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CV Opinión cintillo

Memoria de las tragedias

Monumento a las víctimas del accidente del metro en València.

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Hay meses y fechas que inducen al recuerdo. Este 3 de julio se cumplen 15 años del accidente del metro de València en el que murieron 43 personas y 47 resultaron heridas al descarrilar un tren que entraba en la estación de Jesús. Ese mismo día, pero de hace 24 años, en los astilleros de la Unión Naval en el Puerto de València 18 trabajadores resultaban muertos al producirse una explosión en la sala de máquinas del Proof Spirit, un buque en construcción.

Parece que el 3 de julio es una fecha maldita en lo que se refiere a los accidentes con más víctimas en la historia reciente de la ciudad de València. Los siniestros de 1997 en el puerto y de 2006 en el túnel del metro forman ya parte del pasado, en efecto, pero la digestión de ambos sucesos costó lo suyo en términos humanos, judiciales, sociales y políticos. El accidente más grave en la historia del Puerto de València y el más grave en la historia de un suburbano en Europa dejaron algunas consecuencias que de vez en cuando conviene revisar.

Ocho años después de aquella fatídica mañana, en que la ejecución de trabajos con sopletes y herramientas calientes mientras se cargaba combustible de forma imprudente convirtió el Proof Spirit en un infierno mortal, el caso llegó a juicio y en 2005 fueron condenados a penas de 18 meses a dos años de cárcel los dos encargados de la sala de máquinas y un jefe de seguridad. Fue una condena pactada con los abogados de la defensa por la Fiscalía y la acusación que ejercía el comité de empresa. Así se cerró el episodio, aunque en el mundo portuario se mantiene el recuerdo de aquel desastre.

Algo parecido, pero con cerca de 14 años de retraso sobre la fecha del siniestro, ocurrió con el accidente del metro de València, ya que, finalmente, en enero de 2020 cuatro directivos de Ferrocarrils de la Generalitat Valenciana asumieron condenas de un año y diez meses en otro acuerdo con el ministerio público y la Asociación de Víctimas del Accidente del Metro del 3 de Julio. Esta última asociación tuvo que luchar durante mucho tiempo contra los repetidos intentos de archivar la causa y contra la marginación y la censura a la que fueron sometidos los familiares de los muertos y heridos por parte del PP valenciano mientras tuvo el poder. El suyo es todavía un ejemplo de coraje y tesón que ha sido reconocido por las instituciones valencianas ya con la izquierda al frente.

En Galicia, otro día de julio, esta vez el 24 de este trágico mes de 2013, ocurrió un accidente muy parecido. Un tren Alvia descarriló en la curva de A Grandeira, en Angrois, cerca de Santiago de Compostela, dejando 80 muertos y 144 heridos. También aquí ha tenido que luchar lo suyo la Plataforma de Víctimas y se espera para 2022 la celebración del juicio, con el maquinista y el director de seguridad en la circulación de Adif como procesados.

Cada generación tiene en sus crónicas alguna gran tragedia, sus brutales consecuencias y las peripecias para establecer responsabilidades penales. En los años de la transición a la democracia, concretamente en 1978, un día 11 otra vez del fatídico mes de julio, un camión cisterna convertido en una bola de fuego arrasó en Alcanar el cámping de Els Alfacs y dejó un reguero espantoso de 243 fallecidos y 300 heridos. A inicios de los ochenta, fueron condenados por el accidente a un año de prisión los directivos de dos empresas de transporte y suministro de combustible, compañías que tuvieron que asumir además el pago de indemnizaciones a las víctimas.

Todos esos hechos, como los brutales y recurrentes atentados de ETA en una época afortunadamente superada, con sus 864 víctimas y tanto dolor humano y tanto odio; o las masacres del terrorismo yihadista en Madrid en 2004, con 193 personas muertas, y en Barcelona y Cambrils en 2017, con 16 fallecidos, pusieron a prueba no solo a la gente inocente que sufrió directamente sus efectos, sino también la empatía y la solidaridad de la sociedad en su conjunto. Y en algún caso bien llamativo dejaron en evidencia a los políticos que trataron de manipularlos sin ningún escrúpulo. En mayor o menor medida, estos acontecimientos han propiciado que se revisen medidas de seguridad y se establezcan normas y procedimientos. Y han dado pie a reportajes, libros, películas y documentales. Hemos levantado memoriales, instalado placas, pintado murales y organizado homenajes. Porque las sociedades civilizadas cuidan su memoria. Y hay tragedias que trascienden la esfera privada para adquirir un sentido colectivo. De ahí la importancia de recuperar también la memoria democrática sobre un largo periodo de represión y oprobio como fue la Guerra Civil, la posguerra y la dictadura franquista.

Empezamos a salir ahora de otro tipo de desgracia, a una escala global que nos parecía impensable, y esperamos que la pandemia quede como una abrumadora pesadilla que nunca más se repita. Será imposible, por su impacto, que se borre de nuestra memoria colectiva. Pero esos otros accidentes que nos sacuden de vez en cuando merecen también un recuerdo, aunque sea puntual, porque recordar nos hace sabios y es también una manera de sentirnos prudentemente contentos de seguir vivos.

Hace unas semanas fue el accidente de un teleférico en Italia y hemos visto estos días las imágenes del derrumbe de un edificio de apartamentos en Florida. Puede que tuviera razón Manuel Vicent cuando afirmó que todo lo que pasa en el mundo sucede ante nuestros ojos, pero ninguna gran tragedia dura más de un minuto en el telediario. Sea corta o larga nuestra memoria, es cierto que la capacidad de recordar de los humanos tiene sus límites por una mera cuestión de supervivencia. Gabriel García Márquez lo expresó muy bien al señalar que es fácil recordar para quien tiene memoria y difícil olvidar para quien tiene corazón. 

De una manera u otra, el drama en tiempo real a menudo adquiere una forma especialmente cruel para los afectados. En el Puerto de Castellón, por ejemplo, el 28 de mayo pasado volcó, mientras se llevaba a cabo la maniobra de carga, el buque Nazmiye Ana, propiedad de una naviera turca y con bandera panameña de conveniencia. El cadáver de un tripulante del navío, cuyas condiciones de trabajo han sido calificadas de “esclavistas” por su precariedad, fue recuperado del agua al día siguiente. Casi un mes después, cuando escribo estas líneas, a pesar de las tareas de rescate en las que intervienen buzos con lanzas térmicas y el grupo de policía judicial de la Guardia Civil, todavía no ha sido localizado el cuerpo de David, un estibador de 35 años. Para su gente, la tragedia se prolonga demasiado. 

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