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La 'Big Pharma', nosotros y la pandemia

Una trabajadora de la Consellería de Sanidad de la Generalitat Valenciana muestra un lote de vacunas.

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La pandemia ha puesto el foco sobre algunas de las compañías que conforman la élite del oligopolio farmacéutico mundial. Cuando no es AstraZeneca, es Janssen, o Pfizer, o Moderna. Los gobiernos y la ciudadanía viven en un ay sobre el cumplimiento de los envíos de vacunas o la aparición eventual de efectos secundarios que deben evaluarse y que propician retrasos y limitaciones en la distribución de los millones de dosis necesarias. Los planes de vacunación que diseñan los sistemas de salud son objeto constante de correcciones y replanteamientos en estos meses de 2021, marcados por la urgencia de controlar el impacto del coronavirus mediante la inmunización masiva para recuperar una normalidad suficientemente segura.

Las multinacionales farmacéuticas se han confirmado como un poder global por el hecho de disponer de la tecnología para el desarrollo y la producción de vacunas contra la COVID-19 en tiempo récord y a gran escala. Pero poco a poco sabemos que se trata de un poder alimentado con abundancia de fondos gubernamentales y que se mueve con criterios de opacidad cada vez más insostenibles, lo que hace crecer entre nosotros la demanda de que se liberen las patentes.

La ONG Médicos Sin Fronteras ya reclamaba antes de la pandemia que las licencias de ciertos medicamentos estuvieran disponibles para poder atender a poblaciones de países sin recursos. El argumento de las inversiones públicas en la investigación científica sobre la que se basa el desarrollo de las vacunas contra el SARS-CoV-2 añade fuerza a esa reclamación.

Médicos Sin Fronteras ha señalado, basándose en datos de la revista médica The Lancet, que seis de las principales compañías de la Big Pharma han recibido más de 10.000 millones de dólares de fondos públicos o de aportaciones sin ánimo de lucro. Según esos datos, AstraZeneca / Oxford ha recibido 1.700 millones de dólares; Johson & Johnson / BiologicalE ha recibido 1.500 millones de dólares; Pfizer / BioNtech, 500 millones; Glaxo Smith Kline / Sanofi Pasteur, 2.100 millones; Novavax / Serum Institute of India, 2.000 millones, y Moderna / Lonza, 2.480 millones de dólares. Las cifras reales probablemente son incluso superiores, ya que Estados Unidos calcula que en esta última se han invertido 3.400 millones de euros de origen público. En conjunto, el 95% del dinero aplicado en la investigación de las vacunas contra la COVID-19 es de procedencia pública.

Solo cuatro de las 20 principales empresas farmacéuticas tenían antes de la pandemia unidades de investigación de vacunas, porque en tiempos de normalidad no era una actividad especialmente valiosa ni ofrecía expectativas de rentabilidad. Lo que quiere decir que el impulso decisivo de las vacunas contra el coronavirus se ha basado en la financiación pública. El Parlamento Europeo aprobó hace meses una resolución para que toda la investigación financiada con fondos públicos siga siendo de dominio público, pero la Comisión Europea se resiste a una liberación de las patentes. La Unión Europea no quiere romper el marco convencional de la Organización Mundial del Comercio. Sin embargo, la ejecución de algunos de los contratos, como los de AstraZeneca, que puso la vacuna casi a precio de coste y se ha convertido en la más barata del mercado, ha levantado escándalo por sus manejos e incumplimientos. La transparencia no es precisamente una virtud de la industria farmacéutica.

Además, la inequidad y la injusticia estructurales se vuelven insoportables en medio de la tragedia. Según la Organización Mundial de la Salud, en febrero pasado el 75% de los 200 millones de vacunas que se habían administrado lo hicieron en 10 países ricos. Unos 130 países, donde viven más de 2.500 millones de personas, no habían recibido ni una sola vacuna. Covax, el mecanismo creado por la OMS en 2020 para el acceso global a las vacunas y la mejora de la distribución en los países de bajos ingresos, ha chocado con el fenómeno de que los países desarrollados aportan financiación mientras acaparan vacunas, lo que dificulta disponer efectivamente de dosis para la distribución en los países de menor capacidad económica.

Ante esta situación se producen reacciones a muy diferentes niveles. Un total de 170 premios Nobel y exmandatarios de todo el mundo han enviado una carta al presidente estadounidense, Joe Biden, para que se liberen las patentes de las vacunas. En la política más próxima, esta misma semana, por otra parte, los socialistas valencianos han lanzado una campaña, con mociones en todos los ayuntamientos, que se orienta en el mismo sentido. Como ha declarado el presidente de la Generalitat Valenciana, Ximo Puig, no se puede permitir que el poder de los gobiernos o los intereses privados condicionen el acceso a los medicamentos contra la pandemia. También la coalición Compromís ha puesto en marcha una serie de iniciativas para instar al Gobierno de España a que vote a favor de la liberación de las patentes en la UE y en la Organización Mundial de la Salud porque el difícil acceso a las vacunas de las farmacéuticas genera graves desigualdades y “puede alargar mucho la crisis sanitaria, económica y social”. No deja de ser significativo que organizaciones del PSOE como el PSPV presionen por una posición que el Gobierno de Pedro Sánchez, alineado con otros países europeos, se niega a adoptar.

Las empresas de la Big Pharma tienden a invertir solo en las etapas de la investigación avanzadas, cuando calculan que puede estar asegurado el beneficio, mientras el sector público asume la inversión con mayor riesgo. La pandemia debería cambiar algunas cosas en este ámbito. Y una de las prioritarias consistiría en la creación en Europa de una estructura de investigación y desarrollo que garantizara la producción suficiente y el acceso a medicamentos que son, como estamos viendo, un auténtico bien público.

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