ha actuado como socio subalterno de EEUU, ya que, desde 2011 se observa una estrategia de incomunicación y desconocimiento de las implicaciones que suponen la Primavera Árabe en Medio Oriente. Lo cual, a grandes rasgos, acabó estableciendo la atmósfera idónea para el crecimiento del Estado Islámico y la psicosis islámica extendida por Dáesh a escala global.

Por otra parte, en el entorno comunitario conviven países con lógicas comunistas integradas en su cultura política, así como en sus dinámicas de funcionamiento institucional diferenciadas de las democracias liberales. Por lo que, entre dicha heterogeneidad, se entiende que el catalizador de la unión son sus bases y su lógica de asociación económica, ya que la diversidad de características en la demografía y geografía de los diferentes Estados miembros, no permite argumentar con coherencia una verdadera unión con elementos asentados de identificación común entre la ciudadanía europea.

Este planteamiento de falta de consolidación del proyecto político, se convierte en el preludio de un fracaso cuando el modelo económico no puede dar respuestas a las clases trabajadoras tras la crisis económica de 2008, es decir, el elemento fundamental de adhesión europea, la propia economía, falla. Por lo que, la ciudadanía europea en ausencia de cualquier elemento cultural identificable como propio que haya tenido éxito a escala comunitaria (como hubiera sido una constitución), se cuestiona si el vínculo comunitario realmente aporta algún tipo de seguridad o de capacidad de contestación sobre la incertidumbre del mundo que rodea al individuo europeo y la ciudadanía europea, así como la propia UE quedan inmersas en una crisis existencial. En este sentido, es relevante ver que las relaciones y el encomiable trabajo de haber establecido instituciones funcionales dentro de un marco jurídico propio entre Estados miembros, no tiene el peso que debería cuando los ciclos capitalistas pasan por lapsos recesivos. Y es aquí, donde nos hallamos, diez años después de la recesión económica y sucesiones de asuntos de primera relevancia en materia geopolítica, nos encontramos un proceso de desconexión denominado como postura “antieuropeista”, donde partidos de carácter nacionalista y de extrema derecha están reclamando con éxito para sí, el repliegue de la sociedad al Estado-nación y la defensa de valores tradicionales con una fuerte carga que “descosmopolitiza” al ciudadano europeo, y le da una visión sesgada de su realidad mediante un relato que activa la parte emocional, así como una política del rechazo y del prejuicio de cara a que su nación deba mantener la condición de Estado miembro en una UE huérfana de símbolos identitarios.

Disgregación política y la voz múltiple

Llega el momento de sumar factores y elementos que nos conducen a nuestro escenario actual. En este sentido, el proyecto europeo muestra sus debilidades en gestión de política exterior, cuando grandes desafíos geopolíticos que deben ser abordados como actor global irrumpen con fuerza. Algo intrínsecamente ligado al funcionamiento descentralizado e incoherente de los Estados miembros, en los cuales, los gobiernos utilizan una lógica nacional en sus líneas estratégicas, dejando la lógica comunitaria en un segundo plano, de forma que, se percibe una unión sin nexo común a la hora de establecer una agenda política propia que abarque la pluralidad que comprende.

Desde el planteamiento plasmado en el choque de democracias que interpretan Mark Leonard y J.I. Torreblanca, la recesión económica da muestra de una cronología de distintas interpretaciones de cómo actuar, en la que, Alemania, junto al posicionamiento del BCE, adopta una narrativa condescendiente respecto a los miembros del “Sur”, algo que se ha sido extendido por parte de los mass media, y que se traduce en actitudes de desconexión por parte de la población alemana que se ve reflejada en el relato de nación sacrificada para el mantenimiento de Estados miembros incapaces de cumplir el déficit acordado. A su vez, los programas de austeridad sobre los países rescatados han generado la imagen de un rol semejante al del FMI, pero asociado al comportamiento de la UE de cara a sus miembros, lo cual, se ha convertido en uno de los factores responsables del nacimiento de un sentimiento de humillación en las sociedades de los Estados, a los que no les ha quedado más remedio que contemplar como las condiciones del mercado laboral se precarizaban sin ningún tipo de reticencia en salvaguarda de la clase trabajadora europea; y por otra parte, la intromisión y erosión en sus políticas sociales, de bienestar, de autogobierno descentralizado y autogestión presupuestaria (véase reforma del art. 135 CE), así como también, el cuestionamiento de su soberanía por parte de una UE que se ve lejana a los problemas perceptibles por la ciudadanía europea y con una “falta de respuestas efectivas a las necesidades reales de la gente”, lo que ha catapultado el relato euroescepticista de forma exponencial en apenas una década.

Como recordábamos antes, la disgregación política no solo descansa sobre los efectos del ciclo de recesión capitalista, sino también sobre el despropósito que supone la actividad de la UE en materia de política exterior y de protección interior común, donde tiene una agenda subalterna a la de EEUU y al posicionamiento estratégico de la OTAN (véase no solo la gestión de Medio Oriente, sino del conflicto en Ukrania como ejemplos fundamentales), lo que ha supuesto el toque de gracia a su posible concepción como actor global con autonomía sobre sus acciones exteriores o control geoestratégico de su entorno, quedando en una posición de indecisión permanente y de identidad indefinida.

Uno de los posibles factores de fracaso del proyecto europeo, es que cuando habla, no habla con una sola voz, no tiene “una sola silla”, lo cual implica una falta de liderazgo sólido, algo que distorsiona el mensaje y la posición adoptada. En este sentido, a menudo prima la adopción de posicionamientos en calidad individual por parte de los diferentes Estados, lo cual deja entrever el lugar que ocupa la UE en asuntos de política exterior como actor global y la baja comunicación interna que padece. Si partimos de la idea, de que en la UE existe una proyección de lógica federal, no caben las incoherencias en el posicionamiento como bloque, porque precisamente evidencia eso, la desunión, la primacía de las agendas estatales sobre los posibles proyectos de la “federación”. Sin embargo, planteado desde una lógica confederal, sería más entendible, o tal vez admisible, el hecho de que existan varios locutores con mensajes diferenciados, pero en este caso, no se debería contemplar las injerencias en materia política y presupuestaria que a día de hoy se impone a los Estados miembros cuestionando su voluntad como nación autónoma. Un retroceso al planteamiento del “mutante confederal” que la UE ha sido en sus fases embrionarias, suprimiría del tablero político la posibilidad de avance respecto de construir un argumento inequívoco que conteste a los problemas inmediatos de las naciones europeas desde el populismo de extrema derecha, pero a su vez, elimina la posibilidad de comportarse como un actor global en condiciones de cuestionar las agendas de las grandes potencias. No existiría un “nosotros”, el reto se situaría en volver a construir puentes de comprensión entre los Estados con barreras lingüísticas, culturales, étnicas y religiosas considerables, lo que implicaría dejar caer en el olvido el proyecto de una agenda con capacidad de influencia sobre temáticas de interés internacional.

Los datos dan a entender que la tendencia no es repentina, ya que si observamos datos recogidos en el Eurobarómetro de Opinión Pública de la Unión Europea de 2017, al 54% de los europeos le evoca un sentimiento negativo la inmigración externa a la UE, lo cual es un problema que se traslada a la actualidad y que necesita de una posición común, pero que se afronta de forma aislada, quedando en papel mojado cualquier declaración de intenciones en el Parlamento Europeo (y recordemos que es la cámara de representación popular de la UE). En el mismo estudio se indica que el 48% de los europeos tiende a desconfiar de las instituciones europeas, una dinámica que confirma la progresión de la “agenda deslegitimadora, antieuropea y racista que impacta de lleno en las instituciones europeas”.

En conclusión, el replanteamiento de la Unión Europea no tiene por qué considerarse un retroceso para Europa, sino una toma de impulso. Aunque es evidente que el planteamiento de escisión por parte del Bréxit, es un síntoma de que el modelo construido de arriba hacia abajo no está funcionando, y lo que es todavía más relevante, la ciudadanía europea ha visto mermada su soberanía nacional con las injerencias de la UE y los imperativos del derecho comunitario sobre el derecho estatal. Esto genera que un importante sector de la ciudadanía se vea cobijada al calor de un discurso nacionalista xenófobo y de rechazo, recubierto de una falsa voluntad plebiscitaria, así como de un relato antiglobalización, que a su vez tapa los problemas de desigualdad en la estratificación respecto a las diferencias entre clases y los problemas en la condiciones de trabajo que establece un mercado globalizado ilocalizable, generando una precariedad salvaje que impide el emprendimiento de proyectos personales y condena al ciudadano europeo mínimamente formado, a una alienación ineludible que lo mantendrá inmerso en una incertidumbre económica y existencial para la cual, la UE, al igual que sus Estados, no están siendo capaces de dar una respuesta concreta. El antídoto a la reconstrucción narrativa visceral ultraderechista, es trasladar el ámbito de la política comunitaria relevante a un escenario donde la ciudadanía tenga voz y vea recuperada su soberanía popular. Este sería el paso inicial para comenzar la recuperación sobre la dinámica de repliegue hacia el Estado-nación y cauterizar la sensación de anomia que tiene la ciudadanía europea perteneciente a las capas más perjudicadas de la estratificación, los denominados “perdedores de la globalización”.

Iván Cebrián es estudiante del grado en Ciencias Políticas y Administración Pública de la Universitat de València

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